La muerte de Horacio Accavallo, el gran Roquiño
Fue el boxeador más inteligente que tuvo el deporte argentino. Y no sólo para boxear, también para vivir.
Roquiño sabía que el asunto se resolvía a los golpes. De niño ya lo tenía claro. La vida se lo había enseñado con una y mil pruebas, en decenas de desafíos. Había cirujeado por Villa Diamante, lustrado botas en Lanús, cartoneado por Pompeya y hasta hizo acrobacias en el circo Sarrasani antes de probarse como wing izquierdo en las inferiores de Racing y ser rechazado por petiso.
Había que poner un plato de comida sobre la mesa y la mejor opción, acaso la única que le había quedado, era subirse a un ring. Y así resolver las cosas a las piñas.
Con el espejo de Pascualito Pérez, también peso mosca, Horacio Accavallo se juró a sí mismo que iba a ser campeón del mundo. Estaba dispuesto a dejar el alma en el intento. Y roció con sangre, sudor y hasta con lágrimas cada una de los cuadriláteros a los que se subió. Su entrega, valor y convicción lo transformaron después de mucho trabajo y sacrificio en el número 2 del ranking mundial.
Diez años tuvo que esperar para que le dieran la oportunidad que estaba esperando. Pasaron 79 peleas con 71 triunfos, 2 empates y 6 derrotas hasta que finalmente le confirmaron la cita por el título, en Japón, en el mismo lugar en donde el gran Pascualito se había consagrado doce años antes.
Se preparó como nunca para esa cita del 1° de marzo de 1966 y estudió hasta el cansancio los movimientos de su rival, Hiroyuki Ebihara. Estaba en juego el título vacante de los moscas de la Asociación Mundial de Boxeo entre el número 1 de ranking, Ebihara, y el 2, Acavallo. Pero cuando llevaba dos semanas concentrado en el Akasaka Prince Hotel, le comunicaron que Ebihara se había lesionado y que la pelea se debía cancelar.
La frustración ganaba a Horacio y a su equipo. “Tanto trabajo para nada”, se lo escuchaba decir cabizbajo por los pasillos del hotel. Pero cuando todo parecía que se iba al tacho, apareció en escena un joven y hábil empresario de 30 años, Tito Lectoure, que ya estaba a cargo del mítico Luna Park.
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Lectoure se comunicó con el presidente de la Asociación Mundial de Boxeo y acordó que, ya que Accavallo estaba en Japón, la mejor alternativa era dirimir la corona con el número 3 del ranking, que también era japonés, Katsuyoshi Takayama y con la obligación de realizar la defensa obligatoria ante Ebihara. Las gestiones de Tito tuvieron éxito y Accavallo por fin consiguió su oportunidad, aunque ante un rival desconocido, que no estaba en carpeta y del cual sabían poco y nada.
La pelea se disputó en el estadio Budokan y el árbitro fue el ex marine estadounidense Nick Pope, quien finalmente tendría un rol decisivo, ya que su tarjeta fue la que le dio el título a Accavallo por 73-69, luego de que los jueces restantes, un argentino y un japonés, vieran ganador a uno y otro púgil. El argentino había fallado 74-67 para Roquiño y el japonés 71-70 para Takayama.
Fue la gran noche de Horacio. Y su triunfo se vio agigantado además porque Takayama, ni bien sonó el gong, y cuando Accavallo todavía estaba de espaldas, le propinó un duro derechazo en la mandíbula que confundió al argentino. Accavallo tardó tres rounds en recuperarse y recién de ahí en más mostró su superioridad. Ganó los últimos 12 rounds, más allá de lo que después dijeron las tarjetas de los jueces.
Ya con el título de campeón del mundo en el bolsillo, Accavallo llegó al hotel junto a su equipo y al grupo de enviados especiales de El Gráfico, Clarín y de la televisión. Para su sorpresa, y pese a que ya eran más de las 2 de la mañana, los empleados se habían quedado para esperarlo bajo un cartel que decía: "VIVA / CONGRATULAR / CAMPEON DEL MUNDO HORACIO ACCAVALLO", para luego llevarlo en andas hasta su habitación en medio de un festejo inesperado.
Accavallo, el hombre de las mil batallas, lloró. Sin freno. Aturdido por el amor de gente que apenas lo conocía desde hacía dos semanas. Aturdido como jamás llegó a estarlo sobre un ring de boxeo.
Roquiño se retiró del boxeo a los 33 años, luego de hacer tres defensas exitosas del título mundial. En una estupenda nota de Ernesto Cherquis Bialo, el periodista que además fue su amigo, consigna el momento de la decisión. Tenía que pelear en octubre de 1968 contra el brasileño Manuel Severino y lo fue a ver a Tito a su oficina un mes antes.
Narra Ernesto la charla entre Accavallo y Lectoure:
-¿Qué pasó, Horacio?
-Tito. Estoy notando que me pegan muchachitos que antes no me hubiesen llegado; estoy lento y prefiero retirarme siendo campeón del Mundo y no defraudar a la gente que pagará para alentarme y verme ganar. Si me retiro con la corona, siempre seré campeón del Mundo…
También cuenta Cherquis que Lectoure lo felicitó, devolvió el dinero que se llevaba recaudado para la pelea a la gente que ya habían comprado su entrada y valoró tanto la dignidad de Accavallo que esa charla fue contada con admiración una y otra vez por el promotor.
Ya retirado administró su dinero con tanta inteligencia como cuando peleaba. Llegó a tener 35 negocios de ropa deportiva y fundó la marca de zapatillas Jaguar. Como pocos boxeadores, supo que el dinero era importante en el presente pero que también se tenía que preparar para el futuro. Y así lo hizo. El pibe que cartoneaba tuvo una vida en paz, con las alegrías y tristezas lógicas de estar vivo, pero sin los problemas que sufrieron muchos de sus colegas.
Horacio Accavallo murió el 13 de septiembre, a los 87 años. Fue un ejemplo para su familia y para aquellos que lo querían y admirábamos. Algo que pocos pueden decir con la frente en alto cuando se van de este mundo para pasar a otra dimensión.
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