Por Darío Loperfido.

Han pasado 62 días desde que el 11 de marzo la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró oficialmente como pandemia el brote del nuevo coronavirus, que afectaba ya a más de 110 países. Si bien en un primer momento nuestro grandioso ministro de Salud, Ginés González García, dijo que no había posibilidad de que el coronavirus llegara al país, la realidad es que 9 días después el país entraba en una cuarentena social y obligatoria, que viene durando, al día de hoy, tres veces más de lo comunicado en un primer momento.

La realidad es que la velocidad en el agravamiento de la situación epidemiológica exige a cada país una capacidad de adaptación muy alta. Ejemplos de adaptación y acciones de urgencia a nivel mundial sobran, específicamente en aquellas regiones más golpeadas por el virus. Obviamente, como to do proceso, este ciclo de adaptación incluye una organización en general de control sanitario, medidas económicas de diferente índole y, específicamente en nuestro país, aumentar la cantidad de territorio que los brazos del Estado cubre.

Argentina tiene un extraño amor por el paternalismo estatal, pero acentuado por la pandemia, el Estado argentino tiende a crecer, a ser más grande y, a la misma vez, más autoritario. Esta característica podemos verla propiamente en su forma de ejecutar su poder vía decretos de necesidad de urgencia, dejando de lado el republicanismo nacional, suspendiendo reglas generales y tildando de desestabilizadores a cualquier persona que se levanta su voz contra este accionar. En definitiva, el Estado no solo nos prohíbe a libertad de circular, sino que también, de la mano de la condena social, nos dice como debemos pensar y opinar.

Es indudable que el debate de un Estado más fuerte para sopesar las necesidades sociales frente a esta pandemia, se ha vuelto a colocar sobre la mesa de intelectuales y medios de comunicación.

Sin embargo, utilizar esta excusa para promover una expansión de la influencia del Poder Ejecutivo sobre la sociedad, es un error.

Alentar la acumulación de poder en una sola persona no solo permite la capacidad de instalar una planeación centralizada según objetivos políticos, sino que también permite decretar como correcto y necesario el accionar de persecución social en redes por diferencias de opinión, establecer cuarentenas indefinidas sin protocolo alguno de acción, delegar a funcionarios públicos poderes que nada tienen que ver con su función o algo de último momento, cómo es el habilitarle al gobierno el poder de conocer cada uno de nuestros movimientos si este nos permite trabajar.

Mucho peor si esa persona tiene a Cristina Fernández de Kirchner como interlocutora jefa.

La pandemia, el miedo y la manipulación de la información bajo fines políticos crearon un nuevo concepto social en nuestro país, la aplicación de una monarquía argentina aunque de forma abstracta, disfrazada de buen profesor que toca la guitarra.

Al mismo tiempo en que el Estado alimenta su voraz necesidad de poder y control social, la realidad le demuestra su ineficiencia para poder hacer frente a los problemas que hoy atravesamos, no sólo como sociedad, sino como parte clave que forma parte de un mundo globalizado -aun cuando este concepto hoy se encuentre debilitado.

Tenemos varios acciones para tomar como ejemplos: la irresponsabilidad total del gobierno a la hora de establecer la logística de cobro de los jubilados, el total abandono de miles de ciudadanos argentinos en el exterior, cuando de manera unilateral, el gobierno decidió cerrar las fronteras nacionales de un día para el otro, paralizar la economía con el establecimiento de la cuarentena sin tener en cuenta el costo social que esto implicaría, comprar insumos de emergencia a China que no sirve para nada (y la estúpida épica que le pusieron al viaje desde Aerolíneas Argentinas) y muchos casos más.

A pesar de su elefantiásico tamaño, la eficiencia del Estado es tendiente a nula. El kirchnerismo tiene una característica notoria: son muy buenos festejando fracasos.

Pese a su estructura enorme el Estado argentino no pudo hacer una simple compra de alimentos optimizando costos, pagó $700 millones por la compra, siendo que sí el sector privado realizaba el mismo proceso gastaba $400 millones, es decir, existió un sobreprecio de $300 millones.

Por su parte, la Ciudad de Buenos Aires pagó $3.000 por cada barbijo de urgente necesidad, siendo que en el mercado privado de consumo final se pueden conseguir unidades de uso profesionales a $1.000. El PAMI pagó precios de escándalo por el alcohol en gel.

La comparación con otros países.

El economista Martín Buscaglia comparte un pensamiento que me parece bastante acertado. Para evaluar cómo actúa un Estado frente a una emergencia, es necesario basarse en dos variables: su alcance y su fortaleza. Por fortaleza entendemos la capacidad de realizar las actividades que se proponga llevar adelante, como proveer seguridad, salud y educación efectivamente. En muchos países no desarrollados la incompetencia del Estado o la corrupción le impiden efectuar sus tareas en forma efectiva.

Al presidente Alberto Fernández le encanta compararse con otro países, aún manipulado los datos a su favor, pero analicemos brevemente el caso de los países escandinavos. En este tipo de países el Estado tiene una participación importante, la diferencia es que no se basa necesariamente en su tamaño, sino más bien en su eficiencia. Países como los escandinavos tienen Estados con fuerte presencia en lo social, sin embargo, su libertad de mercado y facilidad para desarrollarse, aumenta su fortaleza y eficiencia.

Argentina pasó de un Estado con alcance intermedio y baja fortaleza en los 90 a uno de gran alcance, pero aún más baja fortaleza, en la actualidad.

Con esto, claramente podemos comprender que el Estado, de forma unilateral, tiene sus capacidades de acción bastante acotadas.

Para lograr un punto eficiente de equilibrio, es necesario que el aparato público y el sector privado trabajen en conjunto en pos de un objetivo en común, como el crecer como economía nacional e internacional, desarrollar nuestro mercado y responder a las necesidades primarias y secundarias de la sociedad.

Antes de comenzar con la debacle socioeconómica, Fernández demostró su falta de reflexión al declarar que no le importaría caer en un aumento de 10 puntos de pobreza, sí con eso lograba obtener al fin de la pandemia un número de contagios que lo posicione en un buen lugar desde el punto de vista del marketing de consultores pasados de moda.

Hoy sabemos que la realidad nos golpeó más de lo esperado y la proyección esperada para fin de año es un aumento del nivel de pobreza de hasta +20%, es decir, 8 millones de nuevos pobres, ¿cómo hacemos entender a estas familias que Fernández no está dispuesto a dar su brazo a torcer para evitar ser como Suecia? La situación de los autónomos, sin trabajo y sin apoyo estatal, es tremenda también.

A pesar de esta crisis social y económica que se avecina, el presidente consideró que bajar el sueldo de los funcionarios sería un acto muy demagógico y poco justo, ya que sus ministros no son ñoquis ni reciben sobres por izquierda. Presidente, hay decenas de miles de pymes que cerrarán sus puertas debido a las medidas tomadas que les impidió trabajar casi por 3 meses.

Esto no solo se ve saliendo simplemente en la calle, sino viendo los datos de recaudación tributaria, los cuales cayeron más del 50% de forma interanual. Bajar el sueldo del aparato público no solo sería un alivio económico para las cuentas del país, sino también un acto de moralidad y solidaridad social, además de que estaría respetando el mensaje que tanto se preocupó el kirchnerismo por implementar en la sociedad.

Un Estado con demasiados empleados y excesivos gastos en general ya era una carga que impedía crecer al sector privado antes de esta crisis. Ahora, con el sector privado viendo sus ingresos desplomarse, esa carga es sencillamente imposible de soportar. Con la recaudación impositiva por el piso y la máquina de emitir billetes trabajando 24/7, no sería raro ver nuevamente un régimen de alta inflación en pocos meses.

Para finalizar, me gustaría dejar muy en claro lo siguiente. Es muy difícil que el Estado renuncie a algo que consiguió a partir de una situación excepcional y más aún sí esta le dio facultades de poder que le permiten desarrollar cierto control social, político y económico. Es necesario que cambiemos el enfoque con que encaramos el debate pandémico y sus derivados y empezar a exigir a toda la clase política gobernante el desarrollo de un protocolo de acción definido que nos permita llegar a buen puerto tanto en el corto como en el mediano y largo plazo.

Quienes nos alejamos del romanticismo de la cuarentena, debemos fortalecer aún más la lucha contra el avance del Estado frente a las libertades individuales, las competencias que le concedemos a este y los mecanismos de control que se aplicarán a cada uno de sus accionares para evitar una nueva ola de corrupción, como ya vivimos durante tantos años.

Luchemos por el desarrollo de un Estado eficiente, un Estado que llegue a los sectores más vulnerables, un Estado que no abandone a sus ciudadanos en el exterior, un Estado que asegure a sus ciudadanos que sí van a pagar tantos impuestos, los servicios públicos responderán de igual manera, buscando mejorar la calidad de vida de todo el conjunto poblacional. Es hora de dejar de lado la creencia de que un Estado grande es un buen Estado y empezar a juzgar a este ente a partir de sus acciones y resultados.

Premiemos la eficiencia, no los discursos vacíos.