Por Mauro Viale

En este momento, que me salen estas líneas caóticas y alocadas sobre lo que fue la vida de Diego, y lo veo a medio sepultar en la Casa Rosada, pienso cuál es la mejor manera de definirlo. En esencia, siempre fue ese chico de 11 años que conocí en Embalse Río Tercero y puteaba porque perdió la final contra un equipo de Santiago del Estero. A los 11 y a los 60 años, cuando terminó -sólo en el sentido biológico- esa vida llena de magia, Maradona siempre fue el mismo.

Después lo moldearon la fama, la cultura, los viajes por el mundo y su roce con los grandes líderes. Pero siempre fue el niño de 11 años que no se bancaba perder una final, simpático y antipático según cómo se sintiera con la gente que lo rodeaba.

La última vez que nos vinculamos, volvió a tener un gesto de grandeza conmigo. Lo contacté cuando fue designado director técnico de Gimnasia, le pedí una nota, íbamos a hacerla, y cuando preguntó por mí yo no estaba al aire. Eso lo hizo enojar.

Con Diego nos queríamos, nos enojábamos y respetábamos. Yo decía cosas que a su familia no le gustaban, me llamaban las hijas, me reprochaban, y luego él las hacía disculparse.

Además, vino a los programas de televisión que lo invité cada vez que quiso. Ahí lo conocí a pleno. Cuando le pedías un favor te lo hacía. En cambio, si de prepo le discutías su importancia en la vida y en el fútbol, se enojaba mucho.

Auténtico y con matices

El Diego que murió, como el que vivió, siempre fue auténtico. Aunque pensé que no se iba a morir nunca. Para mí es inmortal, como también para Cóppola y su familia. Pero no solamente por sus malabarismos y jugadas, sino por esa personalidad única.

Maradona fue un chico de corazón solidario, que agasajó a Menem y también lo hizo conmigo cuando estaba en malos momentos. Que aceptaba la amistad como algo sagrado. Que me llamó para decirme que Cóppola le había estafado un millón de dólares, sin tapujos ni pelos en la lengua. Yo no le creí y él se enojó. Pero siempre ocurría lo mismo: se ofuscaba, pero a los dos o tres días me llamaba como si nada hubiera pasado.

Maradona siempre fue así, hasta que empezó la relación con Rocío Oliva. Un vínculo que consideré extemporáneo y fuera de la vida que él tuvo. Quizás a ella le correspondía estar con Maradona, porque ahora la escucho llorar y parece sincera, pero a partir de este relación, Maradona nunca fue el mismo.

Fue, además, un hombre con millones de matices. Por él morían Muammar Kadhafi, Fidel Castro, Néstor Kirchner, Carlos Menem o Raúl Alfonsín. Diego tenía ese carisma de levantarse, ponerse una mandarina en su empeine y hacerla hablar. Era un mago, vivió y murió como tal.

Lo más asombroso que vi, único en el planeta

Diego es lo más asombroso que me pasó en mi vida profesional y afectiva. Era un muchacho chico, un niño hombre, que se hizo querer como ninguno. Para mucha gente fue uno de los hombres más importantes del planeta, me consta luego de haber viajado por el mundo.

No así para Borges, que despreciaba al fútbol, a Menotti y a lo popular. Para el notable escritor, tener la pelota 15 minutos en el empeine no era una proeza ni un hecho importante. Pero sí para nosotros, que nacimos en un barrio: La Paternal, Pompeya, Lanús o Fiorito, como él.

Ese dominio del balón es la obra maestra de un hombre inteligente. Porque así fue Diego: descriptivo, analista y solidario, como son las personas inteligentes. Fue mágico y su vida, como también su muerte.