Algo de todos nosotros se esta perdiendo en el tiempo, esa necesidad imperiosa de cuidar a nuestros niños sigue presente en el imaginario colectivo, pero no logramos hacerlo.

En los últimos 40 años de democracia ininterrumpida logramos un gran triunfo: la ampliación de derechos y presupuestos en políticas para la infancia y la adolescencia, pero el resultado es vacuo. Sin importar el esfuerzo que hacemos como Estado y como sociedad los números son crueles al soltarnos a la cara la realidad: nuestros niños son pobres y su educación se deteriora.

Nos diría Jorge Drexler con su música hermosa: el velo semitransparente del desasosiego / Un día se vino a instalar entre el mundo y mis ojos / Yo estaba empeñado en no ver lo que vi, pero a veces, la vida es más compleja de lo que parece.

Una realidad demoledora nos hace ver la necesidad de acciones urgentes sobre la insuficiencia de los ingresos de los hogares y su impacto en la seguridad alimentaria.

La pobreza infantil castiga duramente a los chicos de entre 0 y 17 años: los niveles de pobreza son superiores al 60% y más aterrador resulta ver, que más de cuatro millones de nuestras niñas, niños y adolescentes, debió dejar de comer al menos una de las cuatro comidas principales.

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La calidad de la alimentación es otro de los ejes que evidencian un deterioro: no solo se consume menos, sino que se lo hace con alimentos menos nutritivos. Esto deviene en secuelas irreversibles en el crecimiento, desarrollo corporal y cognitivo, con consecuencias para el presente y futuro, ya que condena al niño pobre a ser un adulto pobre, como lo fueron sus padres, una cadena interminable que da cuenta de la tragedia moral en la que vivimos.

Frente al fracaso económico, la educación pública se erige como el pilar fundamental para contener una realidad desbordante.

Tenemos una alta retención de las infancias en todos los niveles, desde los 5 años están en edad escolar obligatoria y la mayoría concurren a escuelas públicas.

Sin embargo, el sistema no está dándoles las condiciones para finalizarlo con los saberes necesarios. Ahí es, donde debemos mejorar, ya que un porcentaje cercano al 40% de los chicos salen de la escuela sin saber leer y escribir. Por otro lado, egresan sin haber logrado una socialización acorde para desarrollar su vida en contextos formalmente organizados.

Hace pocos días más de 30 referentes educativos, entre los que podemos encontrar ex ministros de Educación de todos los partidos políticos, alertaron a todos los candidatos de que casi la mitad (46%) de los alumnos de tercer grado de primaria se ubican en el nivel más bajo de lectura en la prueba regional ERCE. La cifra asciende al 61 % entre los estudiantes del tercil de menor nivel socioeconómico. En 1997, en esas mismas pruebas Argentina tenía el segundo mejor rendimiento de América Latina, hoy el país se encuentra en el décimo lugar en la región.

Estas cifras dan cuenta de un deterioro paulatino que debemos detener. Para esto, hay que repensar la formación desde la dificultad que implican altos niveles de pobreza, con una característica novedosa: una cultura de la marginalidad construida con sujetos desinstitucionalizados.

Asistimos a un cúmulo de generaciones que han transitado su vida sin un trabajo, sin horarios, ni anclaje en actividades que les permitan organizar una rutina diaria y que les transmiten esa costumbre diariamente a sus niñas y niños.

Bajo una crianza en entornos culturalmente marginales, se torna vital que el nivel inicial no cumpla solo la función de cuidado, es en este nivel donde se deben construir las condiciones básicas para la escolarización, sobre todo en términos de hábitos.

Es decir, para aquellos chicos cuyos padres no han tenido acceso, ni a un trabajo, ni a una educación, asistir al nivel inicial hace realmente una diferencia solo si, resulta funcional en la generación de hábitos educativos que los preparen para el aprendizaje posterior.

Estoy persuadido de que ha llegado el momento de pensar una política alimentaria y educativa desde lo territorial, construyendo una red de contención a las infancias que articule las acciones y los recursos de la Nación, las provincias y los municipios con las escuelas y las asociaciones de la sociedad civil.

Debemos abandonar la fantasía de una política universal sin distinción de clase y ciega a las diferencias que traen aparejadas los lugares de origen, para poder reconvertir las ayudas a las infancias hacia políticas públicas más dinámicas, que permitan revisar permanentemente el trabajo social y pedagógico y ajustarlo a los diferentes ritmos de los alumnos, para que todos los chicos reciban lo que necesitan.

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Una propuesta así requiere mutar las características de los ministerios, que deberían abandonar el perfil burocrático en favor de centros dinámicos e inteligentes que perciban mejor el tiempo de cada uno de los sujetos a proteger y construyan alternativas para hacer avanzar al ritmo del mundo que vivimos.

Antes de terminar me gustaría señalar que esto no significa disminuir las ayudas económicas a los que menos tienen. Muy por el contrario, resulta crucial continuar fortaleciendo las políticas de protección social para asegurar la alimentación; pero eso sí, hay que garantizar que las políticas sean universales para evitar intermediaciones, e implementar nuevos mecanismos de actualización que permitan hacer frente a la aceleración inflacionaria.

Esta no es una batalla que pueda ganar el Estado sin una planificación estratégica interdisciplinaria. Necesitamos que los gobiernos, el sector privado y la sociedad civil den prioridad a la nutrición infantil, su educación y protección social. Nos estamos jugando el futuro de la Nación, empecemos a sembrar esperanza.

(*) Politólogo, Asesor parlamentario