La Convertibilidad fue una medida excepcional de un Gobierno que mantuvo el déficit fiscal y el déficit de Balanza de Pagos durante su administración.

La ley de Convertibilidad debió haberse aplicado con estrictos controles sobre las cuentas públicas y las externas, cuando la Argentina desde 1994 hasta 2001 sufrió una fuga de capitales de 74.000 millones de dólares.

Un difícil tránsito para que una moneda con paridad fija pueda sostenerse en una economía que promediaba en aquel entonces los 250.000 millones de dólares anuales de PBI.

Pero la dificultosa historia del peso no solo se escribe en los años noventa sino también durante la post-convertibilidad, cuando después de un caótico 2001 logró estabilizarse a un 300% del 1 a 1, luego de acumular desde 2002 hasta 2009 superávits externos por más de 50.000 millones de dólares que se esfumaron en los siguientes 10 años con una fuga masiva de capitales que sobrepasa los 124.000 millones de dólares. Todo visto desde la perspectiva de la Balanza de Pagos, que define nuestra posición de acreedores o deudores con el sector externo.

Podríamos decir que el peso argentino vivió tres etapas y ahora está viviendo una cuarta etapa, que muy pocos pueden vislumbrar porque sus efectos llegan siempre tarde.

La primera fue hasta que terminó la Convertibilidad con el dólar 1 a 1, que nos llevó a una crisis profunda que aún hoy seguimos teniendo sus efectos colaterales. La segunda etapa se enmarca en la recuperación post-crisis, que duró hasta 2009, con un tipo de cambio estable y una inflación por debajo de los dos dígitos hasta 2007.

Después de 2009, la tercera etapa se apoya sobre un régimen de despilfarro monetario y destrucción de la riqueza real que dura hasta 2019 y con efectos hasta hoy, con una economía dual que conlleva graves consecuencias en lo social, sumadas a los problemas de 2001.

Un dato alarmante del INDEC es que desde 1995 hasta 2021 el dato de cantidad de pobres pasó de 5 millones a casi 20 millones. Sin lugar a dudas los efectos sociales de la pérdida de valor del peso, del déficit fiscal y del déficit externo son evidentes. Estas ambivalencias de las autoridades económicas, tanto en lo fiscal como lo externo y lo monetario, llevaron a una desconfianza total sobre la moneda creada en 1992 después de ser sancionada la ley de Convertibilidad en 1991.

La desconfianza es tal que desde 2001 hasta la fecha la moneda perdió 200 veces contra el dólar. Pero peor aún es si contábamos con 275 pesos argentinos en 2001, ya que podíamos comprar una onza de oro.

Lamentablemente hoy no alcanzan y debemos reunir 387.800 pesos. Esto equivale a una destrucción del valor del peso en 1.410 veces contra el oro. Mientras que el dólar perdió 7 veces. La pregunta que debemos hacernos es por qué la opción de la dolarización suena tan interesante y porque no es una condición necesaria para recuperar el tiempo perdido en estos últimos 31 años.

¿Una nueva etapa?

El resurgimiento conceptual del término dolarización es un resultado de la mala aplicación de la Convertibilidad. Porque el mantenimiento del déficit fiscal durante la época de Carlos Menem generó más perjuicios a largo plazo que los beneficios inmediatos que significaba una paridad de cambio con el dólar sustentado en la igualdad de reservas del Banco Central con la cantidad de dinero circulando en la economía.

La dolarización puede implicar riesgos a largo plazo para permitir el crédito en obras de infraestructura a largo plazo. Desde hace muchos años el crédito a la inversión está en su peor nivel y esto también es un indicio de la tasa de ahorro de la economía, que ronda los niveles más bajos de la historia argentina.

La dolarización total de la economía junto a la eliminación del Banco Central sería en principio una medida de mejora de expectativas de corto plazo en desfavorecimiento de la soberanía de los intereses argentinos sobre actividades esenciales para el desarrollo de cualquier economía de mercado, que son la banca y el sector financiero en su conjunto.

Argentina ya mejoró parcialmente sus cuentas externas durante 2020 y 2021, aunque aún tenga deudas con organismos  multilaterales de crédito. El sostenimiento del superávit de balanza de pagos se debe administrar con una buena estrategia sobre las reservas internacionales. El problema del Banco Central no es que exista, es por lo menos como diversifica su cartera de inversión. En este caso, las reservas.

En los últimos años, el Banco Central pasó a ser un prestador neto del Tesoro Nacional, obteniendo un rendimiento prácticamente negativo. Es tiempo de que la máxima autoridad monetaria invierta sus reservas en activos que por lo menos no se deprecien más rápido que el dólar en este momento de auge de las materias primas.

(* - Mariano Da Rosa es economista, analista financiero y director de Masinversiones.com).