A estas alturas, pocas dudas caben respecto de las múltiples dimensiones en que la pandemia de COVID-19 ha afectado nuestras vidas.

Las políticas públicas de salud y la temática del cuidado pasaron a un primer plano, mientras se discutían las condiciones económicas, sociales y sanitarias en que el país enfrentaba esta pandemia.

Los trabajadores de la salud, actuando en lo que se denominó la “primera línea de batalla”, vieron modificadas no solo sus rutinas laborales, sino su vida cotidiana, como lo demuestra una investigación nacional que se enfoca en estudiar la experiencia profesional y vital de enfermeras y enfermeros en tiempos de pandemia, en la que participan investigadoras del Centro de Investigaciones Sociales (CONICET/IDES).

Estela tiene 58 años, trabaja como enfermera auxiliar en una clínica privada del conurbano bonaerense. Antes de la llegada del COVID-19 iba a trabajar en colectivo, con su uniforme puesto. Ante las restricciones y por el temor a ser identificada como personal de salud en momentos en que eso podía derivar en un “escrache” por parte de otros usuarios del transporte público, comenzó a caminar.

Eso supone más tiempo invertido en el traslado, aunque disfruta de la caminata. Durante asilamiento estricto del invierno de 2020 caminaba por la calle bien temprano, para comenzar su jornada laboral a las 8:00. Un día la asaltaron. Desde entonces tuvo episodios de pánico y está medicada.

Su trabajo en el área de maternidad la expuso a bebés COVID-19 positivo, a madres en terapia intensiva apenas terminado el parto por complicaciones en el cuadro. Llega a su casa agotada, nos dice, “Soy un ente”. Extraña la comida en familia: “No es lo mismo que se prepare una salsa o los ñoquis para seis personas que para mí sola”, indica.

El uso del equipo de protección personal que impuso el COVID-19 en la práctica cotidiana del mundo de la salud tiene sus trucos.

Estar “vestidos de astronautas” como lo llama, supone un trabajo coordinado para cuidarse, no contaminar sus equipos al vestirse o desvestirse.

Es tanto el trabajo que implica que Estela nos cuenta que una vez que se ponen el equipo de protección suele usarlo por horas. No toma ni siquiera agua durante su jornada laboral para no contaminar.

Cuando llega a su casa, su cuerpo exige todo el líquido que no consumió durante horas. Luego no puede dormir: “Me tengo que levantar dos o tres veces a hacer pis. Claro si todas estas ocho horas tomo líquido, obvio todo el sistema te cambió”, asegura.

Después de más de un año de trabajo en pandemia, “poniendo la cara” Estela se siente "fusilada". "La espalda la tenés como si fuera una madera”, indica.

Siente que vivió “para trabajar y venir a casa”. Las vacaciones, que se fueron acumulando y suman nueve semanas a su favor, son una luz al final del túnel. “Tengo la esperanza de ir bien lejos”, dice. Mientras tanto, todos los días vuelve a comenzar.

(* - Jimena Caravaca y Claudia Daniel son investigadoras de CIS, IDES/CONICET).