Por Belén Canonico

Rosa Chacel soñaba con ser escultora. Sin embargo, terminó dedicando su vida a la escritura. Formó parte de la "Generación del 27", un emblemático grupo de escritores y poetas españoles del siglo XX y, casi sin saberlo, le abrió camino a muchas colegas que se iniciaron en el mundo de la literatura siguiendo sus pasos.

Nacida en una familia liberal de Valladolid, tuvo acceso a la formación cultural desde muy temprana edad. Su mamá, que también se llamaba Rosa, le enseñó a leer; mientras que su papá, Francisco, la impulsó a que se animara a dar sus primeros pasos en las artes plásticas. Y aunque estaba feliz trabajando en un taller de bellas artes, a raíz de una neumonía que le impidió continuar con sus labores, se inclinó a la literatura y desde entonces no paró.

Era habitué de las tertulias en el café Granja El Henar y el Ateneo de Madrid, donde forjó una gran amistad con José Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez y Miguel de Unamuno, entre otros artistas destacados de su tiempo. Y en épocas donde no era frecuente que las mujeres opinaran sobre política, sus artículos se lucían en publicaciones de izquierda y de vanguardia.

Se casó con el pintor Timoteo Pérez Rubio, con quien tuvo a Carlos, su único hijo y acompañándolo en su carrera, dejó España en 1922. Instalada en Italia se dedicó de lleno a escribir su primera novela. De regreso a su tierra, cinco años más tarde, Rosa Chacel volvió a zambullirse en el ambiente literario: colaboraba con ensayos y relatos breves en la "Revista de Occidente" y en "La gaceta literaria", hasta que en 1930 publicó "Estación. Ida y vuelta".

Su obra continuó con "Teresa", "Memorias de Leticia Valle", "La Sinrazón" y "Barrio de Maravillas", novelas que se caracterizaban por estar escritas con un lenguaje de lo más simple con un perfil reflexivo y analítico. Algo completamente nuevo en ese entonces. Chacel sostenía que lo suyo era escribir desde sus experiencias y que ante su falta de "cultura", porque siempre fue autodidacta, encontró un tono que le quedaba cómodo y que la hizo destacar en la literatura española.

Pero más allá de ser consciente de que eran pocas las mujeres que ejercían como escritoras, Rosa nunca quiso formar parte del movimiento que abogaba por la liberación femenina. "Nunca me interesó, seguramente coincidía pero no era mi mundo", comentó en una entrevista que dio muchos años después.

Durante la Guerra Civil, Pérez Rubio se alistó como voluntario y Chacel permaneció en Madrid junto a su hijo. Durante un tiempo trabajó como enfermera y en ningún momento dejó de plasmar sus ideales liberales en los medios gráficos. Pero unos años más tarde, ante el avance del franquismo, la familia completa decidió dejar España y buscar nuevos horizontes. Luego de cortas estadías en Francia, Grecia y Suiza, viajaron hasta América Latina y se instalaron en Brasil.

Durante tres décadas, la escritora vivió con su familia en Copacabana, pero aunque el paisaje le parecía "delicioso", nunca terminó de adaptarse. Además, durante los primeros años, le preocupaba que Carlos, su hijo, no tuviera contacto con el idioma español. Por eso, durante un tiempo vivió en Buenos Aires, donde se sintió mucho más cómoda. Estaba encantada no solo con la movida cultural y su admiración por Borges y Cortázar, sino por el público en general. "Me entiendo bien con Argentina", declaró en una entrevista y señaló con orgullo que en nuestro país la trataban como si fuera una autora local. De hecho, aquí publicó "La sinrazón", en 1960, uno de sus trabajos más destacados.

El reconocimiento masivo en España le llegó en la década de los sesenta, cuando empezó a viajar con más frecuencia a su tierra, hasta que tras la muerte de su marido, en 1977, se mudó definitivamente. "Cuando volví a España me encontré con el mismo furor que tenía contra los españoles hace tantos años. Baudelaire decía que estudiaba el mal de su propio corazón, y yo encuentro los defectos de españoles -que son infinitos- en mí misma, pero no hay que resignarse, sino que combatir con nosotros mismos", explicó en un reportaje.

Fue galardonada con el Premio de la Crítica (1976) por "Barrio de maravillas", en 1989 fue nombrada Doctora Honoris Causa por la Universidad de Valladolid y recibió el Premio Nacional de las Letras (1987), el Premio Castilla y León de las Letras (1990) y en 1993 fue reconocida con la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes. Pero hasta el final de sus días, en 1994, se mostró disconforme por nunca haber recibido el premio Cervantes.

También le quedó pendiente formar parte de la Real Academia Española (RAE), lugar donde según ella, nunca tuvo lugar por ser mujer. Sin embargo junto a Margarita Manso, Maruja Mallo, Ángeles Santos, María Zambrano, María Teresa León y Josefina de la Torre, entre otras autoras que fueron contemporáneas, tuvieron un rol fundamental en la literatura en español.