Gatica y la noche en que los mendigos…
Hace 60 años moría el Mono Gatica, el héroe de un pueblo que estaba aprendiendo a defender sus derechos.
El Mono volvía caminando lentamente por su renguera de la cancha de Independiente. Había ido a vender muñequitos de colores. Y en la esquina de Herrera y Pedro de Luján, corrió unos metros e intentó trepar a un colectivo de la línea 259. Tropezó y cayó debajo de las ruedas. Era el domingo 8 de noviembre de 1963. No murió en el acto. Agonizó durante dos días en el Hospital Rawson. José María Gatica se despidió del mundo de los vivos el 10 de noviembre de 1963. Sus restos fueron velados en la Federación de Box, en la calle Castro Barros y luego trasladados y sepultados en el cementerio de Avellaneda.
Hasta aquí, los hechos, la crónica policial sobre la vida y muerte de un boxeador admirado por muchos y denostado por tantos otros. Porque Gatica era eso: un parte aguas. Un tipo que todo lo hacía apostando a plata o mierda, que no tenía medias tintas, que se jugaba por sus ideas políticas sin medir las consecuencias. Y que recibió el apoyo de las multitudes, especialmente de las clases bajas y trabajadoras; y la antipatía de los oligarcas, de las clases altas.
Gatica, el Mono, fue eso. El que se abrazaba a Perón luego de cada uno de sus triunfos y le dedicaba el General los éxitos y el que luego fue perseguido sin piedad por la Revolución Libertadora (Fusiladora) de 1955.
Su primera pelea había sido el 7 de diciembre de 1945 cuando noqueó a Leopoldo Mayorano en 7 asaltos. Fue el debut para una carrera con 96 combates, 86 triunfos, 7 derrotas, 2 empates y 1 sin decisión. En esas 86 peleas ganadas, noqueó en 72.
Su última pelea fue en julio de 1956, en la clandestinidad, porque la dictadura le había quitado la licencia. Perdió en cuatro rounds con Jesús Andreoli. Nunca más volvió a subir a un ring y su paradero se perdió en la noche del antiperonismo y de la miseria, ya que perdió todo el dinero que había acumulado en 11 años de agarrarse a piñas sobre un cuadrilátero.
Su gran rival fue Alfredo Prada, con quien protagonizó seis peleas sangrientas y memorables que reventaron el Luna Park de público. Ganaron 3 cada uno quitándose respectivamente el invicto.
Combatieron dos veces en el amateurismo con un triunfo para cada uno, ambas en 1942. El primero lo ganó Gatica por descalificación y, el segunda, Prada por puntos. Tenían 17 y 18 años y esas peleas fueron la precuela de un clásico que duraría seis años.
El primer choque como profesionales ocurrió el 31 de agosto de 1946. La entrada popular valía 2 mangos y la más cara 10. Se recaudaron 43 mil pesos moneda nacional. Fue un récord para la época. Era una recaudación a la altura de un River-Boca. La pelea no defraudó: fue sangrienta, furiosa, salvaje. En el 1° round Prad
a tenía el ojo derecho cerrado y el 4° el maxilar quebrado. En el 11°, Prada derribó a Gatica. Los jueces vieron ganador a Gatica por 2 puntos. La popular estalló gracias a su ídolo. El ringside insultaba por lo que creía un robo. Lo curioso era que los dos eran peronistas. La diferencia era que el mono llevaba el escudo peronista en la bata. De ahí la confusión de los gorilas.
La segunda pelea fue el 12 de abril del 47. Otra carnicería. En e 1° round un zurdazo de Prada derribó a Gatica, le rompió la mandíbula y le voló un diente. El Mono se levantó en 3 segundos porque nunca se recuperó. Aguantó hasta el 6 cuando se rompió la mano izquierda y no pudo seguir. Terminó internado en el Ramos Mejía.
un brazo en un cruce. Prada fue a parar al Hospital Vélez Sarsfield por los cortes que tenía en el rostro y por conmoción cerebral. La recaudación de esa pelea fue de 63 mil pesos.
La tercera edición fue el 18 de septiembre de 1948. Eva Perón y Juan estuvieron esa noche en el estadio. La gente dejó en boleterías 156 mil pesos. La popular valía 3 pesos pero el ring side había escalado hasta los 80 pesos. De ahí que la recaudación trepara tanto en apenas dos años. Dicen que algunos fanáticos pagaron hasta mil pesos por una entrada.
Alfredo Prada era campeón argentino. Gatica quería el título, pero Prada puso como condición, para que se hiciera la pelea, que no estuviera en juego. El Mono subió al ring con una bata que decía: “Perón-Evita”, como para calentar más el ambiente. Para dejar sin oxígeno a los contras. Fue menos sangrienta que las anteriores y Prada cayó en el 9 round, lo que fue decisivo para que Gatica se llevara el triunfo por puntos.
La última versión la entregaron el 16 de septiembre de 1953. Gatica ya no era el mismo por sus excesos y Prada estaba impecable, como siempre. Se recaudaron 785 mil pesos con populares a 10 pesos y ringside a 200. Prada puso en juego su título argentino. Gatica era una sobra de lo que había sido. Sólo dio pelea durante los dos primeros rounds. En el tercero, cuarto y quinto, Prada lo castigó a voluntad. Y en el sexto terminó la pelea con un gancho al plexo que lo tiró por tres segundos y luego con un recto de derecha que lo dejó nocaut parado hasta que el árbitro Escudero que cantó el out.
Si elegimos contar las cuatro peleas entre Prada y Gatica como profesionales es porque el Mono tiene tantas historias (reales y ficticias) que daría para escribir varios libros.
Esto es lo que podemos contar hoy, con el corazón templado y el pulso normal, 60 años después de la muerte de José María Gatica. Pero para entender mucho mejor cómo se lo vivió al Mono en su época, compartimos una crónica de Primera Plana, aquella mítica revista de Jacobo Timermann, escrita en noviembre de 1963.
Se trata de una vieja crónica, saturada de prejuicios antiperonista y antipobres, de los que se mofa cruelmente por sensibleros e ignorantes. Plaga de una moralina asfixiante, el anónimo periodista intenta describir el dolor del pueblo ante la muerte de uno de sus héroes. Pero le sale mal. Porque desgrana algo que tantas veces hemos visto en la vida. Ubica al ídolo deportivo en el lugar de donde nunca debió salir: el barro. Se lo autoriza a vivir un rato la vida de otros, pero la condena es clara: podés asomar un poco la cabeza pero en definitiva estás condenado a volver al lugar de donde viniste y de donde jamás debiste haber salido. Por negro, por pobre y por peronista.
El título es el que le pusimos a esta noche: “La noche en que los mendigos lloraron a su vengador”
Y dice:
“No había oscurecido del todo el martes pasado cuando una tumultuosa Corte de los Milagros empezó a deslizarse roncamente por las galerías y los jardines del hospital Rawson, en Barracas. Desarrapados, en tensión, tambaleándose a ratos, los personajes de esa Corte habían afluido desde sus desvencijadas casas en las villas miseria del Dock Sud o de Villa Dominico sólo para velar por el póstumo prestigio de un hombre que era como ellos: José María Gatica, el ex campeón de los livianos, el ídolo del Luna Park, ahora caído y despedazado.
Porque a esa hora, las ocho de la noche o poco menos, Gatica estaba muriéndose en una sala del Rawson, con fracturas en las costillas, en las vértebras y en la pelvis. Dos días antes, el domingo por la tarde, el envejecido campeón había caído bajo las ruedas de un colectivo cerca del estadio de Independiente, ebrio y eufórico, con las manos ocupadas en agitar un aro de madera del que pendían docenas de muñequitos rojos.
Pero, para sus adoradores, lo importante no era la muerte, sino lo que venía después de ella: la prensa argentina había diseminado largamente la imagen de un Gatica provocador, fanfarrón, ególatra, y todo lo que se quería era destruirla, reemplazarla por la figura de un Gardel del ring, de un mito que se había arruinado por dispersar su dinero entre los pobres y por suponer que la riqueza es algo que siempre puede recuperarse.
De manera que, desde las 9 de la noche del martes, cuando un médico anunció la muerte de Gatica, empezó a moverse la tumultuosa asamblea de casi mendigos para decidir dónde debía ser velado y honrado. En un café vecino al hospital, la Corte escuchó en silencio el ofrecimiento que venía a traerle Pedro Quartucci, presidente de la Casa del Boxeador: la propia Federación Argentina de Box —dijo el emisario— abrirá sus salones de la calle Castro Barros para guardar el cuerpo del ídolo hasta el momento del entierro.
Pero no, es demasiado poco para él, vociferaron los adoradores, encrespándose. El Mono Gatica tiene que ir a un sitio más espectacular, donde quepan los millares y millares de personas que siguen recordándolo. “Al estadio de Independiente”, dijo un cojo que había venido arrastrándose con sus muletas desde Dock Sud. Pero un par de averiguaciones telefónicas puso al descubierto que allí no había ningún sitio aceptable para velar a un muerto. “Al Luna Park, entonces”, terció otro personaje de la Corte. No era posible: el Luna iba a estar ocupado justo en esos días por la banda de la Guardia Real Británica. Comenzaron a lanzarse imprecaciones contra los empresarios del estadio que había visto afirmarse la gloria de Gatica. “¿Cómo es posible? ¿Una banda de música en lugar del Mono? Hay que llamar a la embajada de Inglaterra para suspender ese espectáculo.”
La discusión persistió hasta el amanecer, y fue Jesús Gatica, hermano del muerto, y ex boxeador también, quien pudo ponerle punto final, aceptando las razones que daba Quartucci: “A José María hay que llevarlo a la Federación, porque ése es el único lugar que no está cerrado para ninguno de sus amigos.”
Una corona para el campeón
No toda la Corte, sin embargo, se sintió a gusto el miércoles en los salones de la calle Castro Barros. Algunos fieles estaban irritados porque, a las 9 de la mañana, ni una sola flor acompañaba el féretro del Mono. Entonces, tres de ellos extendieron una hoja de diario entre los cirios y detuvieron a todo el que entraba para pedirle que arrojase una moneda sobre la hoja, cinco, diez pesos, o lo que fuera, con los cuales podría comprarse “una corona inmensa, la más grande de todas, la única corona digna del campeón”.
Alguien les previno que la colecta era irrespetuosa, al menos allí, donde estaba el cadáver. Lo entendieron. Retiraron entonces el papel de diario, buscaron una caja de cartón, y después de lacrarla, empezaron a vocear en el vestíbulo: Una moneda… Una moneda para la corona de Gatica. Hacia las diez de la mañana, los fieles llamaron a un agente de policía y contaron delante de él los 3.800 pesos que había dentro de la caja. Todos juntos caminaron después hasta una florería, volcaron las monedas sobre el mostrador y dibujaron en un papel una corona fabulosa, con guardas de claveles y crisantemos.
–Esta es la que queremos –dijo uno de los mal trazados fieles–. Es para Gatica.
–Con 3.800 pesos no alcanza –dijo el florista–. Esa corona cuesta cinco mil. Y después, como quien ha calculado su golpe de efecto, agregó:
–No importa. Yo me ocupo de la diferencia. Pero, ¿qué letras vamos a poner en la faja morada?
La Corte de los Milagros volvió a discutir, rechazó tres o cuatro frases propuestas por el florista, y luego pareció conforme cuando un vendedor de caramelos, el Goyo, vociferó excitado:
–Ara sé! Que no haya nombres en la corona. Solamente esto: ‘El Pueblo a su ídolo’.
***
Nada, fuera de la vanagloria, le quedaba a Gatica cuando le llegó el turno de morir. Hundido en una pobre casucha de Villa Domínico, casado por tercera vez, arrastrando sobre sus espaldas un pedido de captura por agresiones y persecuciones, acabó por servir como portero en la cantina de Alberto Morán, un cantor.
Todo lo que buscó era el desquite, la ostentación de rabia contra los hombres que lo abofetearon en la infancia o le negaron un sándwich en los bares que están bajo la recova de Paseo Colón. En el Luna Park, las multitudes de la popular enronquecían para que ganase sus combates, mientras los espectadores del ring-side (cuentan los cronistas de boxeo) se devoraban las uñas a la espera de que cayese. Y él, impertérrito, burlón, arrojaba resina o aserrín con el pie, contra los segundos del adversario, cuando lograba llevarlo hasta su rincón, o aguardaba el k.o. de todo el que lo enfrentase con las manos sobre la cintura y una chispa de desdén en los ojillos tumefactos.
Cada ser humano muere a su manera, y el final de Gatica es el exacto cierre de su vida tumultuosa. Su cuerpo hecho para la pelea se apaciguó destrozado, y el ¡Dale, Mono! que había oído durante casi 20 años se transfiguró en un ‘No me dejés tirado, hermanito’, la última frase que él balbuceó agonizante en el hospital Rawson. Como quien sale de la orilla y el barro para volver a sumergirse en ellos.”