La irregularidad suele ser el principal fantasma que persigue a los equipos que saben que pueden dar más, pero no se terminan de destapar, y la Selección argentina profundiza en cada presentación esa idea de que sufre su propio síndrome de disociación.

Porque ese trastorno mental que supone una desconexión y falta de continuidad entre pensamientos, recuerdos, entornos e identidad, se puede traspolar al campo de juego.

Por eso vemos una Selección que a veces convence y otras decepciona; que a veces muestra una practicidad envidiable y otras ni siquiera patea al arco; que a veces es un equipo de conjunto y otras "Messidependiente".

Y esa disociación provoca que no se encuentre un funcionamiento que refleje a la Selección, sobre todo cuando el rival se refugia y le entrega el dominio de la posesión y el
terreno. 

Cuando hay que correr y meter, todo parece equilibrarse y hasta beneficiar a la Argentina, pero al momento de la elaboración, de la asociación, de mostrar una idea sobre cómo hacer daño, todo se disipa.

Es cierto que la frescura del segundo tiempo hizo merecer un  poco más a la Argentina, pero éste tipo de partidos son donde se exige a la Selección un punto más.

Esos partidos donde la buena dinámica de grupo -que se nota que la existe- no alcanza, donde ni siquiera la individualidad puede salvarlo.

La Selección necesita hacer su propio "clic", como en la Copa América de Brasil 2019, más atrás en el tiempo en el Mundial de Brasil 2014, ese momento y ese lugar donde encuentra su funcionamiento y no se separa hasta el final.