En los libros de historia que estudié en mi edad escolar la guerra tenía una fecha clara de inicio y otra de fin, tenía ganadores y perdedores bien identificados. Pero en estos días, la guerra ya no es así. Se extiende en el tiempo de tal manera que es difícil encontrar vencedores.

¿Cuándo comenzó el conflicto sirio? Han pasado once años. ¿Y en Yemen? Ocho años. ¿Hace cuanto tiempo se arrastra el régimen venezolano? Ha pasado una eternidad.

Ahora bien, la invasión de Ucrania lleva más de un mes y lo más probable es que tengamos frente a nosotros otra guerra sin vencedores, salvo por supuesto los señores de la guerra y traficantes de armas.

El presidente ruso, Vladimir Putin, contaba con una ofensiva relámpago, pero se arriesga a enfrentar un conflicto interminable.

Ucrania verá su país reducido a ruinas mientras sus ciudadanos se convierten en una de las mayores poblaciones de refugiados del mundo. Europa seguirá viviendo en la contradicción de sancionar a un país del que depende energéticamente. Estados Unidos, a su vez, sentirán el temor de verse obligados a intervenir directamente, por el posible uso de armas nucleares o por el apoyo categórico de China a la causa del Kremlin.

Por ahora, una guerra sin fin sigue siendo el escenario más probable, toda vez que los ucranianos ya han dejado en claro que seguirán resistiendo, incluso si Rusia toma Kiev e instala un gobierno marioneta. Por su parte, Putin no sobreviviría políticamente a una retirada.

Las dos otras posibilidades son poco verosímiles. La primera -la gran apuesta de Occidente- es que las duras sanciones económicas y los yates incautados y bloqueos de las cuentas de los oligarcas rusos terminen provocando un golpe interno en el Kremlin.

Si la Primera Guerra Mundial condujo a la abdicación de Nicolás II, si la invasión de Afganistán aceleró el colapso de la Unión Soviética, la guerra en Ucrania también podría llevar a los oligarcas, repentinamente impedidos de viajar y de hacer negocios en libras, a substituir a Putin.

Se trata de una apuesta que subestima, por un lado, el nivel de obediencia y lealtad de la élite moscovita al líder que gobierna con puño de hierro hace más de 20 años. Su doctrina es la misma que la de Maquiavelo: es mucho más seguro ser temido que amado.

En efecto, opositores como Alexei Navalny fueron encarcelados. Los "traidores" como Sergei Skripal fueron perseguidos en el exterior o incluso asesinados con armas prohibidas. La economía rusa, así como el propio Estado, se confunden con el líder Putin. Apoyarlo significa fortuna y seguridad, desafiarlo bien puede significar la muerte.

Asimismo, es una apuesta que subestima el aparato de seguridad que protege a Putin y que fue reforzado durante la pandemia.

Además de la legión de guardaespaldas que lo acompañan a todas partes, y que me hacen recordar a la antigua guardia de Muamar el Gadafi, parece que ahora ni sus colaboradores más cercanos pueden acercarse a él.

El segundo escenario alternativo es alcanzar un acuerdo de paz. En verdad, se han llevado a cabo negociaciones desde el principio y el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ya ha renunciado a unirse a la OTAN.

En cualquier caso, no veo cómo podría tal acuerdo salvar la cara a ambas partes. ¿Está Ucrania dispuesta a entregar Crimea, Donetsk y Lugansk, regiones reconocidas como independientes por Moscú? ¿Bajo qué condiciones aceptarían Unión Europea y Estados Unidos levantar las sanciones a Putin, que acaban de acusar , con razón, de crímenes de guerra?

La triste verdad es que la continuación de la guerra todavía se presenta como mucho más probable que el regreso de la paz.

(*) - Oscar Moscariello es politólogo, secretario general del Partido Demócrata Progresista (PDP) y ex embajador argentino ante Portugal.