Hace años cursé el doctorado con el inolvidable Marco Aurelio Risolía y leí su tesis escrita en los ´40: "Soberanía y Crisis del Contrato en nuestra legislación civil". Risolía -ex ministro de la Corte Suprema- predecía que las progresivas intromisiones del Estado en las actividades privadas cercenarían nuestra libertad, aunque ésas no fuesen las intenciones de los buenos legisladores, administradores y jueces.

Ya sabemos que "de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno". Mi inexperiencia de entonces me hizo creer que Risolía exageraba, pero desgraciadamente con los años entendí que tuvo razón.

Los sucesivos gobiernos desde 1945, salvo rarísimas excepciones, han competido entre sí en crear impuestos, ampliar actividades estatales y reglamentar cada vez más aspectos de nuestra vida, sometiéndolos a permisos previos.

Imperceptiblemente, nos acostumbramos a ser personas sin libertad y siquiera capacidad de prever nada, porque como vivimos en una permanente emergencia administrada varias veces por autócratas más cerca del delirio que de la racionalidad.

Cualquier persona que haya hecho algo en la vida sabe que toda iniciativa de crecimiento y desarrollo necesita libertad: nada puede hacerse en tiempos y con costos razonables si depende de permisos oficiales, muchas veces lentos, discrecionales y a veces pensados para justificar enormes aparatos estatales o peor: coimear.

Como dice Luciano Román, dependemos de la excepción, el favor y la discrecionalidad del poder de turno; es el éxtasis del "modelo del prohibicionismo" que describe Elizondo. Es interesante y triste descubrir que la mayoría de la gente cree que sólo puede hacer lo que está permitido, cuando la Constitución dice exactamente lo inverso.

En cualquier diálogo con personas incluso con formación universitaria, predomina la creencia de que cualquier cosa necesita un permiso municipal, provincial, nacional, policial, aduanero, fiscal o de cualquier índole que se nos ocurra.

La regla es el "no se puede" salvo que el rey autorice a cazar en las tierras feudales, que en eso convertimos a nuestro inmenso país. En propiedad -de hecho- no del Estado sino de quienes lo gobiernan y sus adláteres.

La Constitución en sus artículos 14 a 20 dice exactamente lo contrario: la regla es la libertad. Pero hoy en día, aceptémoslo, es ingenuo invocar a la pobre Constitución, que tantos legisladores, administradores y jueces no quieren, no saben o no pueden aplicar y siquiera recuerdan que existen los artículos 248 y 249 del Código Penal. Hace años que a la insufrible burocracia y a impuestos delirantes, se sumaban la imposibilidad de elegir cómo y dónde jubilarnos, trabajar o dar trabajo con libertad, operar privadamente con divisas, comerciar con el exterior sin trabas fiscales ni administrativas, tener seguridad física y jurídica, ir a la cancha, alquilar por el tiempo, monto y modalidades que se nos ocurran, pagar precios normales por autos e informática... Estamos aplastados por prohibiciones y obstáculos.

A ese panorama desolador se sumó la hecatombe de la pandemia que, como nos encontró bajo el gobierno "K", ha convertido a la Argentina en uno de los países del planeta donde peor está impactando el coronavirus.

Como era obvio, el gobierno de Cristina Kirchner –la "jefa del jefe del Estado"- llegó al paroxismo prohibicionista justificándose, como todos los populismos autocráticos, en la soberanía y la salud pública. De palabra, sólo de palabra, claro.

Nuestra realidad es inocultable: impedimentos para circular, entrar y salir del país, trabajar, ir a escuelas y universidades, optar por obras sociales, exportar productos emblemáticos, invertir y repatriar utilidades, tener low-cost y aeropuertos alternativos y tantas otras cosas que sólo enumerar llevaría páginas. Y si describimos sus efectos nefastos, un libro.

El que sin duda es el peor gobierno constitucional de la historia ya tiene 100.000 muertos, nos condenó a vacunas pagadas y no recibidas -o que stockea para las elecciones- y a muchos nos dejó sin segundas dosis. Muchos creen que se trata de inutilidad. Admito que la hay y mucha. Pero creo que esencialmente es un "plan", basado en la creación y promoción de la pobreza.

No por la pobreza en sí, sino por lo que provoca: es un arma que causa miedo, inseguridad, desaliento, dependencia, ignorancia y credulidad. Por citar sólo a dos ideólogos: Maquiavelo lo explicó y Gramsci dejó sus instrucciones claras.

Un país pobre depende del amo gobernante, tiene miedo, sólo piensa en cómo llegar al fin del día, semana o mes y no reacciona contra el poderoso para no perder el plan, permiso o licencia que le permiten subsistir. Esto se aplica desde a un panero, a una megaempresa.

País empobrecido y, para peor, embrutecido: de la máxima de "educar al soberano" mutamos a su antítesis, porque los ciudadanos educados e instruidos, no son dóciles. El país que gestó a un Sarmiento, 156 años después gestó a un Baradel...

Parte de la oposición cree posible dialogar con el kirchnerismo, que la ignora olímpicamente. Obvio que todo diálogo es bueno, pero requiere de al menos dos partes y, sobre todo, deben compartirse algunos valores elementales, como el republicanismo.

Quienes nos gobiernan demuestran en cada uno de sus actos que no creen ni quieren tener una república en democracia, y en pleno siglo XXI cuestionan al capitalismo cuando hasta China y Rusia lo han adoptado.

Con los "K" sólo se puede desenmascararlos ante quienes los votan de buena fe -la inmensa mayoría de sus seguidores- para ganarles las elecciones y aplicarles la Constitución y las leyes con todo su peso y sin remilgos ingenuos.

Si pierde en 2021, el Gobierno se volverá cada vez más feroz. Si también pierde en 2023, como dejará al país pulverizado, quien gane deberá hacer tantas cosas que será imposible que lo reelijan: deberá elegir entre la reelección o el bronce. A nosotros nos toca defender sin miedo nuestra libertad. Todo depende, como siempre ha sido y debe ser, de nosotros mismos.