Nuestra región ha estado bajo el acecho de potencias imperiales o, más bien, de sus poderes económicos y financieros, desde que tenemos memoria histórica, contexto en el que se inscribe la intervención violenta durante las décadas del ’70 y ’80, con la imposición sangrienta de dictaduras cívico-militares. En ese contexto se inscribe también lo que está ocurriendo en nuestros días, con la práctica del lawfare.

Es decir, la utilización de procedimientos judiciales, legitimados mediáticamente, con fines de persecución política, desacreditación o destrucción de la imagen pública de un adversario político o su inhabilitación. Los jueces (algunos) son los instrumentos, como ayer lo fueron las fuerzas armadas. Pero los poderes detrás de estas estrategias -que, no por casualidad, siempre se despliegan de manera simultánea en todos nuestros países, y siempre van contra los proyectos políticos populares, progresistas- son siempre los mismos. Hoy son las cortes o los juzgados, como ayer fueron los cuarteles, los escenarios donde se ponen en marcha los golpes contra la democracia. Al final de cuentas siempre se trata de lo mismo: impedir la consolidación y el avance de proyectos emancipatorios en nuestros países, que nos permitan a los pueblos decidir sobre nuestros destinos y nuestras riquezas y, en cambio, garantizar el sostenimiento de un sistema de relaciones que nos mantenga en el lugar de la dependencia y la subordinación, garantizando al poder económico-financiero seguir apropiándose de la renta de los países periféricos, no sólo por el canal comercial (matriz productora-exportadora primaria), sino también por el financiero, propio del estadio neoliberal; y disponer de nuestros recursos naturales estratégicos, claramente en disputa, como identificó el presidente Perón muchas décadas atrás, y mucho más en un presente caracterizado por la acuciante insostenibilidad del sistema.

Para esto se valen de la reinterpretación de las leyes, la elección del juzgado más ventajoso para atacar a los líderes populares que representan un dique de contención frente al avance del neoliberalismo; pero también del uso y control de los medios de comunicación, como instrumentos para la construcción de imaginarios que justifiquen el lawfare en una parte de nuestra sociedad, una herramienta tan importante para la puesta en práctica de esta estrategia, como las detenciones arbitrarias o la falta de un juicio justo.

En el marco de esta estrategia, los tribunales adquirieron un rol protagónico en la política. Especialmente en períodos electorales, cuando las causas “anticorrupción” abiertas contra funcionarios, ex funcionarios y líderes populares, marcan la agenda mediática y política, ya sea que se trate de la mega causa del Lava Jato en Brasil, vinculada al golpe contra Dilma Rousseff y al encarcelamiento de Lula da Silva; la prisión de Jorge Glas y las causas abiertas contra Rafael Correa en Ecuador; o las causas abiertas contra Cristina Fernández de Kirchner y las detenciones arbitrarias de varios ex funcionarios de su gobierno y de líderes sociales vinculados o vinculadas al proyecto político del kirchnerismo.

Se trata, como señalan varios estudiosos del fenómeno, de una guerra por otros medios, implementada desde los centros de poder contra Estados o sectores políticos que amenazan los intereses del poder económico y financiero. Así, se produce una confluencia de estrategias de desestabilización para producir “cambios de régimen” en países considerados “no aliados”, es decir, para sostener el statu quo de las relaciones de dependencia y subordinación, prescindiendo del uso de la fuerza militar, siempre que sea posible, como lo vimos en Bolivia, con el golpe clásico contra Evo Morales y Alvaro García Linera.

El lawfare resulta una herramienta utilizada por minorías privilegiadas, a nivel local y transnacional, desde el centro, que finalmente reorganiza el escenario a favor de los intereses de una red transnacional de poder, como tan bien lo interpretó el Dr. Zaffaroni. Busca inhibir la elección de determinados candidatos, en general alegando corrupción, lo que implica que los conflictos políticos se dirimen en el ámbito jurídico y no en las urnas, generando una transferencia de poder desde las instituciones democráticas al poder judicial. Así, el poder judicial se reserva la última decisión en política. Como resultado, aparece una tendencia hacia el vaciamiento de la democracia.

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No es casualidad, entonces, la avanzada del lawfare en un escenario donde el progresismo en AL había logrado impulsar una democracia sustantiva, lo que decidió al poder económico a utilizar la guerra jurídica y mediática para dirimir una batalla que no lograría ganar en el debate político o en las urnas, para reorientar al Estado hacia un programa neoliberal, excluyendo, en definitiva, a las mayorías populares de los frutos del crecimiento, redirigiendo el excedente económico de nuestros países hacia el centro, mediante la deuda externa y la fuga de capitales, y catapultando un esquema regresivo de pérdida de participación de los salarios en favor del capital, especialmente transnacional.

Por eso, el lawfare excede el ámbito jurídico, y no se reduce al incumplimiento del debido proceso judicial o al abuso de la ley, sino que genera contextos de Estado de excepción junto con mecanismos que justifican/legalizan, por ejemplo, la represión contra la protesta social. Se vale de una articulación con el aparato mediático (e incluso las redes sociales), que amplifican el rol de los juzgados, reproduciendo la parcialidad de los tribunales y construyendo ciertos grados de consenso, algo que explicó muy bien Noam Chomsky.

La mascarada de lo que verdaderamente se oculta detrás del lawfare, se cae cuando corremos el velo de la doble vara de la ley, donde algunos casos aparecen como de una “corrupción” que escandaliza mientras que otros no merecen atención, en virtud de la coyuntura e intereses políticos en pugna. En esta selectividad, es fundamental el rol de los medios de comunicación y redes sociales. La eliminación y desmoralización del adversario político tiene no solo un impacto político y económico, sino en términos geopolíticos, vinculados en última instancia al acceso a recursos estratégicos (petróleo, gas, litio, minerales, agua, territorio). Cada vez que, por medio del lawfare, fueron desplazados del escenario a los líderes populares, los gobiernos neoliberales que se implantaron avanzaron en deudas insostenibles, en acuerdos con el FMI, en acuerdos internacionales que vulneraron la soberanía política y económica de nuestras naciones.

En el contexto económico y geopolítico de América Latina, es importante el vínculo del lawfare con el modo en que el Estado nosteamericano extiende su jurisdicción no solo en esta región sino a nivel global. Los conflictos y tensiones políticos en territorios fuera de EEUU, con claros intereses geopolíticos de fondo, intentan ser dirimidos por varias vías, entre ellas la vía legal o jurídica: las sanciones económicas contra Venezuela, el bloqueo económico a Cuba, etc. son legalmente implementadas por el gobierno de Estados Unidos; la denuncia contra Odebrecht tuvo enorme presencia en los medios a nivel internacional, porque fue demandada por el Departamento de Justicia de EEUU; los Fondos Buitre, como forma de especulación y presión política durante el gobierno de Cristina, son habilitados e impuestos por jueces y tribunales estadounidenses, cuya jurisdicción es de tal alcance que puede provocar la quiebra de un Estado.

En efecto, uno de los ámbitos donde EEUU tiene jurisdicción a nivel mundial es el de la lucha contra la corrupción. Tal como lo planteaba en su momento un alto funcionario estadounidense, “nosotros en los EEUU estamos en una posición privilegiada para predicar el evangelio de la anticorrupción”. Esto se concreta a través de la Foreign Corrupt Practices Act (FCPA), que aplican contra cualquier agente público o privado de cualquier país del mundo que haya mantenido relaciones financieras o comerciales con agentes públicos y/o privados de EEUU y sea sospechoso de corrupción.

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Pero no es el Estado estadounidense el único que se arroga legitimidad para dar batalla contra la corrupción a nivel internacional. Instituciones internacionales van a la vanguardia de esta cuestión, marcando agenda, definiendo el significado y alcance de lo que debe calificarse como “corrupción” y hasta construyendo los indicadores para medirla en todo el mundo. El director de Transparencia Internacional, por ejemplo, en una entrevista afirmaba: “en muchos países la gente se va a dormir con hambre porque hay corrupción”. Esta frase oculta las causas estructurales de la pobreza, derivadas en parte de un sistema internacional asimétrico y las injusticias implicadas en la expansión del neoliberalismo. Transparencia Internacional tiene gran influencia en la agenda mediática. Ideas como esas son reproducidas en organismos como el FMI, o por voces expertas en relaciones exteriores, que agregan al mal de la corrupción, en general, la predisposición “particular” en países periféricos y de parte de gobiernos que se dicen de izquierda o populistas.

Ameritaría una nota aparte sobre cómo se financian estas organizaciones, lo que nos llevaría a preguntarnos: ¿Qué definición de corrupción se aplica a casos que implican a funcionarios del Estado, pero de países centrales, o a millonarios y empresarios “exitosos”? El director de Transparencia Internacional afirmó, por ejemplo, en relación con los Panama Papers una red de corrupción financiera internacional que tuvo al ex presidente Macri entre sus protagonistas, que es muy fácil para los ricos y poderosos explotar el “lado oscuro” de las finanzas globales para enriquecerse a costas del erario público. Cuando la corrupción se asocia a los empresarios, se cataloga como “negocio turbio” o como “el lado oscuro” de las finanzas. Es que los que lavan dinero y ocultan activos para no pagar impuestos gozan de un sistema legal que los ampara. Esta selectividad en el tipo de actividades que son turbias pero no corruptas, sigue el esquema de la definición de corrupción planteada por EEUU, que reduce la noción de corrupción al soborno, entendido como efectivo que pasa de mano en mano. Esto excluye un enorme campo de actividades ilegales y corruptas que perjudican a millones de personas, pero que no son claramente defindas como “criminales”.

Podríamos, por supuesto, incluir en esta lista a la deuda externa fraudulenta y su vinculación con la fuga de capitales. Naturalmente, este tipo de construcciones son también funcionales a la desligitimación de la política, en general, de la cosa pública como algo donde siempre, a diferencia del sector privado, está la corrupción en el medio y, eso mismo, debilita, en la ciudadanía, la confianza en la política como herramienta de transformación. Y eso favorece situaciones, como la que sufrimos en Argentina, donde sectores sociales creían que “Macri no iba a robar porque era un empresario exitoso y era rico”, como si no hubiera construido su supuesto éxito como empresario en base a actos de corrupción y defraudación contra el Estado (proliferación de negocios con la dictadura, estatización de la deuda rpivada del grupo, contrabando, impago de cánon del Correo, etc).

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En definitiva, el lawfare es la guerra por otros medios para garantizar la libertad de los mercados y la naturalización de un sistema internacional injusto. En América Latina, es la guerra contra la política nacional, popular, democrática, progresista, por la vía judicial. Es decir, el lawfare es la guerra, en definitiva, contra la Democracia. Porque, si proscribe del escenario político a las opciones políticas que efectivamente representan a las mayorías populares, entonces, estamos ante la exclusión del pueblo mismo del gobierno, y los ciudadanos pasamos a ser actores de reparto, legitimantes de una ficción democrática donde se vota cada tantos años, en un modelo de “alternancia” en el que no existen alternativas para los pueblos porque siempre, gane quien gane en esas elecciones, gobierna el poder económico, el patrón de inserción internacional es siempre de dependencia y el patrón de distribución es siempre en contra de los trabajadores.

Por eso, no hay que confundirse. No vienen por Cristina. Vienen por lo que ella representa, junto con la memoria histórica de aquellos gobiernos donde el pueblo tuvo protagonismo político y participación en los frutos económicos. Vienen a proscribir al pueblo y a darle la extrema unción a nuestra débil democracia. Al fin de cuentas, ya lo dijo David Rockefeller en su discurso ante la Trilateral Commission en 1991: “la soberanía internacional de una elite intelectual y de banqueros es preferible a la autodeterminación de los pueblos”. Y, lamentablemente, nunca han faltado, a lo largo de nuestra historia, los criollos que nos vendan.

*Fernanda Vallejos es economista y fue miembro de la Cámara de Diputados entre el 2017 y el 2021.