Hoy, más que nunca, tenemos que celebrar estos 40 años de democracia ininterrumpida, porque entre muchas otras cosas, nos ha permitido que aquellos que conducen los destinos del país hayan transcurrido más tiempo de vida en democracia que en dictadura. A algunos esto les parecerá un dato menor, para mí es el motor de la esperanza de un mañana mejor.

Si quien lee estas líneas ronda los 50 o 60 años, transitó sus estudios formativos en la primavera democrática, construyó su personalidad respirando libertad y viendo a los padres de la democracia edificar en un marco de amplitud y consenso, las bases de nuestro sólido presente institucional. Esto lo convirtió en un sujeto plenamente democrático. ¡Eso es maravilloso!

Sintámonos orgullosos. Nos dimos una democracia para siempre, ahora nos resta derrotar resabios violentos que, si bien no atentan contra el orden democrático, logran hacer mella en las posibilidades de prosperidad.

Los problemas de la Argentina ya no son las asonadas antidemocráticas, sino la desigualdad, la violencia, la conflictividad y un núcleo dirigencial que se encuentra imbuido en la lógica amigo-enemigo.

Bajo esta perspectiva, las políticas públicas no llevan al bienestar general porque resultan de interacciones no cooperativas con horizontes de corto plazo con pocas solidaridades continuadas que ayuden a dar confianza y estabilidad.

Todas las características mencionadas están interrelacionadas: una sociedad desigual engendra violencia y constituye las condiciones objetivas de la conflictividad política.

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La desigualdad tiene la característica de generar una sensación de injusticia entre las personas. Cuando las desigualdades generan brechas que son tan profundas como las actuales, desalientan la formación profesional, obstruyen el desarrollo humano y, en consecuencia, inhiben el crecimiento económico.

Esta asimetría viene a romper una tradición argentina que generaba una enorme esperanza en el conjunto de la sociedad: la movilidad social, algo que nos definió durante décadas y que ha permitido que personas de sectores pauperizados pudieran acceder a títulos universitarios y a mejorar sus estándares económicos y culturales.

Las pronunciadas diferencias socioeconómicas por las que venimos transitando afianzan la incertidumbre y la inseguridad, socavan la confianza en las instituciones, aumentan la discordia y las tensiones sociales, desencadenando actos violentos y conflictos.

La violencia es el camino a la eternización del subdesarrollo y solo encuentra sustrato de cultivo en sociedades que han perdido la esperanza en lograr el ascenso social a partir del esfuerzo, el trabajo y la paz social.

Los sucesos acaecidos durante esta última semana fueron un claro ejemplo de las tensiones que se pueden producir por la yuxtaposición de estas características. Asistimos a una agresión desmedida, se produjo una profunda afrenta a las decisiones colectivas de nuestros representantes, fuimos testigos del fracaso del consenso y el diálogo.

Fue el corolario de un modo de relación política en la que no gozamos de una sana confrontación de ideas. Por el contrario, las diferencias políticas suelen expresarse en una toxica polarización social que pervierte la discusión pública y conduce a una enemistad cívica peligrosa para la armonización social.

Es posible vencer la desigualdad y la conflictividad, pero debemos terminar con los disturbios como método de dialogo político. Resulta imperioso modificar nuestras conductas políticas y dirigirnos hacia una dinámica virtuosa de debate público, la democracia es deliberación con formación de consensos.

Esos objetivos requieren de referentes que se propongan ser celosos custodios del interés público en lugar de mezquinos protectores de las ventajas corporativas y los intereses sectoriales.

Son momentos en los que necesitamos representantes con personalidades fuertes y férreas convicciones, que se enfrenten sin titubeos a los oscuros bolsones de autoritarismo que todavía habitan en algunos rezagados de la historia, pero tienen la responsabilidad de comprender que parte de esa fortaleza, deviene de la templanza e internalizar que hay ciclos históricos en los que a todos les asiste la razón porque se han demolido las verdades absolutas.

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Debemos abandonar la idea de que todo dialogo político o social es sinónimo de debilidad. Los acuerdos son el camino para procesar las demandas insatisfechas con efecto duradero; son los puentes que se tejen para construir consensos culturales que permitan vislumbrar una verdad plural y compartida por el mayor número de actores posible.

En la medida que no optemos por ese camino, mientras sigamos regocijándonos con la derrota ajena, o continuemos con un bajo nivel de debate, entonces, la escalada de la conflictividad y el odio continuará trepando a estadíos que nadie podrá controlar.

La paz del progreso tiene como basamento una comprensión muy profundamente benévola acerca de la otredad, la cual se traduce en la idea cabal de que el desafío no consiste en arrasar las ideas de mi adversario político, no radica en intentar cambiarlo y mucho menos destruirlo. Muy por el contrario, el desafío reside en respetar sus ideas y buscar el consenso, esa es la condición necesaria para poder construir juntos un futuro compartido, con políticas de largo plazo que nos saquen del atraso.

Somos un pueblo pujante y culto, que ha luchado por su democracia con tesón y arrojo, somos merecedores de un futuro próspero y estoy persuadido que así ocurrirá, solo debemos vencer nuestros resabios violentos y deconstruir los dispositivos autoritarios que todos, en mayor o menor medida, hemos incorporado por nuestra historia de antinomias.

Allí nos espera el país en el que nos merecemos vivir, por el que trabajamos todos los días, aquel que se constituye con orden, progreso e igualdad.

(*) Politólogo, Asesor parlamentario