Por Guillermo Bardón (*)

Las escuelas cerradas son, a esta altura del año, la fotografía de un fracaso político. Pero eso no sería nada si detrás de ese fracaso no hubiera una verdadera tragedia para millones de chicos y chicas bonaerenses que pagarán un enorme costo en el futuro.

La virtualidad -hay que decirlo- servía como parche temporal. Era una manera de atenuar la suspensión de clases presenciales durante un lapso de emergencia. Pero de ningún modo podía reemplazar el funcionamiento "real" de las escuelas.

El propio Gobierno bonaerense reconoce que en la provincia de Buenos Aires hay más de dos millones de alumnos (el 42% de la matrícula global) que no tienen computadora ni acceso a WiFi para seguir las clases a través de alguna de las plataformas online.

De ese universo, al menos 300 mil chicos perdieron todo contacto con sus docentes desde el inicio de la cuarentena.

Quedaron, en definitiva, fuera del sistema. El costo ha sido enorme entre los niños y niñas que comenzaban primer grado, y mayor aún para aquellos adolescentes que venían rezagados con determinadas materias.

Pero los cinco millones de chicas y chicos que asisten a escuelas bonaerenses han perdido algo que resulta irreemplazable: el trabajo personalizado con sus docentes, la convivencia con sus compañeros, la experiencia del aula, la disciplina y el sistema que implica ir todos los días al colegio. No lo han perdido porque no haya existido otra opción.

Lo han perdido porque el Gobierno de la Provincia ha declarado su impotencia para resolver, en el ámbito escolar, un sistema de funcionamiento que garantizara la seguridad sanitaria sin sacrificar algo tan esencial y fundamental como la educación.

Se han encontrado, con razonabilidad, protocolos y mecanismos para garantizar la temporada turística, la reanudación de prácticas deportivas, el funcionamiento de la industria y el comercio. Pero no se ha aplicado ese mismo criterio a la educación, como si fuera una actividad secundaria.

¿No se ha podido o no se ha querido? ¿Ha sido impotencia o negligencia? ¿Se han medido las consecuencias a mediano y largo plazo? ¿Se ha tenido en cuenta el impacto psico-físico que implica el encierro de los chicos durante un año? .

Resulta difícil entender la falta de planificación y de estrategia para retomar, aunque sea de manera parcial, la actividad presencial en los colegios. "Sería un despelote volver a las aulas", acaba de decir con ligereza el gobernador Axel Kicillof.

Tal vez lo sea. Pero el deber del Gobierno es administrar situaciones complejas y dar respuestas ante coyunturas desafiantes. Resignarse y refugiarse en la comodidad del inmovilismo puede provocar consecuencias dramáticas.

En un territorio tan extenso y heterogéneo como el de la provincia de Buenos Aires, es increíble que no se hayan aplicado criterios diferenciados y no se hayan ajustado las medidas a la realidad epidemiológica y urbanística de cada distrito. ¿Por qué no abrieron las escuelas en localidades pequeñas o medianas en las que prácticamente no tenían casos reportados de Covid-19 y en las que no se depende del transporte público para llegar a las aulas? .

¿Por qué no se hicieron pruebas piloto en escuelas rurales? ¿Por qué no se intentaron actividades rotativas y al aire libre para proponer al menos un regreso gradual? Cualquiera de esas alternativas exigiría, seguramente, una planificación quirúrgica, un esfuerzo organizativo y un enorme compromiso de todo el sistema educativo.

No era fácil, como dice el Gobernador. Pero era indispensable y esencial. Se ha optado por convertir al parche en un sistema indefinido.

Ni siquiera se ofrece ahora un horizonte de certeza para el ciclo lectivo del año que viene. La incertidumbre, la inercia, el imposibilismo y la resignación han pasado a gobernar la educación en la provincia de Buenos Aires.

Ni siquiera han podido instrumentar el programa para "revincular" a los 300 mil chicos que quedaron desconectados, porque no lograron inscribir la cantidad suficiente de docentes.

Así, se han profundizado desigualdades de una manera dramática. Las familias más vulnerables son, por supuesto, las que sufrirán las consecuencias más gravosas. Hay una generación entera de chicas y chicos que tendrá menores oportunidades en el futuro, a la que le costará más obtener un título, conseguir un empleo, acceder a un crédito o postular a una beca.

Los que reclamamos la reapertura de las escuelas, reclamamos una oportunidad para esos jóvenes. No hacemos cálculos electoralistas, ni especulaciones políticas ni juegos de marketing, como nos ha acusado el gobernador con esa persistente vocación por sembrar discordias y acentuar la grieta.

Por supuesto, no nos desentendemos tampoco de los riesgos que implica la pandemia. Estamos dispuestos a poner el hombro, a comprometernos y a trabajar duro para enfrentar "el despelote" de volver a las aulas. Pero se necesita un Gobierno que renuncie a la intransigencia y la impotencia para convocar al esfuerzo conjunto de los bonaerenses.

No hay ningún país del mundo que haya cerrado las escuelas durante un ciclo lectivo completo. Hay distintos modelos, ha habido avances y retrocesos, han innovado con más o menos éxito y probado con fórmulas y protocolos distintos.

Pero todos se han embarcado en la búsqueda de alternativas y han puesto a la educación en un lugar prioritario. Nuestro país también ha ofrecido modelos distintos al de la "intransigencia bonaerense".

La consecuencia más traumática y dolorosa del cierre total e indefinido de las escuelas es, por supuesto, el impacto negativo sobre los alumnos. Pero también empiezan a notarse otros costos, que pueden implicar la pérdida de puestos laborales para los docentes.

Ya hay escuelas de gestión privada que han anunciado el cierre por la drástica caída en el pago de las cuotas. Era previsible: muchas familias dejan de pagar por la reducción del servicio educativo, además del impacto de la cuarentena sobre las economías hogareñas.

No nos engañemos: la Provincia ha suspendido la educación. La virtualidad implicó, en el inicio de la cuarentena, un gran esfuerzo de los docentes, los alumnos y los padres. Permitió sostener durante unos meses el vínculo con la escuela.

Pero después reveló sus enormes limitaciones, tanto operativas como pedagógicas. El desarrollo de contenidos ha sido muy acotado, no se ha podido evaluar y el seguimiento de los alumnos se ha hecho casi "a ciegas".

Al estirarse de manera indefinida, el sistema remoto ha convertido a la escuela casi en una ficción. Enfrentar esa dura realidad no es un "acto de ignorancia", como ha dicho el Gobernador. Es nuestra obligación moral con las futuras generaciones.

(*) Diputado bonaerense de Cambio Federal.