La abrumadora aprobación en Diputados del acuerdo con el FMI abre múltiples lecturas políticas, deja heridos en el Gobierno y, a su vez, plantea dudas acerca de la capacidad de que sea gestionado por el equipo económico.

La grieta en el oficialismo es evidente, y si una votación similar se replicara la semana próxima en el Senado, la sustentabilidad de la coalición oficialista se haría aún más compleja en lo que resta de la gestión Fernández. Ante un escenario de ruptura, el cumplimiento del programa con el Fondo se volverá complicadísimo.

El acuerdo está basado en metas fiscales, monetarias y de acumulación de reservas netas, todas bajo monitoreo trimestral del  organismo. Únicamente al ser aprobadas llegarán los desembolsos para cubrir los servicios de deuda. Los primeros números para revisar serán los de finales de marzo. En abril, entonces, vendría la primera misión.

Es en el frente fiscal donde aparecen los mayores desafíos, tanto por las fuertes subas de los precios internacionales de la energía como por las condicionalidades del propio acuerdo.

Entre otras, la obligación de congelar la llamada "deuda flotante", un típico mecanismo de la administración pública para pisar el gasto y pasarlo como deuda de un año al otro. En favor del Gobierno, se incluye la posibilidad de aumentar el déficit en 0,2% del PIB en tanto se destine a financiar obras públicas a través de organismos multilaterales de crédito.

Con los actuales precios del gas en el mundo será muy difícil reducir el gasto en subsidios energéticos, uno de los objetivos centrales del programa. El propio Fondo habló de una disminución de 0,6% del producto. La cuestión básica es que las tarifas apuntan a crecer por debajo de la inflación de acuerdo con el esquema de segmentación acordado para los aumentos.

Mayores costos de generación energética y tarifas que no cubren la inflación impiden el ahorro fiscal. Con todo, el Gobierno tiene un as en la manga para aliviar el cuadro: los gastos por Covid-19 en 2021 representaron 1,5% del PIB, algo más de la mitad destinado a vacunas. Si la pandemia desaparece, allí habría algún margen para recortar.

Es un acuerdo realista, pensado para evitar una crisis en el corto plazo y en el cual prácticamente la totalidad del escaso
financiamiento neto está concentrado en 2022 y 2023. A diferencia del stand-by de 2018, no hay disponibilidad de fondos frescos de una magnitud tal que habilite una masiva salida de capitales como ocurrió entonces. El cepo, a diferencia de los tiempos de libertad cambiaria de Mauricio Macri, impide ese proceso.

Por último, no está pensado para bajar la inflación. Para el FMI es una preocupación secundaria. Es más, en los próximos meses los precios pueden incluso acelerarse, por la mayor velocidad exigida para la devaluación del tipo de cambio oficial y los ajustes tarifarios.

(* - Ricardo Delgado es economista y presidente de Analytica Consultora).