Un equipo de seis periodistas de Noticias Argentinas cubríamos en España la Copa del Mundo de fútbol cuando la agencia fue clausurada por el Gobierno de facto por difundir información que, según el criterio de los militares, perjudicaba los intereses de la Argentina en la Guerra de las Malvinas, que estaba en pleno desarrollo.

La medida no alteró el trabajo de los enviados y si bien en la Argentina obligó a las autoridades periodísticas a adoptar medidas precarias sustitutivas de la transmisión por radioteletipo, el servicio a los clientes no fue interrumpido. La agencia hizo un enorme esfuerzo económico para realizar aquella cobertura.

Mi tarea consistió en realizar la edición general del torneo con la colaboración del redactor Daniel Merolla desde la base establecida en el Centro de Prensa frente al Estadio Santiago Bernabeu, en Madrid.

Nuestras posiciones de trabajo estaban en la sala de Redacción arrendada por la United Press International (UPI), en el segundo subsuelo del edificio. También estaba con nosotros el editor de fotografía, Horacio Mucci.

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El jefe de Deportes, Eugenio Paillet, y el redactor Mario Estrin así como el reportero gráfico Eduardo Longoni fueron destacados en Alicante y Barcelona, donde el seleccionado nacional, que llegó a España con el título de campeón ganado cuatro años antes en la Argentina, tuvo un pobre desempeño.

El Mundial se desarrolló entre el 13 de junio y el 11 de julio de 1982. Esto es, la capitulación argentina se produjo un día después del partido inaugural, en el que la Selección perdió 2 a 1 con Bélgica, seguramente jugando sus integrantes bajo un severo impacto emocional como el que sufrimos todos los periodistas argentinos destacados en España, aún cuando ya la superioridad británica auguraba desde bastante tiempo antes que el final con derrota era inevitable.

La mayoría de los periodistas de la UPI destacados en la Sala eran ingleses. Había también algún holandés, españoles, franceses y alemanes y un solo norteamericano, el veterano y prestigioso director de fotografía de la agencia, Bob Schnitzlein, quien me dispensó un trato afectuoso y generoso profesionalmente. En cambio no vi cronistas norteamericanos; es que por entonces el fútbol no era un deporte demasiado popular en los Estados Unidos y no había periodistas especializados en ese país.

Del prestigio de Schnitzlein dio cuenta la visita que le realizó al Centro de Prensa un mundialmente reconocido aficionado al fútbol, nada menos que el ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. Se habían conocido en 1971, cuando Kissinger viajó a Pekín en misión preparatoria de la visita que un año después realizaría el presidente Richard Nixon para sus históricos encuentros con el líder chino Mao Tse Tung y el entonces primer ministro Chou En-Lai.

En plena guerra los periodistas ingleses fueron conmigo cordiales, amables y hasta amistosos. En ningún momento sufrí algún gesto hostil, mucho menos una burla; nunca se me acercó alguno con ínfulas triunfales o desafiante. Siempre fui tratado con respeto. Hasta tuvieron la amabilidad de invitarme a un festejo de cumpleaños en la misma sala.

Cuando el 4 de junio el Gobierno de facto dispuso por decreto la clausurar de tres medios argentinos, entre ellos Noticias Argentinas, el personal de la UPI ofreció los recursos técnicos que fueran necesario para que continuáramos nuestro trabajo, pero pudimos seguir sin inconvenientes con nuestro propio esquema.

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Yo intuía que la clausura podía ocurrir. Es que pocos días antes, el domingo 9 de mayo, recibimos una llamada del Estado Mayor Conjunto (EMC) en NA convocando al máximo responsable de la agencia a una reunión inmediata. El director era el periodista experto en temas militares, de Defensa e Inteligencia, Raúl García. Su segundo era Luis "Chango" Torres, un periodista mendocino, como Raúl, también especializado en información castrense.

En la tercera línea estábamos Federico Vergara, eximio periodista jujeño, y yo, a punto de cumplir 30 años una semana más tarde, ambos con el rango de secretarios de Redacción. En aquellas horas Raúl, el Chango y el Negro Vergara se habían tomado un breve descanso. "Andá vos, a ver qué quieren", me dijo, por teléfono, el director.

Melenudo, con barba de un par de días, mal entrazado y seguramente con cara de cansado, me presenté en el EMC ante un coronel que me recibió en ropa de fajina y después de revisarme de arriba abajo con la mirada, me preguntó, despectivamente: "¿Usted es el máximo responsable de la agencia?". Solo atiné a responderle con un ademán, abriendo los brazos y arqueando las cejas, como diciéndole, "Y... ¡Es lo que hay!".

Sin ninguna cortesía, observándome como alguien que por su desaliño representaba todo lo que él culturalmente rechazaba, me invitó a pasar a su despacho. Entonces pensé que aunque estábamos en guerra contra una potencia y el hombre parado frente a mi era un miembro profesional de las fuerzas argentinas en combate, a esa hora mi vida corría más peligro que la de aquel verdadero cagatintas de escritorio.

Ya en la oficina, donde tenía un televisor encendido, con ese duro tono de mando que emplean los militares cuando pretenden denotar autoridad, el coronel me preguntó si quería ver el accidente de Villeneuve. El día anterior, en las pruebas de clasificación del Gran Premio de Fórmula 1 de Bélgica, había muerto el joven piloto canadiense Gilles Villeneuve. "No, gracias, señor", le contesté con cuidado y continué: "Quisiera que me comunicara el motivo de la convocatoria porque tengo que retomar el servicio en la agencia".

El coronel empezó entonces a revolver los cajones de su escritorio como buscando algo, aunque sin mirar en su interior. Su atención estaba puesta en las imágenes del accidente. De pronto detuvo la búsqueda y me dijo directamente y con desdén: "Mire, ahora no encuentro nada, pero la convocatoria es para advertirlos que si ustedes vuelven a violar la prohibición de difundir información que perjudica los intereses del país en el conflicto, los vamos a clausurar y a tomar las medidas correspondientes". Creo que en aquel momento al tipo le importaban un bledo la guerra, la información y todo lo que no fuera su entretenimiento con la televisión. Al fin, era domingo.

El llamado y la prevención que me hizo habrán sido para cumplir con el Acta del 30 de abril mediante la cual las autoridades dispusieron que todas la informaciones relacionadas con las operaciones militares y la seguridad nacional, quedaban sujetas al "control del Estado Mayor" y que "toda transgresión" sería "sancionada con la clausura del medio y con el arresto del director o editor responsable por tiempo indeterminado".

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No hay mucho para decir de los ecos en la sala de la UPI por la rendición argentina. No hubo festejos entre los ingleses. El Mundial ya estaba en marcha y en ese ámbito acaparaba todo el interés.

Recuerdo que algún colega me abrazó y que no pude evitar derramar unas lágrimas en silencio por los cientos de compatriotas, inocentes, valientes, que murieron en un acto de generosa entrega, cuando lo que más querían era vivir... Todos respetaron aquellas lágrimas.

Días después, el 1° de julio, llegué a mi escritorio y en la pizarra que lo presidía alguien colocó una foto grande con el rostro de Reynaldo Bignone. "Your new President", decía el epígrafe que me dedicaban. Al fin, aunque no me gustara, era la verdad.

Al día siguiente, el 2 de julio, al caer ante Brasil por 3 a 1 después de una derrota por 2 a 1 ante Italia, la Selección argentina, bajo un manto de tristeza, quedó eliminada de la Copa del Mundo en segunda fase. El regreso a la Argentina, fue sin gloria. Con mucha pena.