En estos tiempos en los que mentira y verdad juegan ante nuestros ojos en una danza infernal en la que cada uno ve lo que quiere ver y la democracia no quiere decir para todos lo mismo, el lenguaje político publicitario contribuye al desentendimiento y a la confusión.

Nada es lo que parece: de lo que se trata es de recrear una épica que renueve el relato para ganar las elecciones, el verdadero drama político de nuestro país, donde se postergan las soluciones para “no pagar costos políticos”. Una mercantilización del lenguaje que solo sirve para los que viven detrás de las encuestas y han convertido a la democracia en un mero juego electoral. No el sistema de la igualdad ante la ley, el único que legitima los conflictos y obliga resolverlos pacíficamente; se modifica con el tiempo, siempre y cuando se respete esa igualdad, la pluralidad que la define y se sepa que la solución de los problemas depende de todos, sin salvadores.

En lugar del decir racional, veraz, respetuoso de nuestra capacidad de entendimiento y discernimiento como corresponde a los ciudadanos a los que se le deben garantizar sus derechos, entre ellos el derecho a ser informados, se nos sigue tratando como a una sociedad inmadura a la que se le deben vender nuevas ilusiones. La razón de ser de la publicidad.

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La obsesión electoralista se nutre de otra distorsión, el mercadeo publicitario. La política utiliza las mismas técnicas del “marketing”, contrata creativos para simplificar con lemas los problemas y encuestadores que indagan los sentimientos y gustos colectivos para luego ofrecer promesas de felicidad, lo mismo que hace la publicidad comercial para vender una crema que nos promete juventud eterna o un auto que ofrece potencia. Pero si la publicidad vende ilusiones, la política tiene que ofrecernos, en lo posible, certezas o verosimilitud. No sobreactuar las euforias ni apelar a la emoción.

En lugar de reconocer el fracaso y la responsabilidad por la crisis que vació las arcas del Estado, cambio tres ministros de Economía en tan solo un mes, se siguen poniendo las culpas afuera, la pandemia, la guerra, la oposición. El renunciante presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, parece llegado desde fuera de la Santísima Trinidad que nos gobierna.

A diferencia de los otros cambios en el Gabinete, más parecidos a una calesita por el trueque de funcionarios, las asunciones fueron discretas y austeras, como manda el guión institucional. El nuevo ministro de Economía, en cambio, llegó como si fuera un nuevo presidente con la espectacularidad de los actos triunfalistas de los festejos electorales que desnuda, también, la concepción de poder que confunde Estado con Gobierno y ha llenado de consignas y cantos partidarios lo que debiera ser austero y respetuoso de las instituciones republicanas.

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La democracia es el sistema de la palabra. Porque todos tenemos derecho al libre decir, debemos aprender a argumentar. Pero en un país como el nuestro, que ha hecho del eufemismo la mejor coartada para evitar la verdad, ahora, en lugar de reconocer el fracaso de las medidas ensayadas hasta el momento, se presenta el cambio de ministros de Economía como una “nueva oportunidad”. ¿De quién? ¿Para quién?

A la par, detrás de bambalinas, se especula que el mal llamado “superministro” viene a “administrar las expectativas”, una expresión que tiene un único significado, obtener de la sociedad una nueva ilusión. Cuando lo único que necesitamos para recrear la confianza es que se nos respete la capacidad de entendimiento, sin mentiras ni eufemismos. En democracia, la política debe ser persuasiva, sin imposiciones. Cuanto más entre nosotros, con un país extenuado, defraudado como humillado, que incuba una ira peligrosa.

En tiempos de polarización cuando las palabras se lanzan como cuchillos la gravedad de la crisis también nos interpela a los periodistas, a los que tenemos responsabilidad de micrófono para evitar los golpes de efectos, la altisonancia para aumentar las audiencias. El privilegio de la libertad de expresión demanda la responsabilidad de no incitar a la violencia. El rating televisivo se mide para la publicidad, no para la ciudadanía que agobiada por
los falsos debates de las tertulias televisivas se desafecta de la política y ya se sabe, sin política no hay democracia. 

(* - Norma Morandini es periodista, escritora, ex diputada nacional y ex senadora nacional por Córdoba. También se desempeñó como directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado).