Al principio fue como si se fundieran en un abrazo, largo tiempo postergado, el hambre y las ganas de comer, pero después, en un larguísimo después, la relación de amor entre la poeta Idea Vilariño y el narrador Juan Carlos Onetti comenzaría a ser una tormenta permanente de reproches mutuos, con los que se torturarían durante cuatro décadas.

La historia no sería para nada importante para el resto de la humanidad, o fuera de Uruguay, si no resultara la explicación de algunos momentos inspiradísimos de la historia de la gran literatura latinoamericana, además de una especie de crónica bizarra de las ideas y vueltas de dos personas que se marcaron mutuamente, y para siempre.

Vilariño, una de las poetas más importantes de la lengua española, escribió a partir de su decepción con las actitudes del aún más famoso Onetti, un cuentista implacable y un novelista excepcional, un libro repleto de dolor, llamado con ironía “Poemas de amor”, además de la letra de temas musicales muy conocidos como “La canción y el poema”, un clásico del repertorio de Alfredo Zitarrosa que en la Argentina canta Soledad Villamil (“Quisiera morir ahora de amor/ para que supieras/ cuanto y cuanto te quería”)

Él, que pasó mucho tiempo deprimido durante su exilio de veinte años en España, donde murió cargado de gloria literaria en 1994, tras haber sido galardonado con el Premio Miguel de Cervantes en 1980 y el Gran Premio Nacional de Literatura de Uruguay en 1985, le había dedicado tres años antes  de “Poemas de amor” su novela “Los adioses”, después de haberla abandonado por otra mujer, la violinista argentina Dorothea Muhr, con la que se casó en 1955.

Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti, o la historia de un amor atormentado que el tiempo no aplacó

Las idas y vueltas iniciales entre ambos duraron al menos veinte años también: se amaban, se encontraban, se celaban, se peleaban, se lastimaban, se distanciaban, volvían a sentirse atraídos, decían nunca más repetidas veces, volvían a verse, se insultaban, se calmaban, en un espectáculo privado que por momentos se hacía público, y resultaba, ante todo, curioso, porque Onetti seguía casado con la flemática Dorothea.

Él puso el Océano Atlántico de por medio para intentar olvidarla, pero eso le resultó imposible, ya que continuó preguntando por ella a los conocidos en común, escribió en numerosas ocasiones bajo su inspiración, y al final contrajo una depresión que fue la comidilla del ambiente intelectual que lo rodeaba, hasta que la muerte le sobrevino a los 89, sin que su cuerpo volviera a Uruguay.

En 1974, con la venia de Dorothea, que los dejó solos en la habitación, Idea lo visitó en una internación forzada, apiadándose de la situación en que lo habían puesto sus convicciones políticas, y la escena fue de película: “Apenas llegaba a él cuando me agarró con un vigor desesperado y me besó con el beso más grande, más tremendo que me hayan dado, que me vayan a dar nunca, y apenas comenzó su beso, sollozó, empezó a sollozar por detrás de aquel beso, después del cual debí morirme”.

La situación era muy espesa por entonces ya que Onetti había sido detenido y encerrado en un hospital psiquiátrico por el gobierno ya por entonces de facto de José María Bordaberry y esperaba una gestión internacional, que prosperó, por la cual primero fue autorizado a salir rumbo a Buenos Aires, desde donde partió rumbo a Madrid, invitado por el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana a participar en un congreso sobre el barroco.

En 1957, es decir 17 años antes, ella había publicado su poema más famoso sobre ambos, “Ya no”:

Ya no

no viviremos juntos

no criaré a tu hijo

no coseré tu ropa

no te tendré de noche

no te besaré al irme

nunca sabrás quién fui

por qué me amaron otros.

No llegaré a saber

por qué ni cómo nunca

ni si era de verdad

lo que dijiste que era

ni quién fuiste

ni qué fui para ti

ni cómo hubiera sido

vivir juntos

querernos

esperarnos

estar.

Ya no soy más que yo

para siempre y tú

ya

no serás para mí

más que tú. Ya no estás

en un día futuro

no sabré dónde vives

con quién

ni si te acuerdas.

No me abrazarás nunca

como esa noche

nunca.

No volverá a tocarte.

No te veré morir.

La relación entre estos dos adultos que se comportaban a veces como niños había comenzado en 1954, cuando ella era una bonita treintañera y trabajaba de profesora de literatura en colegios secundarios y él, once años más grande, un hombre gruñón y escéptico, se ganaba la vida como periodista, ya se había casado y separado dos veces, y tenía en su haber obras con destino de clásicos de la literatura rioplatense, entre ellas “El pozo” y “La vida breve”.

Onetti era dueño, a su pesar, de una personalidad extremadamente compleja y en cuestión de amores estaba al borde de la polémica desde el comienzo: a los 21 años se había casado con una de sus primas, María Amalia Onetti, de la que se separaría, con un hijo en común llamado Jorge Onetti Onetti, para comenzar otra relación de pareja con la hermana de ella, María Julia Onetti.

A Vilariño, hija de una familia culta con un padre anarquista que había bautizados a su prole con los floridos nombres de Idea, Numen, Poema, Azul y Alma, no le iba para nada la moralina, pero con el tiempo descubriría que había en el autor de “El infierno tan temido” y “El astillero” una psicología fuera de lo corriente, para nada compatible con los problemas de salud que ella sufría desde chica.

“Era todo lo que yo no debía amar”, pensó ella en voz alta muchos años después. “Nunca nos entendimos bien”, agregó. Pero se trataba de la misma mujer que había descripto así el comienzo de la relación: “Estaba seduciéndome a fondo con lo mejor de sí mismo y tanto que yo me quedé convencida de que aquello era la séptima maravilla. Esa misma noche me enamoré de él. Me enamoré, me enamoré, me enamoré”.

Por entonces, cuando todo comenzó, Idea, que también se destacaba como traductora, ya había publicado “La suplicante” (1945) y “Paraíso perdido” (1949), parte de una obra personal que corporizaba una especie de existencialismo sudamericano que rompía con las tradiciones del modernismo uruguayo, y sumaría después del citado y dramático “Poemas de amor” obras como “Pobre mundo” (1966), “Los salmos” (1974) y “No” (1980).

El año pasado, al cumplirse el centenario del nacimiento de Idea, una parte de los homenajes, tomando en cuenta la lucha femenina contra las visiones patriarcales de la vida, intentó independizar su figura de la turbulenta relación con Onetti, quien había pasado sus doce años finales con una depresión que lo mantenía en la cama de un departamento de Madrid con una alta cuota diaria de medicación, cigarrillos y whisky.

Entre otras formas del recuerdo, salieron a la luz las 17 libretas con anotaciones que la sobrevivieron, además de los diarios íntimos en que apuntaba su vida, que también fueron publicados, ya que tienen el valor de documentar su modo de concebir la literatura, así como referencias permanentes a las lecturas y relaciones con otros integrantes de la llamada Generación del 45, que también integraba Mario Benedetti.

Algunas de esas entradas explican una parte de su también compleja personalidad, como aquella en que, como si se tratase de una confesión para biógrafos, afirma: "Todo lo que he plasmado en poesías (…) es lo único que he vivido verdaderamente. Todo lo que yo diga sentir que no esté apoyado en un poema puede no ser cierto”.

Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti, o la historia de un amor atormentado que el tiempo no aplacó

"Odio mi cuerpo, lo aborrezco, o mejor, odio mi piel. Amo mi carne sufrida, amo aún su dolor. Pero la enfermedad, la piel sangrando, curándose, cicatrizando, no", escribió esta mujer de avanzada, que vivió 88 intensos años, con tiempo para traducir obras de William Shakespeare, militar en las fuerzas de la izquierda independiente uruguaya y escribir letras de canciones que cantaron Los Olimareños y Daniel Viglietti.

Como en los años 30 y 40 vivió en Montevideo y Buenos Aires alternativamente -de hecho en la década del 50 creó una ciudad imaginaria donde transcurren sus historias de ficción llamada Santa María, que tiene un poco de cada una- la presencia de Onetti en el escenario cultural argentino ha sido más que notable, ya que en general aquí se lo considera un escritor que está casi a la altura de Jorge Luis Borges, aunque apenas si se conocieron y cultivaran estilos de escritura opuestos.

Hay por lo menos cinco películas argentinas basadas en sus obras, entre las que destaca la versión que Raúl de la Torre rodó en 1980, con guion del propio Onetti y Oscar Viale, de "El infierno tan temido", la historia de un veterano periodista interpretado por Alberto de Mendoza, que ve con horror como por venganza una mujer con la que concluyó mal una relación, rol de Graciela Borges, empieza en enviarle fotos de sus repetidas relaciones sexuales con otros hombres, a los que parece seducir sólo para eso

Veinte años después, David Lipszyc se animó a la trama existencial de la novela "El astillero", con una adaptación para el cine de Ricardo Piglia,  siguiendo las peripecias de  Larsen, un personaje que aparece en varias de sus ficciones, que después de haber regenteado un prostíbulo de pueblo retorna a Santa María para intentar adueñarse de su astillero, pero se enamora de la perturbada hija del dueño, con un elenco que incluyó a Norman Briski, Ingrid Pelicori, Ulises Dumont, Cristina Banegas, Mía Maestro y Ricardo Bartis.

No hay ninguna película sobre ella, pero una de las rupturas más famosas de las muchas que hubo en esta historia de amor y desamor se generó en 1961, cuando mientras estaban juntos en su casa de Montevideo, Idea decidió ir a una asamblea en el Liceo en que trabajaba luego de que por teléfono le comunicaran el asesinato de un colega profesor y él se opuso de manera terminante, diciéndole que si insistía en cambiarlo por una actividad política sería el final de la relación.

“Cuando abrí la puerta (al regresar a su casa) sentí como si me golpearan en el pecho”, le contó ella a dos periodistas que la contactaron para una biografía de su amado odiado. “Había dejado una nota insultándome y diciéndome un montón de barbaridades. Y mis poemas, unos poemas de amor que le había dado, estaban arrugados y tirados a los pies de la cama”.

En un documental sobre él, estrenado en 1990, ella dice con una sencillez conmovedora: “No debería hablar sobre Onetti porque lo quiero mucho y hace mucho que lo quiero, pero en realidad puedo decir que no lo conozco (...) Ese desconocimiento mutiló, falseó y podría decir que empobreció una relación que pudo ser seria y entera, y no lo fue”.

Pero aún con la distancia que imponía la vida de celebridad deprimida de Onetti en España fue imposible para Vilariño salir del todo de las órbitas siempre cambiantes y contradictorias de esa relación, que a pesar de las buenas intenciones de los evidentes nuevos tiempos reaparece en el imaginario colectivo cada vez que se la nombra como una pionera de las mujeres empoderadas latinoamericanas.

Pero él, que fue definido por ella en una racha de enojo como “burro, perro, bestia” padece del mismo destino: pese a haber sido considerado por figuras como el premio Nobel Mario Vargas Llosa como “uno de los autores más originales y personales” de la literatura universal, en lo personal estará atado por siempre al recuerdo de esa mujer en apariencia frágil a la que tal vez no supo cómo amar.