Por Martín Ciccioli

Siempre pensé en escribir sobre la ciclotímica relación entre Diego Maradona y los argentinos. Me hice incondicional a Diego después de aquella increíble detención en Caballito con todos los medios afuera esperando ver su cara ante lo que era un caso de consumo de estupefacientes en un domicilio privado.

Ahí me di cuenta que en este país no hay piedad ni con un ídolo llamado Diego Armando Maradona y que la política era capaz de ventilar sus debilidades, aún sabiendo que Diego nunca formó parte del negocio de la droga. Y desde ese día, ese personaje carismático, contradictorio, complejo como querible debutó en los tribunales de la Inquisición argentina para ser sentenciado como Maradroga, el falopero que desaprovechó el Don de ser perfecto.

Hoy le agradecemos que fuimos felices gracias a su magia. Este consenso colectivo tiene una porción de verdad pero omite que al Diez muchos no lo hicieron feliz al clavar los colmillos en un flagelo del que Diego nunca estuvo orgulloso. Maradona fue criticado y hasta linchado por muchos argentinos que no le perdonaron alejarse de la idealización del Dios que nunca quiso ser.

Si nos ponemos a pensar en cuestión espacio tiempo con Diego los episodios dramáticos fueron más recurrentes que sus epopeyas en el fútbol. Y es en este punto es donde me quiero detener. Separar su obra de su vida es un ajedrez difícil de resolver. Pareciera que Diego nunca le encontró la vuelta a lo que suponíamos debiera ser la vida más disfrutable de todos los habitantes de este planeta.

Él admitió con dolor que la cocaína le afectó tanto la carrera profesional como el tiempo irrecuperable con sus hijas.

Quedan como hitos su aparición fulgurante en Argentinos Juniors, su brillante mundial juvenil del 79 con Ramon Díaz de acompañante, el Boca campeón del 81 donde gambeteaba a todos hasta el pase a la red. Pasa al Barcelona y si bien vemos goles hermosos, es en el Napoli donde se hace ídolo poniendo a ese equipo del sur de Italia en la élite de los campeones menos pensados. Argentina 86 es su pico de rendimiento y la revancha que confirma eso que se había puesto en duda tras su paso por el Barcelona y el Mundial 82.

Recién a los 26 años Maradona se erige de forma unánime como el mejor del mundo. Y su fábula lo lleva a convertir el mejor gol de un Mundial justo ante los ingleses. El mundial del 90 lo tiene llegando a otra final con un tobillo a la miseria y con ráfagas de genio como en la jugada previa al gol de Caniggia. Se pierde esa final y la imagen que nos viene es la de un gladiador sensible que podía soltar sus lágrimas a la vista de todo un planeta. Y la gesta de ese humano se detiene para tomar envión en zonas de turbulencias y altibajos. Hablamos del Diego futbolista que empieza a sufrir el deterioro de eso que le hacía daño y no podía evitar. Parecía mentira que un jugador de talento y enorme personalidad fuera en realidad un débil fuerte o fuerte débil. Algo no encajaba en esa idolatría que disfrutaba y padecía a la vez.

La utopía de que con Maradona en el 94 salíamos campeones se vio confirmada con una puesta a punto a los apurones para bajar de peso a base de pastillas que le provocaron una nueva decepción. Un frasco mal indicado lo saca del Mundial que parecía la revancha después de algunos huracanes.

Entonces ese ídolo deja de ser jugador y va al mundial de 2010 como Gran DT. La sociedad otra vez se enamora de él. Son 4 victorias ahora desde el banco dirigiendo al nuevo astro, Lionel Messi. Llega Alemania en cuartos de final, y en un partido que arranca perdiendo casi de arranque, corren 60 minutos intentando el empate. Pero Alemania, con una contra líquida y hasta convierte 2 goles más. Queda el sabor de un papelón que desde el resultado miente. Con un 0 a 4 ante una potencia el mundo futbolero dictamina que estábamos ante un pésimo técnico.

Entonces el "Gracias Diego", el Diego Dios, cuánto espacio tuvo de peso real en la vida d un ser humano al que le costó vivir. Que tenía ángel, que tuvo frases antológicas, porque sin dudas la persona era tan o más potente que el jugador. Todo lo que generó Diego en las calles llegando a las ciudades como ex jugador lo pone como exponente de una Diegomanía que lo alzaba al Olimpo y lo bajaba al infierno en cuestión de segundos por su vida privada; por los hijos que no reconocía, por su vida reality-show donde el límite de la cordura siempre quedaba lejano a las buenas costumbres de una sociedad que de ninguna manera padece problemas de adicciones, romper parejas o no reconocer hijos.

Banco al Diez por las tres veces en que me lo crucé trabajando y fui feliz. Me di cuenta de que su poder de atracción era letal y de que su carisma no admitía límites. Pude estar en un palco junto a él hinchando por Argentina en la Davis mientras grababa una nota. Y cuando la terminamos, llegamos al auto y me tiré en el asiento extenuado de toda esa energía que recibí al estar pegado al crack de la empatía con su pueblo que lo amaba una semana y lo linchaba después de un programa de Rial.

Diego con la pelota hizo lo que quiso. Diego con su vida hizo lo que pudo.

Levantarse y caerse fue su tendencia de años que a los 60 dice basta, harto de ser Maradona. Su mito seguirá en crecimiento. Y los argentinos se han reconciliado con ese héroe en el que se proyectaban como personas y como país.

Diego se fue pero siempre estará viviendo. Nuestra historia con él de ninguna manera estará terminada. La Argentina post Maradona seguramente tenga gambetas tan impensadas como las que hacía en la cancha.