Escribía a mano en cuadernos que él mismo decoraba, aún en la era digital, y pensaba cada frase con detenimiento antes de plasmarla en el papel, a tal modo que en sus manuscritos casi no había tachaduras. Reflexivo y meticuloso, Juan José Saer se convirtió en uno de los autores más reconocidos de la literatura argentina e iberoamericana.

Beatriz Sarlo lo define como “el gran escritor de la segunda mitad del siglo XX argentino”. Pero para los suyos, Saer era “Juani” o simplemente “El Turco”. Desarrolló la mayor parte de su obra en París, Francia, pero supo encontrar en su Santa Fe natal, o más precisamente en su pueblo, Serodino, el escenario perfecto para sus creaciones; y en sus amigos, la inspiración para crear a sus personajes más entrañables.

Simpático, sencillo y muy apegado a sus afectos, Saer siempre se mantuvo muy ligado a la Argentina. No solo a través de sus novelas, sino por las llamadas a diario que hacía con su círculo más cercano. Esperaba con ansias las visitas a su tierra para poder juntar un buen puñado de anécdotas que pudiera plasmar en su obra, o simplemente le permitieran continuar con sus bromas a la distancia. Era amante del cine y de la literatura y podía pasar horas discutiendo del tema junto a sus amigos. Se enojaba poco, en su caracter predominaba el buen humor y al momento de hacer críticas, no tenía filtros.

A finales de la década del cincuenta, dio sus primeros pasos como periodista en el diario El Litoral. En un principio estaba a cargo del estado del tiempo, pero como no le gustaba ese trabajo, lo resolvía con picardía. “Las observaciones meteorológicas no registran variantes”, escribía sin siquiera asomar la cabeza por la ventana. Un tiempo más tarde, empezó a publicar cuentas en la sección literaria. Pero la alegría le duró poco, más precisamente hasta que publicó “Solas”, una relato sobre dos prostitutas que estaban en pareja.

El muchacho rebelde y transgresor generó una revolución tan grande que las parroquias católicas de su provincia se manifestaron en contra de su trabajo y, ante tamaña presión, las autoridades del diario decidieron echarlo. Este quizás fue el impulso para que Saer publicara en 1960 “En la zona”, su primer libro. Y con el paso de los años fue haciéndose conocido para un pequeño grupo de lectores.

Nunca quiso convertirse en best seller ni captar al gran público. De hecho, decía que lo detestaba. “No odia a las personas, pero odio la noción de ‘público’. Es un chantaje que venden los estafadores”, dijo en una entrevista, fiel a su estilo. Sin embargo, terminó convirtiéndose en un escritor emblemático que, progresivamente, fue alcanzando a una gran cantidad de lectores con Cicatrices (1969) Glosa (1985) y El limonero real (1974), entre tantas de sus obras.

Nunca se propuso fehacientemente vivir en Europa. En 1968 viajó a París becado por la Alianza Francesa. Se fue por seis meses, pero por motivos personales fue extendiendo su estadía hasta el final de sus días. Allí armó su vida en un principio junto a Biby Castellanos, la madre de su hijo Jerónimo. Y años más tarde formó pareja con Laurence Gueguén, con quien tuvo a Clara.

Trabajó como profesor en la Universidad de Rennes hasta que se jubiló. Y escribió con pasión hasta el final de sus días. Se propuso cerrar su obra con “La grande”, novela que estaba escribiendo cuando fue diagnosticado de cáncer de pulmón en 2004. El 11 de junio de 2005 falleció París y meses más tarde, su última novela se publicó inconclusa.