Por Manuel A. Solanet (*) .

El retorno al poder de un peronismo dominado por su ala kirchnerista hacía presumir dificultades para equilibrar las cuentas públicas. Esta duda se hizo palpable ya el día mismo en el que las primarias mostraron un casi seguro triunfo del binomio Fernández-Fernández.

Ese día el riesgo país se catapultó hacia arriba ante la fuerte caída de los bonos y acciones argentinas.

Los analistas internacionales no olvidaban que durante los tres períodos presidenciales kirchneristas el gasto público (nación, provincias y municipios) había trepado desde un 30% del PBI en 2003 a 46% en 2015.

Esos 16 puntos de aumento se desglosaban en cuatro componentes:

1) Un crecimiento del 76 % de la planta de empleados públicos;

2) una casi duplicación del número de jubilados y pensionados;

3) La creación de un profuso sistema de subsidios a personas y familias que abarcaba alrededor de 8 millones de beneficiarios a fines de 2015, cuando doce años antes solo existían planes para alrededor de un millón de personas;

4) Subsidios a la Energía y al Transporte que en 2015 incrementaban el gasto del gobierno en 2 puntos del PBI.

La herencia fiscal recibida por Macri no podía ser más gravosa. No debía considerarse como un hecho positivo que la presión impositiva hubiera sido incrementada desde 29% del PBI en 2002 a casi 40% en 2015.

Este inédito nivel desalentaba las inversiones e impulsaba la economía negra o informal. Este daño no se compensaba siquiera con el logro de un equilibrio fiscal.

El déficit orillaba los cinco puntos del PBI, a pesar de que no se pagaban todos los intereses de la deuda pública por subsistir una parte en default.

Tampoco era un hecho positivo la confiscación de los fondos de pensión y la destrucción del sistema jubilatorio de capitalización, pasándolo al reparto.

Esta lamentable maniobra había sido decidida para ayudar, en el muy corto plazo, a un fisco quebrado, pero destruía el equilibrio de largo plazo que era el propósito del sistema privado.

Además, afectaba una fuente genuina de fondos que reforzaban el mercado de capitales.

Macri no atacó el desquicio fiscal como debió haberlo hecho. Prefirió el gradualismo, confiado en que el mundo le financiaría el déficit por un largo tiempo respondiendo a su arreglo del default y a su buena letra institucional.

Además, en sus comienzos mostró despreocupación por el exceso de gasto. Aumentó el número de ministerios de 15 a 21 y no propuso una reforma del aparato estatal. Sólo trabajó bien en la digitalización y en el frente informático. No presionó a los gobiernos provinciales, sino que llegó con ellos aun acuerdo en el que ponía como pauta que la cantidad de empleados públicos no creciera más que el aumento porcentual de la población provincial.

Esto sucedía después que las provincias hubieran aumentado sin ninguna razón el empleo público en los doce años anteriores. De todas maneras, durante la gestión de Macri el gasto público bajó desde 46% a 44% del PBI.

Pero no fue suficiente. En abril de 2018 los mercados le dijeron "hasta aquí llegaste" y no le financiaron más. Debió recurrir al FMI y lo demás es historia conocida.

El gobierno de Alberto Fernández se encontró con la deuda y con nada que ofrecer en términos de confianza. Debió encarar la reestructuración para evitar el noveno default de la Argentina.

Creemos que se logrará, pero sin disipar la desconfianza alimentada por un gobierno sin programa y con efluvios bolivarianos.

Pero además Alberto Fernández se topó con la pandemia a tres meses de iniciado. Su principal medida fue una cuarentena rígida frente al temor de ver sobrepasados sus sistemas sanitarios.

Esta medida y las subsiguientes se tomaron con el exclusivo asesoramiento de infectólogos sin medir las consecuencias de una cuarentena rígida y prolongada.

Y esas consecuencias son graves y dolorosas. Crean desempleo, pobreza, desasosiego y destrucción de activos productivos.

En lo que concierne al tema de esta nota, vemos un impacto negativo sobre la situación fiscal como nunca se registró en nuestro país.

El gasto ha crecido por encima de la inflación debido a las erogaciones extraordinarias relacionadas con la pandemia, mientras que los ingresos se han desplomado.

Si tomamos las cifras de mayo de 2020 corregidas por la inflación y las comparamos con las del mismo mes del año anterior, observamos que los ingresos genuinos cayeron un 35,8%, mientras que los gastos crecieron un 41%.

Durante mayo los gastos debidos a la Covid-19 fueron de 160.862 millones de pesos.

El déficit primario acumulado en los cinco primeros meses de 2020 alcanzó a 817.900 millones de pesos, con una tendencia fuertemente creciente.

Se están tomando además decisiones que acentuarán el desborde del gasto, tales como continuar con el IFE y el pago de los medios salarios, apoyar a las provincias, el Ingreso Universal, etcétera.

La decisión de congelar tarifas significa subsidios crecientes a la electricidad y el transporte, que en marzo demandaron 53.106 millones. Este desborde de gasto y su consecuente déficit fiscal se financia con emisión monetaria. No hay otra fuente posible.

En los primeros cinco meses la emisión del Banco Central para el Tesoro alcanzó a 1.052.000 millones.

Su efecto inflacionario está hoy restringido por la inesperada acumulación de pesos en manos de la gente como efecto de la cuarentena. Se estima que un 62% de la emisión fue absorbido por este comportamiento.

Por otro lado, hay más de 3.000 productos con precios congelados. Una parte del dinero emitido ha buscado refugio en el dólar, presionando su cotización en el mercado informal y ampliando la brecha cambiaria.

Son tensiones crecientes que se exteriorizarán cuando acabe la pandemia si en ese momento no se ha producido un golpe positivo de confianza.

La consecución de esa confianza sólo es posible con reformas estructurales.

¿Estará este gobierno bicéfalo en aptitud ideológica para realizarlas?

(*) - Director de Políticas Públicas de Libertad y Progreso. @liberyprogre