Ya había habido algunas experiencias fallidas en Chile y Argentina con derechas presuntamente democráticas represivas. Pero nadie imaginaba que Donald Trump primero y Jair Bolsonaro después asumirían las presidencias en dos de los países más importantes de América.

El caso de Trump se puede decir que fue por su construcción mediática y redes sociales, por la identificación con su discurso nacionalista de las clases populares y como reacción a la gris segunda presidencia de Barak Obama. Lo de Bolsonaro, en cambio, fue un límite que jamás creíamos que íbamos a cruzar en el continente, la construcción de un candidato por parte de los tres poderes que hoy gobiernan la región: los medios de comunicación, los agentes financieros y los jueces venales que aplican el Lawfare.  

El experimento brasileño para desplazar al gobierno nacional y popular que representaba Lula funcionó a la perfección en el nuevo rol que las potencias y el poder económico global le tienen reservado al continente. Nos quieren como proveedores de bienes primarios (alimentos, gas, petróleo, litio) pero fuera de cualquier tipo de desarrollo industrial y tecnológico. Nos quieren igual que en 1875.

Historia de los Mundiales: Rusia 2018 y la llegada de la ultraderecha a América

Y entonces en Brasil se desarrolló el plan piloto con Lula, lo que lo llevó a la cárcel y lo sacó de las elecciones de 2017. Esa misma ruleta gira hoy en la Argentina para hacer lo mismo con CFK en 2023.

Pero narremos el episodio brasileño, porque es muy claro para entender lo que pasa en otros países:


a) Primero fueron las denuncias de corrupción contra el PT en general y Lula en particular lanzadas desde los diarios.

b) Posteriormente las denuncias en Tribunales y los medios amplificando las causas que ellos mismos habían fabricado.

c) Después la destitución de Dilma por parte del Parlamento el 31 de agosto de 2016.

d) Luego la asunción de Michel Temer, el vice de Dilma.

e) Más tarde la detención de Lula para sacarlo del escenario electoral.

f) Finalmente las elecciones que llevaron a Bolsonaro a la presidencia con Lula proscripto y la cárcel.

Lo que se desencadenó en Brasil para que el 1º de enero de 2019 un personaje como Bolsonaro se cruzara la banda presidencial fue la tormenta perfecta. Y todos los poderes fácticos cumplieron su rol a la perfección para que nadie sacara los pies del plato.

Bolsonaro, un auténtico parásito del Estado, comenzó su carrera política en 1989 cuando ganó una banca como concejal de Rio de Janeiro. De ahí en más, este hombre hizo gala y ostentación de sus posturas reaccionarias y provocadoras, muchas de ellas desconocidas para el resto de América, pero muy presentes en Brasil.

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Bolsonaro salió a la luz para el resto del mundo cuando votó en la destitución de Dilma y lo hizo con una mención a los militares que la torturaron en prisión. No es un chiste. Es literal:

“Por la familia, la inocencia de los niños en las aulas que el PT nunca tuvo, contra el comunismo, por nuestra libertad en contra del Foro de Sao Paulo, por la memoria del Coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, por el terror de Rousseff, por el ejército de Caxias, por las Fuerzas Armadas, por Brasil encima de todo y por Dios por encima de todo, mi voto es sí”, dijo en aquel momento ante la mirada atónita de la comunidad internacional que lo tomó como la caricatura de un fascista capaz de decir semejantes barbaridades.

Pero ese personaje para muchos payasesco comenzó a ganar adeptos especialmente dentro de las iglesias evangélicas, mientras la (in)justicia brasileña hacía el trabajo de demolición de Lula, del PT y de todos los rivales que se quisieran poner en frente de este hombre que avanzaba en la escena brasileña.

El ex presidente, que era el principal rival de Bolsonaro para las elecciones de octubre de 2018, enfrentó una serie de acusaciones durante la Operación Lava Jato lo que lo llevó a pasar 580 días en prisión, entre el 7 de abril de 2018 y el 8 de noviembre de 2019. No es casual decir que el 12 de julio de 2017, Lula había lanzado su candidatura para la presidencia y lideraba las encuestas por más de 20 puntos de ventaja sobre Bolsonaro.

En ese marco Bolsonaro se presentó a las elecciones de octubre de 18, con Fernando Haddad como candidato del PT en lugar de Lula. Era una democracia manca, amañada por la justicia y, especialmente, por un oscuro personaje que recibió los favores de Bolsonaro cuando fue nombrado presidente: el juez Sergio Moro, quien se ocupó de comandar todo el proceso contra Lula, terminó como Ministro de Justicia del gobierno de Bolsonaro. Decir que se notaban las costuras de toda la operación sería faltarle el respeto a la sastrería. Lo que se notaba era una maniobra ordinaria y burda que hasta un ciego podía detectar.

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Mientras todo esto pasaba en Tribunales, Bolsonaro seguía sumando votos. En 2017 era considerado el político más influyente en redes sociales, ya que había aprendido muy bien la lección impartida por Donald Trump, su mentor. En enero de 2018, se afilió al Partido Social Liberal (el noveno que lo contaba en sus filas ya que saltaba de un partido al otro sin tapujos).

Sólo vamos a mencionar algunas de las consecuencias de los cuatro años de Bolsonaro en el gobierno: retrocedieron las protecciones de los pueblos originarios del Amazonas, se opuso a todas las propuestas de mejoras ambientales y se incrementó la desforestación del Amazonas, no se ocupó de cuidar a la sociedad durante la pandemia de Covid 19, se opuso a las cuarentenas, se opuso al aborto, defendió a la dictadura de 1964, agravió e insultó las personas con elecciones sexuales diferentes a las suyas, reivindicó la tortura como una práctica legítima y tantísimas otras cuestiones que lo ubicaban en la extrema derecha, casi al borde del fascismo.

El laberinto en que entró Brasil, en donde la población armada creció diez veces respecto de los cuatro años anteriores, duró cuatro años, hasta que Lula ganó las elecciones presidenciales de 2021. Pero esta será otra nueva historia para contar. Por ahora es una noticia en desarrollo cómo hará Lula para desenredar el ovillo que le dejó Bolsonaro y, lo que no es poco, para conducir la alianza variopinta que lo llevó al Gobierno. Cuando escribamos la crónica de Qatar, dentro de cuatro años, tal vez tengamos respuestas para estas incógnitas. Hoy por hoy, el partido está por jugarse.

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En 2018 Rusia tuvo su Mundial, cuando todavía era un país amigable que se había adaptado al capitalismo y no se había trasformado en la amenaza global en que se convirtió por culpa propia (la invasión a Ucrania) y por fogoneo externo (Estados Unidos, la OTAN y el resto de sus aliados lo han demonizado hasta límites imposibles). El tránsito de Rusia del comunismo al capitalismo de la mano de Putin, si bien era mirada de reojo por Occidente, era tomada como un avance para el triunfo hegemónico de ese sistema económico en el planeta.

Rusia 2018 fue la primera Copa del Mundo que se jugó en dos continentes: Europa Oriental y Asia.

Fue el Mundial en el que debutó el árbitro asistente de video (VAR) y que sumó un chip dentro de la pelota parta constatar aquellas acciones en las que no se tenía seguridad si el balón había ingresado en el arco o no. Bien lo podríamos llamar el “chip Lampar”, por el robo que había sufrido Inglaterra en su choque contra Alemania por los octavos de final de Sudáfrica 2010. Si nos ponemos malos también se lo podría llamar el “chip Hurst”, por el gol que les cobraron a los ingleses en 1966 cuando la pelota no había entrado en el arco, justamente, de Alemania.

El torneo lo ganó Francia y la sorpresa fue Croacia, que llegó a la final con un fútbol más efectivo que lúcido.

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Tras la primera ronda, la de grupos, pasaron a los octavos de final Uruguay, Rusia (Grupo A), España, Portugal (B), Francia, Dinamarca (C), Croacia, Argentina (D), Brasil, Suiza (E), Suiza, México (F), Bélgica, Inglaterra (G), Colombia y Japón (H). La curiosidad es que Alemania se quedó afuera en la zona de grupos a manos de Suiza y México.

Uno de los temas centrales del Mundial fue Argentina, que llegó como equipo favorito y a partir de errores propios se convirtió en un candidato al diván. El entrenador Jorge Sampaoli, que llegaba con expectativas al Mundial por sus antecedentes con Chile, a medida que avanzó el torneo se fue desdibujando hasta el punto de perder el control de los jugadores, que terminaron haciendo lo que ellos querían. El final lo marcó el choque con Francia, en octavos, al caer 4-3 en un partido que el resultado decoró lo que pasó en el juego, ya que Argentina siempre estuvo lejos del nivel francés.

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Uruguay dio el golpe al sacar a Portugal por 2-1, Brasil hizo la lógica con México (lo eliminó 2-0), Bélgica con Japón (3-2) y Suecia con Suiza (1-0). Los otros tres partidos se definieron en los penales: Rusia eliminó a España (1-1 y 4-3), Croacia a Dinamarca (1-1 y 3-2) e Inglaterra a Colombia (1-1 y 4-3).

Los cruces de cuartos de final entregaron una sorpresa mayúscula, aunque más por historia que por actualidad: Bélgica eliminó a Brasil al superarlo por 2-1. El resto de los resultados fueron más o menos los esperables: Francia 2-0 sobre Uruguay, Croacia 2 (4)-(3) 2 ante Rusia e Inglaterra 2-0 ante Suecia.

Francia siguió desfilando hacia la final al superar 1-0 a Bélgica y Croacia dio el golpe en el tiempo suplementario al vencer 2-1 a Inglaterra.

La final, ya fue narrada. La ganó Francia casi sin despeinarse. Y ganó su segundo título en 20 años.