La economía argentina se encuentra atravesando un período de reactivación, buscando dejar atrás el impacto de la crisis de sobreendeudamiento de la gestión de Mauricio Macri y las consecuencias de la pandemia de coronavirus.

Esa reactivación, sin embargo, se ve amenazada por una serie de factores y entre ellos se destaca como estructural la escasez de divisas y como coyuntural, la disparada de los precios de los alimentos por el efecto de la guerra en Ucrania.

En materia de costo de vida, las herramientas habituales para amortiguar la suba del precio internacional de las materias primas se ve condicionada por la debilidad política ante los factores de poder.

Las patronales agropecuarias se muestran reacias a ceder por las buenas una porción de las ganancias extraordinarias que les provocó el conflicto bélico.

Por otra parte, la falta de presupuesto le quitó al Poder Ejecutivo la potestad de modificar sustancialmente la tasa de retenciones y el Gobierno parece no tener intenciones de dar la batalla para buscar alternativas similares (vía desdoblamientos cambiarios para ciertas materias primas de exportación, juntas de granos, etcétera).

Así las cosas, el Ejecutivo parece aceptar la consecuente aceleración de la inflación interna y el encarecimiento relativo de los alimentos que golpea a sus bases electorales.

Queda la posibilidad de amortiguar su impacto vía incremento de las transferencias a las familias (bono para AUH, tarjeta alimentar, jubilaciones, programas sociales, etcétera) e impulsar una mayor pauta salarial en paritarias.

El costo de esa estrategia es una mayor chance de incumplir de la meta fiscal con el FMI (según el volumen de las transferencias) y, en el caso de las paritarias, una mayor tasa de inflación.

En materia de divisas, el acuerdo con el FMI promete relajar inicialmente esa presión, al devolver unos US$ 5.800 millones por encima de los vencimientos, recuperando los dólares girados al organismo por pagos ya realizados del crédito stand-by tomado por Macri.

Sin embargo, esa situación se revierte parcialmente en 2023, cuando los desembolsos del organismos son menores a los pagos progamados por unos US$ 2.347 millones.

Para ese año, el acuerdo con el FMI será probablemente redefinido, dadas las bajas chances de cumplimiento de las metas pactadas. Una situación que puede agregar incertidumbre y derivar en un agravamiento de la tradicional fuga de capitales que acompaña los procesos electorales.

Bajo ese panorama, el oficialismo deberá decidir si mantiene su moderación con los factores de poder y acepta los nuevos condicionamientos que exigirá el FMI para redefinir metas y continuar los desembolsos, aun a costa de su sacrificio electoral.

La alternativa es realizar un giro hacia posiciones más audaces que le permitan sostener los ingresos de sus bases sociales e impulsar internamente la economía en un contexto de elevadas presiones cambiarias, para intentar mantener sus chances electorales.

(*) - Andrés Asiain es economista y director de CESO (Centro de Estudios Económicos y Sociales Scalabrini Ortiz).