A principios de enero de 1871 la vocación de progreso de la Ciudad de Buenos Aires había deslumbrado al viejo continente, el avance se reflejaba en millas de ferrocarriles, red de tranvías, agua corriente y telégrafos, el movimiento postal y la navegación. 

Sin embargo, la epidemia de fiebre amarilla amenazaba a los habitantes produciendo éxodo masivo al interior del país, reduciendo la población y la actividad económica de Buenos Aires a una tercera parte.

Entre las causas de su furiosa propagación figuran dificultades que hoy, un siglo y medio más tarde, conservan vigencia: provisión insuficiente de agua potable, contaminación de napas con desechos humanos, clima cálido y húmedo (llegó en pleno verano), el hacinamiento en que vivían los migrantes de Europa y, a unos pocos kilómetros, un riachuelo contaminado.

A fines de 2019 una nueva pandemia cubrió el planeta. Con la llegada del Covid-19, Argentina declaró una estricta cuarentena, mientras se avanzaba hacia una posible vacuna. En los primeros seis meses el hábitat ocupó el centro de la escena pública. Y, mientras los hogares se transformaron en salones de usos múltiples, el hábitat popular -las villas y asentamientos de todo el país- demostraron sus falencias, la falta de acceso a los servicios básicos y la incapacidad de cumplir el #QuedateEnCasa.

La posibilidad de contener esta amenaza sin acceso a servicios básicos resulta insostenible en la vida urbana: acarrear agua desde un punto de aprovisionamiento a un hogar de seis o más personas, en verano no sólo puede demandar horas, sino también multiplicar contagios. Las condiciones domésticas al interior de barrios marginales son tan precarias que las calles y pasajes -además de vías de comunicación- se convierten en plazas lineales, lugares de encuentro, de juego y comercio.

Sólo en la Ciudad de Buenos Aires residen cerca de 3 millones de personas, en una superficie de 200 km2. Las villas y asentamientos ocupan alrededor de 3 km2, con unos 280 mil residentes: el 9,3% de los habitantes reside en el 1,5% de la superficie. Estos valores no serían tan dramáticos si ese tejido informal de nuestras ciudades contara con una infraestructura capaz de atender las necesidades básicas de su población.

La parálisis económica que produjo el Covid rompió la cadena de pagos de sutiles microeconomías sostenidas por la confianza, afectó estructuralmente al empleo informal y el comercio de feriantes, y dejó sin ingresos a miles de familias inquilinas de villas y asentamientos, donde los índices de inquilinización superan, habitualmente, a los de la ciudad formal. Es fácil trazar una parábola entre esta sucesión de hechos y las tomas de tierra. 

En su origen, todos los barrios populares del país (4.416 contabilizó el RENABAP en 2018) fueron tomas de tierras. Se producen a razón de 15 o 20 por año. No así en CABA, en donde ya no se toman nuevas tierras.

Un libro recién editado por la Fundación Tejido Urbano, "100 reflexiones en tiempos de pandemia", refleja, desde distintas perspectivas, la crisis y adaptación que debimos afrontar a raíz de este flagelo mundial. Allí, la palabra "flexibilidad" adquirió la suma de los significados que hoy debemos internalizar. 

Hace 150 años la pandemia impulsó la creación de la Comisión Popular de Salubridad Pública, para una ciudad que ocupaba la quinta parte de su superficie actual. Aquella meritoria comisión puso en marcha grandes obras para el desarrollo local, como el Cementerio de la Chacarita y un tendido de ferrocarril que unía el Centro con el nuevo Camposanto. Dio lugar a una verdadera revolución higienista, una tendencia universal que aceleraría el proceso de urbanización de la humanidad.

Nos preguntamos ahora cuál será nuestro legado para las generaciones futuras.

(*) Pablo Roviralta es arquitecto (UBA). Ex presidente del Instituto de Vivienda de la Ciudad de Buenos Aires. Ex director provincial de integración barrial de la provincia de Buenos Aires. Presidente de la Fundación Tejido Urbano.