El disenso tiene mala prensa. En tiempos de brecha política, con posiciones antagónicas en casi todos los temas sociales, muchos analistas de la realidad se desviven por encontrar puntos de encuentro, alcanzar consensos entre tendencias que se presentan como irreductibles.

Pasa en el mundo de la política entre kirchneristas y macristas, y también sucede con temas sociales. Es muy difícil convencer a un vegano que coma un huevo o a un amante del asado que se avenga a una dieta basada en lechuga. Ni que hablar acerca de temas más controvertidos como el aborto.

Sin embargo, estas cuestiones éticas y políticas que sirven de parte aguas en una sociedad, son tratados, de manera usual, con poca rigurosidad argumental.

Se lanzan consignas, se insulta, se agrede al que piensa distinto, pero se argumenta poco. Y, para argumentar correctamente, no sólo hay que estar informado sino que, además, hay que poseer honestidad intelectual y estar preparado para escuchar la posición contraria. Si se logran estos objetivos estaremos en condiciones de disfrutar más de la compañía del que disiente que de aquel o aquellos que concuerden en alguna posición.

Diana Cohen Agrest le dedica un elogio al disenso.

En su reciente trabajo publicado por editorial Debate, la filósofa y titular de la Asociación Civil, Usina de Justicia, explica desde la presentación del ensayo, el objetivo que se propone, “…se trata de ampliar nuestro horizonte conceptual que no es una opción meramente privada. Es un deber cívico, en cuanto capacita al lego para participar activa y fundadamente de los genuinos disensos de la opinión pública que, a su vez, según nuestro grado de compromiso y racionalidad de las propuestas, en el mejor de los casos se traducirán en leyes. El sentido último de estas páginas, al fin de cuentas, es ser partícipes de la formación de la ciudadanía para intervenir en la construcción de la esfera pública. Pues las palabras no son inocuas y debemos aprender del disenso. Y, en nuestra condición de ciudadanos, incidir en las decisiones políticas que condicionan nuestras vidas”.

Si bien realizas un elogio del disenso en temas éticos, de notable actualidad, me da la sensación que el trasfondo de tu libro es un encomio de la razón o del uso de argumentos justificados. ¿Para disentir es necesario argumentar de manera correcta en esta sociedad que se maneja con unos pocos caracteres de twitter?

Disentir sin dar razones de nuestro disenso es posible cuando nos preguntan sobre gustos. Puedo disentir con alguien que prefiere tomar café cuando yo prefiero tomar té. Pero cuando se trata de ideas, de posiciones donde ya no se juegan cuestiones de gustos personales, de alcance subjetivo, ahí debemos dar razones, las mejores razones que podemos ofrecer en apoyo de nuestra posición. Incluso en un debate por twiter, se pueden ofrecer razones con hechos irrefutables. Por ejemplo, acabo de ver un tweet donde una familiar de un paciente golpea brutalmente a un médico. Esa imagen condensa la anomia social y el maltrato a los médicos en particular y la necesidad imperiosa de cambiar ese estado de cosas por las autoridades.

La palabra falacia ha sido puesta de moda por el político Javier Milei aunque, en muchos casos, nos quedemos sin comprender porque la utiliza. ¿En qué consiste la falacia ad hominem y cuál es el daño que le puede causar al debate de ideas?

La mayoría de nuestros debates son tan pobres que, en lugar de valernos de razones encadenadas en argumentos, terminamos por desacreditar a aquel con quien discutimos. No reflexionamos sobre las ideas con las que podamos disentir sino que  atacamos a quien las sostiene.

En ese sentido, es interesante lo que sucede con la denominada cultura de la cancelación. “En Argentina, vivimos una cultura de la cancelación. Desde los años 70, estamos viviendo una cultura de la cancelación, que es muy antigua. Nace incluso en sociedades primitivas. Pero básicamente es invalidar la palabra o las actitudes del otro. Ahora le ponen el nombre porque a partir lo que antes quedaba en un círculo íntimo, hoy en día se sube a las redes sociales. Cuando alguien dice algo de una tercera persona, sus seguidores lo siguen ciegamente sin verificar ni dar lugar a la contrastación de la acusación y sin darle lugar a la palabra del otro. Estamos viviendo una cultura de la cancelación donde tenemos miedo de hablar“.

En el libro, señalas dilemas éticos que se presentan en nuestra conciencia porque somos agentes morales que nos desenvolvemos en una determinada sociedad. ¿Qué hacer cuando nos hallamos ante un dilema ético o debemos tomar una medida que va contra nuestras intuiciones morales y nos hace “mucho ruido” en nuestra conciencia?

En un dilema moral, nos confrontamos a dos valores en conflicto, de manera tal que si hacemos X sacrificaremos el valor Y. Pero si hacemos Y sacrificaremos el valor X. El dilema, en sentido estricto, implica que siempre perderemos algo valioso para nosotros. El filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre plantea el dilema de un joven que debe elegir incorporarse en la Resistencia en la Francia ocupada o bien quedarse a cuidar de su madre quien no tiene a nadie más en el mundo. Los valores en juego son, en esta historia, el patriotismo y el amor filial. Si cumple con uno, incumplirá con el otro. Solo uno puede sopesar qué hacer, pues allí se juega nuestra libertad (aun cuando el concepto mismo de “libertad” nos abre a una nueva reflexión complejísima).

Otro ejemplo, un médico puede aceptar o rechazar interrumpir un embarazo alegando sus creencias morales o religiosas (razón motivadora), o realizar la intervención porque respeta lo estipulado por la ley (razón normativa). Advertimos, entonces, que no siempre ambas razones coinciden: como agentes morales, nos encontramos a menudo en situaciones en las que no conocemos todos los hechos relevantes y, sin embargo, hacemos lo que es razonable o racional desde nuestra perspectiva.

Ilustrándolo con otro de los dilemas, por falta de información expulsamos de una comunidad virtual a un presunto traidor a nuestra causa sin razones válidas para hacerlo. No solo nos conducimos acríticamente en nuestras relaciones con los otros: aun cuando defendamos la causa del animalismo, no cuestionamos cómo se ensayan los fármacos que nos salvan la vida. O por el contrario, cuestionamos la eficacia de las vacunas por nuestras creencias religiosas. Pero admitimos la ingestión de anabólicos en el deporte porque, a nuestro juicio, ellos son parte de las reglas implícitas del juego. Podemos juzgar una práctica como la prostitución desde una mirada moral o desde un enfoque economicista. O aspiramos a cambiar la realidad a través del lenguaje. O bien no reconocemos cómo nos supeditamos a las leyes del mercado cada vez que cedemos graciosamente nuestros datos para acceder a un bien tan efímero como aleatorio como puede serlo un portal de internet.

 Con el fin de la dictadura, en los años ’80, al igual que ocurrió en España tras el franquismo, se vivió un período de auge de prácticas liberales en todo sentido. En la actualidad, observo un retroceso a prácticas puritanas que se manifiestan en cancelaciones y, hasta, en normas acerca de lo que se puede manifestar públicamente. ¿Hay una corriente conservadora que marcha sobre ideas supuestamente tomadas del progresismo?

Paradójicamente, en nombre del Progresismo a menudo se enarbolan valores que pueden ser satisfechos en mayor o menor medida por la realidad. Ser vegano, por poner apenas un ejemplo, puede ser un valor respetable y respetado por determinado segmento social de las grandes urbes. Pero a nadie se le va a ocurrir ser vegano en el Chaco impenetrable….

Un escritor de ciencia ficción que suele proyectar el futuro de la humanidad observando las tendencias actuales, me dijo, “somos de las últimas generaciones que comeremos un asado sin ninguna culpa”. ¿Crees que tópicos como el veganismo, o la protección legal de los animales, y otras tendencias en ese sentido, llegaron para quedarse?

No puedo dar una respuesta con certeza… pero una vez más: tal vez el veganismo se expanda en países industrializados con un alto nivel de vida. En el Reino Unido, en 2021 se promulgó una Ley de Bienestar Animal sobre la que ya se hicieron varias enmiendas, entre otras, incorporar a los calamares, langostas, sepias, cangrejos y demás crustáceos. Tras hacerse una revisión de 300 estudios, se ha determinado que estos animales sienten y son conscientes del dolor, contando con un sistema nervioso central complejo. En contrapartida, el mismo gobierno afirma que la ley por el momento no tendrá incidencia en la industria ni en los ensayos clínicos. Por lo tanto, tal vez con el tiempo la industria vaya adaptándose a los cambios normativos. Pero una cosa es la letra de la ley y otra su aplicabilidad concreta. Y su cumplimiento es subsidiario de la cultura que aspira a cambiar determinadas prácticas. Difícilmente esa norma habría nacido en un país cuya economía depende de la industria pesquera.

Con el tema de la presión por extender la vacunación de emergencia frente al Covid-19 e instrumentos como el pase sanitario, los Estados, ¿están poniendo un límite a la libertad individual que, después de todo, no deja de ser un hecho reciente en la historia de la Humanidad?

Como toda innovación, intrínsecamente, esto es, en sí mismo, el pase sanitario como tal no es ni bueno ni malo. Depende del uso que se haga del mismo y de las circunstancias en que se haga. En la Argentina, donde las medidas coyunturales suelen perpetuarse, no me parece una buena idea. Y menos me parece que la actividad privada, el propietario de un restaurante o de un café, sin ir más lejos, esté a cargo de esa actividad de control social.