Historia de los Mundiales: Alemania 1974, la naranja y los claveles
Si Holanda fue innovadora por su forma de jugar, muy cerca de ese país ocurrió otro hecho inédito en la historia de la humanidad: se derribaba a una dictadura de casi medio siglo con una revolución pacífica.
Si el Mundial de 1970 marcó el punto de partida del fútbol moderno, el de 1974, en Alemania, entregó otra revolución, esta vez más táctica que estética: la aparición de la Holanda, de Rinus Michels, con Johan Cruyff como estrella estelar y Johan Neeskens, Johnny Rep, Rob Ressenbrink, Ruud Krol, Wim van Hanegem, Wim Jensen, Arie Haan, Wim Rijsberger, Wim Suurbier o los hermanos René y Willy Van der Kerkhoff como actores de reparto.
Brasil había sido la fiesta del fútbol en el 70, ya lo dijimos; pero Holanda fue la innovación táctica más revolucionaria que recuerde este deporte. Su aparición dejó una marca que todavía perdura: el fútbol total.
Rinus Michels ya había mostrado de lo que era capaz con Ajax, entre 1965 y 1971, y con el Barcelona, entre el 71 y el 74. Y con esa chapa desembarcó en Holanda, con un sistema que rompió con los moldes conocidos.
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No es fácil explicar cómo jugaba Holanda. Para que se entienda, podríamos decir que el equipo rotaba permanentemente sobre un eje y que los jugadores se disponían en el campo para cumplir la misión que fuera, tanto en defensa como en ataque según los encontrara en ese momento la situación de juego. Salvo el arquero, el resto circulaba (literalmente) y ocupaba los espacios sin dejar de rotar, de moverse, de cambiar de posiciones. Así Cruyff podía jugar un rato como líbero, otro como armador y luego terminar como centrodelantero. Lo mismo que el líbero Krol o Van Hanegem, Neeskens o cualquiera de los futbolistas. Había especialistas, claro, pero 7 de los 11 eran capaces de intercambiar lugares con naturalidad. Para que se entienda mejor: las rotaciones tenían mucho del básquet y handball, pero en el largo y ancho de una cancha de fútbol.
Para semejante apuesta era necesario tener a los jugadores ideales, y ese fue otro de los talentos de Michels: conseguir que los futbolistas interpretaran el libreto que les tocaba en suerte.
Si Holanda fue innovadora por su forma de jugar, en Alemania, muy cerca de ese país ocurrió otro hecho inédito en la historia de la humanidad: se derribaba a una dictadura de casi medio siglo con una revolución pacífica.
La historia comenzó el 25 de abril de 1974, en Portugal, cuando un levantamiento militar, obrero y estudiantil terminó con la dictadura iniciada décadas atrás, por António de Oliveira Salazar.
“La revolución de los claveles”, tal como pasó a la historia ese momento increíble, fue una alzada que comenzó entre los militares pero que rápidamente se trasladó a los sectores populares que le dieron características insólitas.
Portugal llevaba más de 40 años sumida en la negación de los derechos civiles de la población, la censura, la represión y la ausencia de elecciones democráticas desde que se había instaurado el Estado Nuovo en 1926.
El movimiento, planificado durante meses, comenzó con la canción “Y después del adiós”, de Paulo de Carvalho, emitida por la radio Emmisores Asociados de Lisboa, el 24 de abril a las 22:55. Era la primera señal para indicarle a los revolucionarios que las cosas estaban en orden. Y todo se desató cuando en radio Renascença, a las 0:25 del 25 de abril, sonó “Grândola”, de José Alfonso, un autor censurado y que había batallado durante años contra la dictadura. Esa fue la señal para que los miembros del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), liderados por el militar António de Spínola –que había sido destituido por querer cambiar el concepto de las guerras colonialistas–, se lanzaron a copar los lugares estratégicos del gobierno.
Así contado parece un chiste o una película de los Monty Python (ni que hablar cuando aparezcan los claveles), pero en realidad la cosa era muy seria: se trataba de voltear a un gobierno nacionalista muy parecido a lo que se había vivido en Alemania e Italia, en la década del 39 y mitad de los 40, y que había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial protegido por otra dictadura vecina: la de Francisco Franco en España. La cosa no era un juego: era matar o morir. Si ganaban, seguían vivos. Si perdían, eran cadáveres.
El gobierno de Oliveira Salazar se había asentado durante décadas bajo el lema “Dios, Patria y Familia” e impuso el nombre del Estado Nuevo para desplegar un sistema totalitario bajo la apariencia de una república democrática. Comenzó en 1926 con el Golpe de Estado que terminó con el régimen parlamentario y Oliveira Salazar fue nombrado ministro de Hacienda primero y luego presidente, en 1932. Más tarde, entre 1958 y 1968, se autonombró Primer Ministro hasta que un accidente doméstico lo sacó del poder. Era tal el terror que le tenían a Oliveira Salazar que, hasta el día de su muerte, el 27 de julio de 1970, a los 81 años, se mantuvo la ficción de que era el Primer Ministro cuando ya no manejaba la botonera, rol que había asumido su sucesor, Marcelo Caetano. Era una versión portuguesa del diario de Irigoyen.
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Los promotores del derrocamiento de Caetano fueron “los capitanes de abril”, es decir los militares jóvenes del MFA que ya no querían seguir peleando en las guerras coloniales portuguesas y que estaban hartos de vivir bajo la bota del régimen.
Hasta aquí todo más o menos dentro de los parámetros normales de una asonada militar.
Hasta que pasó lo inesperado, lo único.
Mientras los militares jóvenes desplegaban sus tropas, el pueblo se volcaba a las calles a respaldarlos. Y, entre esa muchedumbre, una joven camarera, Celeste Caeiro, llevaba una canasta repleta de claveles. Celeste fue hasta la plaza y no tuvo mejor idea que poner un clavel rojo en la boca de un fusil de un soldado que pasaba a su lado y que le había pedido un cigarrillo. El resto de los soldados que estaban allí imitaron el acto para dejar claro que el movimiento era pacífico.
Las horas pasaban y los portugueses seguían llegando al centro de Lisboa, pero la imagen ya había trascendido y los que se sumaban lo hacían con ramos de claveles para consolidar una revolución fuera de todo registro.
Ya entrado el 25 de abril, y después de escuchar a los militares que habían tomado las radios, los revolucionarios, siempre rodeados por el pueblo y fusiles con claveles en las puntas, tomaron los espacios públicos, la Escuela Práctica de Caballería de Santarém, el Terreiro do Paço y el cuartel de la Guardia Nacional Republicana, en donde se encontraba el primer ministro. Sólo se resistió la Policía Internacional y de Defensa del Estado (PIDE), y allí se producirían las únicas cuatro muertes y decenas de heridos cuando los leales a la dictadura dispararon contra la multitud que los cercaban. El cuartel finalmente fue tomado y la PIDE disuelta esa misma noche.
A las 5 de la tarde Caetano se rindió y entregó el poder a De Spínola, quien se convirtió en el primer presidente post dictadura. Al día siguiente de la renuncia de Caetano, De Spínola se comprometió a llamar a elecciones lo antes que se pudiera, cosa que cumplió dos años después no sin grandes complicaciones por las luchas entre los sectores comunistas, socialistas, socialdemócratas y hasta de centro derecha.
El 27 de junio de 1976, Portugal vivió sus primeras elecciones presidenciales libres después de medio siglo y Antonio dos Santos Ramalho Eanes, uno de los revolucionarios de primera línea, ocupó la primera magistratura. Ni bien asumió, Ramalho Eanes terminó con las guerras colonialistas y garantizó la independencia de Guinea-Bissau, Angola, Mozambique, Cabo Verde, Macao, Santo Tomé y Príncipe, y Timor.
Si el 25 de abril había marcado el calendario para siempre en Portugal, el 13 de junio fue un momento importante para Alemania, ya que ese día comenzó el Mundial que finalmente ganaría Alemania Federal. Recordemos que en esos tiempos todavía existía el Muro de Berlín y Alemania estaba dividida en dos: la Alemania Federal (la capitalista) y la Oriental o Democrática (la comunista).
El sistema de juego cambió para ese torneo. Ya no habría cuartos de final, semis y final a un partido, sino que los ganadores y segundos de casa grupos se dividirían en dos zonas de cuatro equipos y los dos primeros serían los protagonistas de la final.
Por azares del sorteo, en el mismo grupo clasificatorio estuvieron las dos Alemania, quienes se enfrentarían por primera vez en un partido oficial. Lo más curioso de todo es que Alemania Democrática ganó ese partido por 1-0 y por eso Alemania Federal evitó el cruce con Holanda, que era el mejor equipo del torneo. Las dudas sobre si Alemania Federal fue para atrás quedaron perdidas en la nebulosa del tiempo.
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Un debut en ese torneo fue el de la tarjeta roja, que si bien ya había sido instaurada en México 70, no había salido nunca del bolsillo de un árbitro porque en aquel torneo no se expulsó a nadie. El primer jugador de la historia en verla fue el chileno Carlos Cazely, en el partido inaugural ante Alemania Federal.
Tras la primera fase, quedaron clasificados Holanda, Argentina, Brasil y Alemania Democrática para la zona A y Alemania Federal, Yugoslavia, Suecia y Polonia para la zona B.
Argentina, que llegaba con muy buenas individualidades, pero sumida en la desorganización, terminó en el octavo lugar luego de perder con Polonia 3-2, empatar con Italia 1-1 y ganarle a Honduras 4-1 en la zona de Grupos. En las semifinales cayó con Holanda 4-0, con Brasil 2-1 y se despidió del torneo con un empate 1-1 con Alemania Democrática. La gran revelación del torneo fue un pibe desgarbado, con las medias bajas, que enloqueció a las defensas rivales: René Orlando Houseman.
El recorrido de Alemania hasta la final fue: 1-0 a Chile, 3-0 a Australia y 0-1 con Alemania Democrática. En las semis, se impuso 2-0 a Yugoslavia, 4-2 a Suecia y 1-0 a Polonia en un recordado partido disputado en cancha barrosa.
Holanda le ganó 2-0 a Uruguay, igualó 0-0 con Suecia y superó 4-1 a Bulgaria. En las semifinales, Holanda goleó 4-0 a Argentina en un paseo histórico y se sacó de encima 2-0 a Alemania Democrática y Brasil.
La final se jugó en el Estadio Olímpico de Múnich el 7 de julio y Holanda se puso en ventaja a los 2 minutos del primer tiempo con un penal de Neeskens. La primera vez que los alemanes tocaron la pelota, fue para sacar desde el medio de la cancha.
Todo parecía dado para un festival holandés, pero el partido se hizo de ida y vuelta y los alemanes igualaron a los 25 con un penal de Breitner y se pusieron en ventaja con un tanto de Müller, a los 43 minutos del primer tiempo. Fue un choque vibrante, con numerosas situaciones de gol. Sepp Mier y Jan Jongbloed, los arqueros, fueron las figuras –especialmente el alemán–. Al final la garra y fortaleza alemana se impuso a la técnica y destreza holandesa. Nadie lo sabía aún, pero ese partido marcaría dos hechos trascendentes: Johan Cruyff no volvería a jugar otro mundial y Holanda daría comienzo a lo que, aún hoy, se conoce como “la maldición de las finales”.