Regresamos de un entierro sin cementerio, y pasado el duelo, los primeros 2 días en que los familiares acompañan a los deudos para que no sientan el dolor del que se fue, se dan cuenta en la frialdad del análisis que no se fue nadie, que el único derrotado es un pueblo que pretendía cambiar para ser feliz. Pero nada cambió: todo sigue igual.

La eterna condena de los Argentinos de llegar siempre tarde donde nunca pasa nada. La tristeza que deja la expectativa abortada al encontrarse con lo mismo, el darse cuenta que ese sol que anuncia la mañana es el mismo nubarrón que nos persigue a los Argentinos desde no sé cuánto tiempo hace el mismo presidente, primero con bigotes, después con patillas, después petiso, después pelado, después narigón, después mujer, después de ojos celestes, después mujer, prometiendo lo mismo, LA FELICIDAD DEL PUEBLO; y el pueblo tendiendo la mano arrugada ya jubilada de la limosna entregada por la vida que le regaló al país.

Sube la inflación, sube el hambre, sube el dólar, pero bajan las expectativas. Las chimeneas no echan humo, pero sí los neumáticos quemados y la casa humilde se transforma en rancho y la casa rica la compra el político, el mismo que manda a golpear los ranchos por un electrodoméstico. En frente, la oposición que nos defiende inerme y sin aceite hirviendo, entregándonos y convenciéndonos que es mejor dialogar y callarse la boca sin ponerse de acuerdo.

Y paso la elección. La bala de plata, la llave de la celda de nuestras ilusiones y otra vez los bombos en la plaza, y otra vez ladrones sin condena, y otra vez discursos sin fundamento, y cada vez más, los hijos en Ezeiza.