¿Qué es el valor? Esta pregunta puede sonar demasiado abstracta y filosófica en el búnker de una empresa de cajas de seguridad del microcentro porteño. No obstante, resume el futuro mismo de este negocio en expansión.

Al menos así lo cree Juan Piantoni, presidente de Ingot, una firma de resguardo de valores que abrió su primera sucursal en octubre de 2019, con una estrategia de crecimiento basada en la experiencia de usuario. “El concepto de valor es muy subjetivo”, explica. No se trata solo de dinero: hay clientes que atesoran bajo llave fotos, objetos personales, recuerdos familiares, hasta cenizas de seres queridos. Todo eso cabe en una caja pero no en una cuenta bancaria, porque puede valer infinitamente más de lo que indicaría su cotización monetaria. Bienes “no fungibles”, una expresión técnica que ahora se popularizó por el boom de los NFT.

En los pasillos de la casa central de Ingot, sobre la avenida Corrientes (entre Maipú y Florida), conviven el pasado y el futuro de la industria de custodiar valores. Las tradicionales bóvedas, llenas de cofres metálicos de doble llave, del piso al techo, le dan el toque inconfundible al refugio, blindado por un sistema de esclusas monitoreado con la última tecnología digital.

Si hablamos de las mutaciones del concepto de valor, especialmente en la era Bitcoin, las cajas tradicionales no alcanzan. Por eso la firma tiene un espacio blindado especial para el resguardo de criptowallets, protegidas de los campos magnéticos por una jaula de Faraday.

Pero la verdadera vedette tecnológica de Ingot es su novedoso sistema de bóvedas automáticas, que ya funciona en las sucursales de Nordelta, Enjoy de Punta del Este, Villa Warcalde (Córdoba), la flamante sede de Flores, la inminente sede en Quilmes y las 4 sucursales anuales que el grupo planifica abrir, como parte de su estrategia de despliegue nacional y regional.

Estas bóvedas automatizadas son de fabricación alemana, con sensores sísmicos integrados y niveles de resistencia a explosivos, oxicorte y punta de diamante superiores a los que ofrecen los bancos. Cada bóveda pesa 10.500 kilos, con capacidad para administrar robóticamente 380 cajas, a las que cualquier cliente accede con su tarjeta, huella, pin, rostro y llave. Esas capas de seguridad, sumadas a la automatización del sistema de acceso a los cofres, permite disponer de los valores guardados casi en cualquier momento de la semana, fuera de los horarios bancarios habituales.

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Asuntos privados

Más allá de la comodidad en la operatoria, llama la atención el énfasis en la privacidad que domina este negocio. Por ejemplo, las tarjetas magnéticas para acceder a las cajas automatizadas no son provistas por Ingot, sino que se trata de cualquier tarjeta magnetizada que tenga el cliente en su billetera (club, shopping, etc.), a la que se le aplica el pase para las bóvedas: la idea es que no aparezca ninguna marca de la empresa de resguardo de valores entre las pertenencias que el cliente lleva encima, para proteger su privacidad.

Por el mismo motivo, dentro de las sucursales, ningún cliente se cruza con otro en ningún momento, debido al protocolo de circulación privada que observan celosamente los empleados de la firma. Y es por esa razón de preservar el anonimato del “ahorrista”, que Ingot elige instalar sus sucursales en edificios de muchos pisos, donde funcionan otras empresas ajenas al negocio: es cuestión de que el cliente que trae o lleva valores pase desapercibido al entrar o salir de las oficinas con bóvedas.

Si de bienes preciados se trata, la privacidad lo es todo. O casi todo: aunque por contrato, Ingot no sabe qué guardan sus clientes en los cofres pero sí sabe que no pueden atesorar armas en sus bóvedas, que están cercadas por detectores de metales en cada ingreso. A los usuarios que, por seguridad, portan armas y las llevan hasta las sucursales, un cartel en la puerta los invita a dejarlas antes de ingresar, en lockers con llave.

También por contrato, cada cliente firma su compromiso de no depositar activos provenientes de actos ilegales, elementos explosivos ni sustancias ilícitas, aunque sean para consumo personal. Lógicamente, una empresa de resguardo de valores no quiere escándalos. Por eso a cada cliente nuevo se lo tamiza pasando su nombre por lo que se conoce como “bases negativas”: Interpol, CIA, DEA, FBI y policía local. “Las PEP (Personas Políticamente Expuestas), al igual que cualquier otro cliente, tienen derecho de resguardar sus valores con nosotros, obviamente por cuestiones de KYC (Know Your Customer) y Compliance, se habilita solamente una caja chica para esos casos”, aclaran en Ingot.

En una caja chica, que cuesta 52.000 pesos anuales de mantenimiento, entran alrededor de 250.000 dólares, bien empaquetados. En las más grandes, de 60x60x60 centímetros y 200.000 pesos de mantenimiento, cabría una pequeña fortuna.

Para proteger tanto valor, objetivo y subjetivo, Piantoni -CEO y fundador- investigó durante años y acumuló el know-how de compañías aseguradoras, de tecnología en seguridad y de instituciones policiales del mundo, con el objeto de prevenir boquetes y tomas de rehenes, y de refinar técnicas para ganar tiempo ante un robo o ataque planificado.

No obstante, Ingot ofrece a los clientes que lo prefieran la opción de asegurar sus bienes resguardados con la poderosa firma londinense Lloyd’s. Algo de la privacidad absoluta de poseer una caja de seguridad queda en el camino al contratar ese tipo de cobertura, aunque hay clientes que incluso disfrutan de “confesarse” cerca de los cofres, como si entraran a un templo donde se deposita lo más íntimo con toda confianza.

Después de todo, la tradición de custodiar valores como parte de una misión sagrada viene de la Orden de los Templarios, los caballeros medievales que, para muchos historiadores del dinero, fueron pioneros de la banca moderna.

Menos mesiánica, la misión que subyace al negocio actual de las cajas de seguridad es la de alejar los ahorros de los hogares, lo cual puede servir para prevenir tragedias familiares o escenas desagradables difíciles de olvidar. Una función que los bancos tradicionales, en plena metamorfosis desde el servicio en sucursales hacia el homebanking total, están dejando liberada para otros modelos de negocio.

El arte de resguardar

Carla Mazzei es conservadora y restauradora de arte, formada en Italia. A simple vista, su CV no la colocaría en una empresa como Ingot. Sin embargo, ella está a cargo de uno de los productos más llamativos de la empresa: su gran bóveda destinada exclusivamente a las piezas de arte. Para acondicionarla, Mazzei convocó a especialistas en restauración del INTI, con los que armó el “protocolo de acceso” de las obras que entran en guarda. Según estándares de museos internacionales, se desinfectan las piezas para prevenir plagas y microorganismos dañinos. También se monitorean con un tablero de control los parámetros clave de conservación, como la humedad relativa, presión y calidad del aire, y temperatura constante. La iluminación LED y los dispositivos y normas antiincendios completan el protocolo. La experiencia de usuario también aplica en este rubro: en una “sala pre-bóveda”, los coleccionistas pueden concretar operaciones de compra-venta, con los valores y bienes seguros.