Se impone el consenso: la "vacuna" confuciana oriental no llega como antídoto para "Covidiotas"
No se llegó a notar este fin de semana en las zonas comerciales de los barrios de la Ciudad de Buenos Aires y del conurbano que la gente se haya tomado demasiado en serio las restricciones para bajar la curva de contagios.
Los resultados de una encuesta realizada por la Universidad de Belgrano desde el anuncio presidencial de las nuevas medidas, que ratificaron la suspensión de las clases escolares presenciales, en litigio con la Ciudad, preanunciaban lo que se pudo palpar en calles y avenidas de casi todos los centros urbanos.
Ya en las opiniones recogidas por la compulsa predominaba la expectativa de un cumplimiento parcial de las nuevas medidas: nada menos que el 48% de los participantes del sondeo lo había relativizado.
El 31% directamente descreyó de su efectividad, mientras que sólo el 12% consideró que iban a respetarse, y el 9% no sabe o no respondió a la cuestión.
Las condicionales reacciones de la gente expresan un problema de confianza y de polarización política, antes que de autocuidado responsable, conforme interpretó el director del Centro de Opinión Pública (COPUB) de la Universidad de Belgrano, Orlando D’Adamo.
Afirmó estar preocupado por tal actitud, porque “al incremento de casos, la lentitud en el avance del plan de vacunación, a la poca disponibilidad de camas de terapia intensiva y a la llegada del invierno, habría que sumarle un bajo cumplimiento de las normas sanitarias preventivas”, subrayó.
A simple vista, salta que el uso obligatorio del barbijo y el distanciamiento social no todos las respetan, por más que los gobernantes hayan advertido que extremarán los controles y las sanciones. Tampoco son excepciones las reuniones sociales en lugares cerrados, ni los amontonamientos a cielo abierto, como en veredas estrechas, plazas y ferias callejeras.
En mayor o menor medida, sucede en Argentina, pero también en Brasil, Colombia, México, Italia, Francia, España, algo menos en EEUU, Alemania, donde se repiten entre otoño e invierno las olas de contagios de coronavirus, muchas veces mortales, que las vacunaciones, por muchas, pocas o desiguales que sean, no logran atenuar.
Inclusive desde el Liverpool, Inglaterra, donde los casos se venían multiplicando, circuló por todas partes la escandalosa foto, para estos tiempos, de una discoteca abarrotada de jóvenes que saltaban y bailaban pegados entre sí.
. Individualismo
El común denominador del desapego a las normas es que se impone el individualismo, entendido como la reticencia de los ciudadanos a sacrificar libertades personales y la carencia de rigor laboral en favor del grupo familiar, empresarial y nacional que caracteriza a las civilizaciones que Constantinopla, por mencionar una referencia, cortó por mitades.
La carencia de conducta social condujo a una absoluta dependencia occidental para con los laboratorios farmacéuticos a fin de que hallen en las fórmulas científicas la solución a este flagelo humanitario.
Sobresalen claramente Europa y América en el ránking de naciones con víctimas por millón de habitantes. Y recién aparece el primer país asiático, Indonesia, en el puesto 80. Japón ocupa el 93, China el 146 y el penúltimo es Vietnam (en el 152).
Una interpretación cultural de tal contraste se encuentra en un artículo firmado por Julián Varsavsky, periodista y escritor argentino que vivió en Japón y Corea del Sur, que publicó la newsletter “Gracus Babeuf” en su última edición, bajo el título “El arma oculta del Lejano Oriente contra la covid”.
Distingue la poca resignación de los occidentales por la salud pública, evidenciada en los estragos causados en esas sociedades por el coronavirus, con la adopción masiva del barbijo de la totalidad de los chinos, taiwaneses, surcoreanos, vietnamitas y japoneses al estallar la pandemia.
“Lo usan para autoprotección y al mismo tiempo para no contagiar al otro un resfriado: estornudar en público es muy grosero en Japón”, sostiene.
La divisoria longitudinal de las conductas individuales se popularizó con un término pandémico que hasta la Real Academia Española terminó incorporando hace poco a su tradicional diccionario: covidiotas, entendidas por tales "las personas que se niegan a cumplir las normas sanitarias dictadas para evitar el contagio de la Covid".
En la parte meridional del sol naciente se ven menos cultores de esa especie transgresora, las estadísticas así lo reflejan y Varsavsky presta testimonio presencial: “En gran parte del Lejano Oriente, salir sin barbijo en pandemia es un imperativo moral: avergüenza. Reina una honda predisposición a comportarse tal como la autoridad del círculo cercano lo espera de uno”, explica.
Y compara: “Los primeros días en Corea del Sur hubo que racionar su compra a dos por persona. En Argentina, Brasil, EEUU y otros ese rigor duró apenas semanas”.
¿Será porque aquella parte del planeta se caracteriza por tener mayoría de regímenes autoritarios que imponen rigor e infunden miedo a sus ciudadanos, mientras que de este lado prevalecen las democracias que lo subordinan las acciones a los derechos individuales?
La nota de marras convalida que se tiende a pensar de que en China hay un Estado potente en autoridad que atemoriza a quien no cumpla una disposición sanitaria, pero aclara que los sistemas de gobierno actuales en Corea del Sur, Taiwán y Japón son más blandos y aun así el autocontrol funciona igual o mejor.
Opina el autor que “una China democrática a la manera occidental, quizá hubiese dominado igual a la pandemia en los mismos tres meses que el año pasado”.
Recuerda que hubo confinamientos, breves pero rigurosos, en áreas extensas y el problema se neutralizó. Hoy llegan fotos de Wuhan, donde se originó el coronavirus, en las que se ve que la gente dejó de usar barbijo.
Sin embargo, apela al ejemplo de Japón, Corea del Sur y Taiwán, para destacar que no cerraron casi nada, y hasta en este último país se registraron sólo 10 muertos por Covid.
. Diferentes influencias del pasado
¿Por qué la sociedad funciona en forma tan distinta en Oriente y Occidente?
El japonólogo Matías Chiappe escribió que, al declararse el estado de emergencia por un mes en Tokio, en abril de 2020, él atravesó el cruce de calles en Shibuya, el más transitado del mundo, con 3000 peatones en cinco direcciones.
Iban entre ellos policías que repetían “pedimos muy encarecidamente que regresen a sus casas por el bien de todos”. Y casi todos cumplían la amable petición.
La anécdota la cuenta Varsavsky y argumenta: “En Japón se hizo teletrabajo donde fue posible, suspendieron las clases dos meses y no mucho más, salvo pequeños cambios de horario en tiendas y trenes. No hubo multas y la policía no tuvo siquiera posibilidad legal de interceder. El gobierno llamó al jishuku (autocontrol) y nunca llegó la gran ola”.
Lo cierto es que la pandemia ha ido reacomodando la geopolítica. China está reactivada, EEUU un poco menos pero también, Europa vuelve a confinarse y América Latina colapsa, un mosaico que refleja la magnitud de los poderes en el mundo.
El gran enigma sería: ¿por qué unos pocos pueden? ¿Por qué sería necesario ser obligados a salvarnos?
La clave del éxito en controlar al virus, tanto de China como de sus vecinos, es atribuida por Varsavsky a la raíz confuciana de esas sociedades, cuya eficacia considera evidente: una combinación, entre coerción y consenso con vigilancia digital.
Pone varios ejemplos:
- en China, hay una APP de descarga voluntaria sin la cual no se puede entrar al supermercado o transporte público (la señal verde indica “covid libre”),
- ante 12 casos, en la ciudad de Qingdao, se hizo un testeo veloz a 9 millones de personas,
- en Corea del Sur se controla a partir de la tarjeta de crédito y el teléfono: “antes de ser diagnosticado, el paciente 10422 visitó el supermercado Hanaro en Yangjae el 23 de marzo desde 11:32 p.m. a 12:30 a.m. usando barbijo y llegó en su auto”; el trackeo completo de sus 14 días previos –y el de miles de casos– estaba online, de modo que quienes cruzaron a ese paciente recibieron un mensaje telefónico.
. Ética confuciana
Autor del libro “Japón desde una cápsula”, saca la conclusión de que “la potente efectividad del sentido del deber en la ética confuciana –que sobrevoló al harakiri, los kamikazes y los soldados corporativos del siglo XX– ha jugado a favor en esos países”.
Y que su arraigo es milenario como la aldea arrocera que lo prefiguró con el trabajo comunal; por eso es tan difícil imitarlos.
Gobiernos como el argentino, urgidos de concientizar a las poblaciones ante el avance del virus y las dificultades para poder dar respuestas con sistemas sanitarios que se tornan insuficientes para las escalas pandémicas y vacunas que no alcanzan, no tienen margen de idealizar la lógica confuciana.
Pero como no se trata de que haya culturas superiores, no tienen otro camino que insistir con fuerza de ley en restricciones, aunque lo mejor sería que previamente se asegurasen que sean respetadas para doblegar al virus.
No caben dudas de que sociedades como la china, aunque bajo un régimen comunista, tienen una idea de colectivismo distinta a la occidental, que no se basa en la solidaridad de clase sino en el sentido del deber por cumplir las reglas jerárquicas y mantener la armonía (wa en japonés y datong en chino)”.
Lo explica el artículo de Gracus: “No significa que no existan ambiciones particulares y competencia feroz por el dinero, sino que el peso de la mirada del otro es mucho más fuerte”.
¿Por qué millones de personas en Occidente no logran diferenciar entre políticas de salud y ataque a la libertad?
Mientras en el este de Asia la conducta se rige más por la vergüenza que por la culpa, de modo que casi nadie osaría quitarse el barbijo ni romper las reglas de cuidado colectivo, en Occidente, ya Descartes había descubierto que los sentidos a veces engañan: “Nuestro sistema perceptivo no ve al adversario invisible”, compara.
Baja a la actualidad esa reflexión filosófica clásica: luego de un año, uno se va percibiendo inmune: “si me quité el barbijo diez veces y no pasó nada, podré hacerlo otras más”.
Añade: "El cerebro capta datos: 59.000 muertos, pero el diablillo del sentido común nos grita al oído: “no te ha pasado nada, no pasará nada”.
Es la explicación que le encuentra a que “el sujeto vaya bajando la guardia”.
Se resiste a pensar que “la desidia de un sector vasto de la sociedad –jóvenes pero no solo– dejará de ser la norma ante el tsunami que acecha si no se lo obliga a cuidarse. Lo contrario profundizaría la tragedia”.
Ante la puja que desata en la opinión pública el mensaje del gobierno, que por un lado rebota en mucha gente y por otro encuentra oposición entre los que incitan a la resistencia civil, “el devenir de este pandemónium descansa –en gran parte– en el compromiso personal, que es a la vez social”.
El slogan publicitario que lo sintetiza es “cuidate para cuidarnos”.
El riesgo es que funcione como una incubadora de covidiotas, lo cual remite al consejo que los epidemiólogos le dieron al Presidente cuando se analizaba endurecer el distanciamiento social y la circulación de personas para bajar la curva de contagios: antes de sacar medidas habría que asegurarse de que se cumplan.
Es que ya no hay tiempo de absorber algo de la idea oriental de lo colectivo, ni tampoco margen político para aplicar “correctivos” contundentes que disciplinen a la ciudadanía.
Varsavsky plantea que “curiosamente, al virus se lo derrota en batallas uno a uno, 45 millones de combates diarios con un microenemigo empeñado en perdurar”.
Y que “para erradicarlo luego de la vacuna, Occidente tendrá que vencer primero a su innato egocentrismo, generando su propio horizonte de supervivencia colectiva”, siendo que a la vuelta de la esquina acecha implacable el cambio climático.
La canciller alemana Angela Merkel tomó debida nota cuando se dirigió a todas las fuerzas políticas representadas en el Parlamento exhortándolas a consensuar un modo de concretarlo.