En el siglo XXI, las familias ya no son lo que antes aparentaban ser, y ese es el terreno en que se mueve como pez en el agua una de las series de televisión más llamativas del último lustro, que pintando un mundo aparentemente pequeño ha logrado el fenómeno del impacto universal.

La serie se llama Bonusfamiljen, lo que en castellano debería entenderse como “Familia ensamblada” o “Familia ampliada”, y sus cuatro temporadas están disponibles en Netflix, a la espera de espectadores dispuestos a una aventura que parte de la aceptación de que hay una “nueva normalidad” en las relaciones humanas.

El espectador inocente puede pensar al principio que se trata de la vida de una pareja recién conformada, que integran la carismática y desestructurada diseñadora Lisa (una lograda caracterización de la actriz Vera Vitali), y Patrick (Erik Johansson), un docente algo obsesivo y controlador, que trabaja en una típica escuela pública nórdica, acaso cumpliendo un mandato familiar.

Sin problemas económicos aparentes, han ordenado sus vidas de tal manera que una semana viven solos, como de luna de miel permanente, y en la siguiente la casa se llena con los tres vástagos de sus anteriores parejas: Bianca y Eddie, que tienen 15 y 10 años, hijos de Lisa y su ex marido, Martin, y William, también de 10 años, nacido del matrimonio entre Patrick y su ex esposa Katja.

Pero pronto se verá que la serie es también un seguimiento de la vida de Martín, que parece condenado a todos los fracasos, y su madre, a la que nunca se atrevió a ver como la lesbiana que es, y de Katja, una ejecutiva demasiado segura de sí misma, que parece ajena a los sentimientos más básicos, inclusos los del cariño por su propia especie, aunque siempre obtenga compañía masculina.

Pero eso no es todo, en esta serie que le pasa el trapo a casi todas las que se han atrevido a narraciones corales, otros personajes irán apareciendo en esta constelación de seres que cohabitan un espacio familiar ampliado imposible de ordenar, en qué veces el caos se impondrá a todo intento de control, sobre todo cuando la pareja central tenga dos hijos más, uno de ellos con síndrome de Down.

La “nueva normalidad” familiar: la serie sueca de Netflix que recuerda que la felicidad sólo son momentos
La pareja central, con sus dos hijos en común, uno de ellos con síndrome de Down.

Como si los productores, hubiesen pensado al principio en la frase de León Tolstoi en “Ana Karenina” que afirma que “todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, lo más interesante resulta el trabajo que se toma la serie para retratar a sus personajes, con una notable empatía por la condición humana y la certeza de que en las relaciones todo puede ser un aprendizaje permanente.

Huyendo de la lógica folletinesca de las telenovelas, aquí no hay buenos y malos, pero tampoco cinismo: todos los personajes tienen sus virtudes y defectos, se equivocan, vacilan, hacen daño, intentan repararlo, se enojan, hacen sufrir a otro, se redimen, crecen, aman, en un fresco que resulta un espejo en que cualquier mortal puede mirarse, aún en sus contradicciones, sin sentirse un marciano.

Es interesante saber que los productores son una familia, la de los hermanos Moa, Felix, que trabaja con su esposa Clara, y Måns Herngren, y que esta comedia dramática es un producto de una factoría televisiva, la sueca, que en general ha exportado en lo que va del siglo XXI una gran cantidad de policiales duros, pintando el lado más oscuro de una de las sociedades más evolucionadas del planeta Tierra.

Como un tema secundario de la trama, un espectador argentino naturaliza un país en que la escuela y la salud pública son un patrimonio adquirido, en que los hombres planchan, lavan los platos y llevan adelante el hogar tanto o más que las mujeres, además de tomarse licencia cuando nace un hijo, en que no existe el servicio doméstico, por considerarse degradante y en que nadie está obsesionado con el trabajo.

Aunque no es una serie pensada para promocionar Suecia, ni su alimentación, ni sus estilos inmobiliarios, o su forma de vida, en medio de las peripecias de este grupo humano sin vestigios de la cultura vikinga, en el que ingresarán parejas eventuales, novias o novios, y colegas con vidas privadas sorprendentes, la luz que irradia la narración produce una sensación de reposo, una especie de calma nórdica final.

Uno de los aciertos en este mural de personajes pintorescos es la presencia en las cuatro temporadas –el cierre amargo de la última parece augurar una cuarta- de una pareja de terapeutas de familia que como ocurría con la tragedia griega están allí para “comentar la acción”, mientras el espectador puede mirar, en su ejemplo, pese a que se ganan la vida asesorando a gente en problemas, que la perfección en las relaciones maritales es pura utopía.

El título original se entiende más si se sabe que en Suecia no se habla de “padrastros” o “madrastras”, sino de “bonus dad” o “bonus mam”, lo que en castellano sería como un “padre extra” o “segundo padre” y una “madre extra” o “segunda madre” y que a pesar de las diferencias allí también un personaje cuando juega al futbol quiere ser como Lionel Messi, a pesar del empeño de su hijo por parecerse a Zlatan Ibrahimović.

Aunque tal vez no sea una producción para mirar en familia, el impacto mundial de la serie tiene que ver con otra verdad: la comprobación de que lo que consideramos “nuestros” problemas son universales (de cerca nadie es “normal”), por lo que no estamos solos a la hora de la decepción, la incomprensión, el duelo, el deseo o su ausencia, la vejez de los padres, la infidelidad, la aceptación de la verdadera identidad personal o la arrogancia de los adolescentes.

Un gran mérito de la producción es haber contemplado al comenzar el rodaje que los actores niños y jóvenes irían creciendo de manera muy visible, por lo que la historia completa debía acompañarlos a ellos también, en una maniobra que entrelaza en rigor el destino de tres generaciones unidas a veces por una realidad atada con alambre, y en que la telefonía celular está en el centro de la comunicación.

Una clave para entender esta serie llena de personajes con los que el espectador se encariña, aunque no se identifique, y en que casi todos tienen lugar para ejercer el humor inteligente, es que da por sentado que el modelo de familia tradicional (una pareja heterosexual con hijos propios que se ha jurado fidelidad para siempre) parece camino a la extinción en el siglo XXI, aunque chillen los muy conservadores.

El escritor argentino Ernesto Sábato pensó alguna vez en el siglo pasado que los chicos crecen esperando “la gran felicidad” del futuro, con la sensación de que se tratará de una “felicidad enorme y absoluta”, para toparse de adultos con la sensación de que lo único que existen son “las pequeñas felicidades”, que así deberían valorizarse, cultivarse.

En Bonusfamiljen los espectadores argentinos descubrirán que a 13 mil kilómetros de distancia y en una geografía dominada por el frío y un idioma impenetrable también la felicidad es una búsqueda permanente de pequeños momentos, una constante renovación de vínculos que no permanecen fijos, sean o no de sangre, una búsqueda de acuerdos mínimos posibles, bajo el dominio de la dinámica de la prueba y el error.