El sistema político argentino está perdido en su propia trampa. Aceleración de las internas políticas al interior y entre las coaliciones dominantes, un Congreso paralizado, una Justicia bajo el escrutinio público y una clase dirigente con una agenda casi totalmente disociada de las demandas de la ciudadanía, dan como resultado una sociedad frustrada y un poder político impotente para hacer frente a los principales problemas del país. El sistema parece encaminarse a una instancia de saturación cuyo desenlace, traumático o exitoso, dependerá en gran medida de la nueva relación de fuerzas que surja de las próximas elecciones.

La ausencia de una renovación de liderazgos es un rasgo determinante en este proceso de estancamiento. Cristina Kirchner y Mauricio Macri vienen dominando la política argentina desde hace más de diez años, siendo los agentes principales de la polarización que reordenó al sistema en dos grandes bloques que, en la elección de 2019, lograron capitalizar a casi el 90% del electorado nacional. En la actualidad, sin embargo, esos liderazgos atraviesan un ciclo de decadencia: ambos poseen imágenes negativas que superan los 50 puntos y un techo electoral que les impediría, en principio, superar una instancia de ballottage. ¿Cómo se explica entonces la vigencia de sus liderazgos?

En el caso de Cristina Kirchner, la magnitud de su capital electoral en distritos claves del país funciona como elemento ordenador del peronismo. En efecto, la vicepresidenta es la líder política con mayor intención de voto en el Frente de Todos a nivel nacional, y la más apoyada entre todos los posibles candidatos en el conurbano bonaerense y algunas provincias del interior del país. El axioma que repitió Alberto Fernández en 2019: “sin Cristina no se puede, con Cristina sola no alcanza”, sigue siendo realidad y ella se ha encargado de que así sea. Con su decisión de renunciar a cualquier candidatura, además, condicionó a todo el espectro peronista en sus intentos por emprender una estrategia electoral por fuera de su esfera de influencia. Es difícil pensar que un candidato sin su bendición tenga alguna chance real de competir este año.

LEÉ: Contracara: el duelo que divide a la Argentina

La situación de Mauricio Macri debe interpretarse desde un sentido más simbólico. La profundización de la crisis económica y la radicalización en la que ha incurrido el gobierno en los últimos tiempos, especialmente en su ofensiva contra la Justicia y Juntos por el Cambio, ha tenido como contrapartida el endurecimiento del discurso opositor. En ese medio, Macri se mueve como pez en el agua. A fin de cuentas, para los ojos de muchos argentinos, el ex presidente representa no solo a la persona que puso fin a los doce años de kirchnerismo, sino también al factor de unidad de la coalición que fundó. Lejos en el tiempo ha quedado su silueta perdida en las sombras durante los festejos de victoria en la elección intermedia de 2021. Hoy se pasea por las ciudades balnearias y cada foto que se toma con algún posible candidato, cada gesto o mueca que realiza en público, es decodificada como un mensaje a favor de tal o cual sector de la coalición.

De cara a la carrera presidencial, ambos parecen compartir la misma certeza y el mismo objetivo: saben que para mantener su poder e influencia no pueden arriesgarse a ser candidatos y perder, con lo cual deben posicionarse como los grandes electores de sus respectivos espacios. La posibilidad de que sus liderazgos se mantengan o se diluyan, a la larga, dependerá del nuevo equilibrio de poder que se constituya a partir del próximo 10 de diciembre.

 No obstante, solo un consenso sobre la forma de dar solución a los problemas más urgentes del país permitirá la renovación generacional que logre superar la trampa de la que el sistema político argentino parece, al día de hoy, no tener escapatoria.

(*) Bautista Gutiérrez Guerra, Lic. Ciencias Políticas UCA. Analista Senior Poliarquía Consultores.