Enojada, descreída, vulnerable y maltratada, la sociedad enfrenta un nuevo proceso electoral. Un momento histórico donde a una crisis social (¿podemos vivir juntos y realizarnos?) se le superpone una crisis económica y política (¿se puede crecer y distribuir y se puede creer y admitir ser representado?) y una crisis sanitaria (¿hicimos las cosas bien y el virus demostró lo mejor y lo peor de nosotros?).

Mirando nuestro presente podemos afirmar que esas crisis se expresan en el fracaso del capitalismo y el de la democracia.

La economía argentina tiene el mismo PBI per cápita que en 1974. En 1974 éramos 24 millones de argentinos; 47 años después con 20 millones más de habitantes, tenemos 20 millones de pobres.

En 2000 desde el Frente Nacional contra la Pobreza denunciábamos que "la mayoría de los chicos son pobres y la mayoría de los pobres son chicos". Hoy casi dos de cada tres niños son pobres. Tenemos la tasa de inversión reproductiva más baja de la región y la tenencia de riqueza en el exterior entre las más altas del mundo.

Unas élites e instituciones económicas que no crean empleo, no difunden progreso tecnológico, no integran cadenas de valor y además pagan impuestos al patrimonio y ganancias muy bajos y reciben subsidios estatales muy altos pueden revolear culpas, pero la polvareda no esconde el fracaso.

La democracia en 1983 pudo cortar la impunidad, restablecer la soberanía y marcar el rumbo del cambio sin violencia. Logros impresionantes. Pero también traía bajo el brazo la consigna de que “con la democracia, se cura y se educa” y hoy esa promesa (minimalista por cierto) le queda grande a las elites políticas cuya mejor práctica es garantizarse la permanencia, contener a una sociedad crispada y ofrecer excusas sofisticadas o espectáculos bochornosos para que no se note que la democracia se aleja de la vida cotidiana y allí gobierna el desprecio.

De forma concurrente, las elites políticas pueden aumentar la gritería, sobreactuar indignaciones de ocasión, hacer abuso de la doble moral, pueden hasta incendiar la casa para ocultar sus propios destrozos, pero por más humo y ruido que hagan el fracaso persiste.

Certificados de impunidad

Las élites económicas y políticas quieren en cada turno electoral (y particularmente en este) conseguir certificados de impunidad. Las elecciones, los tribunales y los subsidios son las formas en que esos verdaderos pactos de impunidad se materializan.

La historia se repite. Pero cada repetición se hace más decadente y perversa.

Sucede que es el mismo juego, con los mismos actores, con las mismas complicidades, con las mismas ventajas y los mismos privilegios lo que nos pone en riesgo. El nombre del juego de las elites es peligro.

Peligro para preservar intereses propios, de hacerle pagar a la sociedad con menos derechos y más sufrimiento y a la naturaleza con más saqueo y depredación el costo de sus fracasos.

Nadie puede suponer que en una elección parlamentaria, en medio de tantos miedos y zozobras, se produzca un cambio sustantivo que obligue a esas élites a resignar parte de su poder para el bienestar común. Pero existe la oportunidad de apretar el freno de emergencia y decir fuerte: "Así no".

Se trata de cortar esa cadena que eslabona decadencia, fracaso, impunidad, repetición y resignación. Desde nuestra perspectiva hay que hacerse lugar en los espacios institucionales, oxigenar su ambiente viciado e interrumpir la indecencia de los poderosos en todos los ámbitos.

Intentar crear una nueva prosperidad igualitaria, no despilfarradora, austera, verde. Constituir una democracia de derechos que sean capacidades y no papel mojado de declaraciones y eso implica presupuestos y control, empujar que se sancione la Emergencia Ni Una Menos, promoción del empleo y las viviendas populares, educación extendida y permanente, sistema integrado de salud.

Esos son los ejes de los cuatro compromisos públicos que firmamos. Para que nos crean, pero para que nos controlen. Los domingos de elecciones son domingos de decisiones.

Para las elites posibles cambios de puestos, nuevas agendas, más contactos, nuevas oportunidades de perpetuación. El domingo termina todo. Es una democracia dominguera.

Para los ciudadanos de intemperie los resultados del domingo pueden no cambiarle el lunes a viernes. Se trata de poner imaginación, compromiso y energía para que la democracia y sus efectos se noten toda la semana y no cada dos años.

Ya sabemos que la polarización política y las desigualdades son la herramientas para impedir la discusión, avanzar en acuerdos y darle poder a la democracia no a sus dirigentes. Se trata de eso, de darle un principio a la esperanza.

(* Martín Hourest es precandidato a diputado nacional en la Ciudad de Buenos Aires por Libres del Sur y ex legislador porteño).