Por Víctor Beker.

Cuando todavía se dispone de pocas cifras sobre la actividad económica en la era del Covid-19, ya están claras las tendencias y los impactos de la pandemia.

El sector agropecuario, en general, permanece inmune a la parálisis que la cuarentena impuso a la mayor parte de la actividad económica. Las variaciones que se observan en la producción tienen más que ver con las condiciones climáticas, que no fueron óptimas.

Se espera una cosecha de soja cercana a las 50 millones de toneladas, un 10% por debajo de la campaña anterior. Otros 50 millones de toneladas se auguran para el maíz, con una merma del 12%.

La cosecha de trigo, en tanto, ya cerró con un nivel récord cercano a las 20 millones de toneladas. Queda aún por ver en qué medida la cuarentena termina afectando a las actividades de comercialización y exportación, aunque se aguarda que el impacto sea mínimo.

Por el contrario, el peso de la crisis se hace sentir sobre las actividades industriales y comerciales. La industria de la construcción se encuentra prácticamente paralizada. Ello implica más de 200.000 puestos de trabajo directos afectados.

La industria manufacturera se derrumbó en marzo pasado y se espera incluso una peor caída para abril. Los mayores retrocesos correspondieron a la producción de minerales no metálicos, la siderurgia y la producción automotriz, mientras la producción de alimentos tuvo un mejor desempeño relativo.

En materia de servicios, tenemos una abrupta división entre las actividades que no requieren de una presencia en el lugar de trabajo y las que sí lo necesitan. Las primeras -salvo excepción específica, como las farmacias y supermercados- sufrieron un desplome total en su actividad.

Todo el complejo ligado al turismo, las empresas de aeronavegación, los espectáculos deportivos, el cine y el teatro, los restaurantes y bares, los lugares bailables, entretenimientos de todo tipo y shopping centers se cuentan entre las grandes víctimas de la epidemia.

El transporte de personas, si bien continúa funcionando, lo hace con grandes pérdidas por las restricciones impuestas por razones sanitarias.

En cambio, florecieron aquellos servicios que pueden prestarse de manera remota a través de Internet. La reconversión de la oficina presencial en home office permitió la supervivencia de muchas empresas e incrementó la demanda de los servicios necesarios para ello.

En resumen, tenemos a la actividad agropecuaria y a los servicios tecnológicos como los menos afectados -o aún beneficiados por la pandemia-, mientras que industria, comercio y el resto de los servicios sienten todo el efecto de la crisis.

La CEPAL hizo una primera estimación que pronostica una merma del PBI del 6,5 por ciento este año. Si tal pronóstico se cumple o no depende en buena medida de la duración que finalmente tenga la cuarentena.

El reverso de la medalla lo constituye la factura social que deja la pandemia. Existen unos 12 millones de trabajadores registrados y unos 5 millones no registrados. Entre los primeros se cuentan unos 3 millones entre empleadas de casas particulares, monotributistas, autónomos y monotributistas sociales.

Es decir, que hay un total de ocho millones de trabajadores con precariedad de ingresos y riesgo de discontinuidad laboral. A ellos deberán sumarse los puestos de trabajo formales que desaparecerán a lo largo de estos meses de inactividad empresarial.

Se trata de una enorme factura social de la cual difícilmente el Estado pueda hacerse cargo en su totalidad.

Un audaz y vigoroso programa de reactivación productiva parece ser la única opción para enfrentar las negativas consecuencias sociales y económicas que dejará el coronavirus en el país.

*Director del Centro de Estudios de la Nueva Economía (CENE) de la Universidad de Belgrano.