Historia de los Mundiales: 1990, en medio de un mundo nuevo
En medio de la Copa del Mundo de aquel año ocurrió un hecho que dejó marcada a fuego la historia: la caída del Muro de Berlín.
Entre el 8 de junio y el 8 de julio se jugó el Mundial de Italia, que para todos los argentinos será recordado por la frustración de la final perdida con Alemania, por el penal de Sensini; y porque tuvo la más bella canción oficial para representar a un torneo: “Un estate italiano” (“Un verano italiano”) fue la suma de todo; belleza, emoción, tradición y por supuesto, fútbol. Cuando Gianna Nannini y Edoardo Benatto cantaban…
Notti magiche (Noches mágicas
inseguendo un goal soñando un gol
sotto il cielo bajo el cielo
di un'estate italiano. de un verano italiano.
E negli occhi tuoi Y en tus ojos hay
voglia di vincere, ganas de vencer,
un'estate, un verano.
un'avventura in più. una aventura más)
… la emoción surgía del cuerpo. No hay palabras para explicarlo… Eso es la música. Algo que llegó al alma y que no se puede describir con palabras.
Ese es tal vez el símbolo del Mundial de Italia. Además, claro, de la épica deportiva que mostró el equipo de Bilardo, que fue inferior a casi todos los rivales que enfrentó (salvo Italia, en las semifinales) pero se las ingenió para llegar a la final y resistir hasta los 39 minutos del segundo tiempo cuando el árbitro Codesal sancionó un sospechoso penal de Roberto Sensini sobre Rudi Völler, que será discutido hasta el final de los tiempos.
La sensación de injusticia que recorrió al pueblo argentino se sintió tanto que los jugadores fueron recibidos, un par de días después, por millones de personas en las calles, tal vez en la mayor demostración popular de la historia después del regreso de Perón a la Argentina. Ni siquiera el regreso de México 86 fue tan acompañado por la sociedad.
En el medio de ese recorrido que fue desde la derrota de Argentina en el partido inaugural contra Camerún por 1-0 y la final perdida con Alemania también por 1-0, ocurrió un hecho que dejó marcada a fuego la historia: la caída del Muro de Berlín. Que comenzó el 9 de noviembre de 1989 en lo político, pero que se efectivizó en lo físico desde el 13 de junio de 1990, cuando tropas de Alemania Oriental comenzaron a desmantelar el Muro desde la calle Bernauer Straße hacia el barrio de Mitte. La demolición luego siguió por Prenzlauer Berg/Gesundbrunnen, Heiligensee y así sucesivamente.
La demolición generó 1,7 millones de toneladas de escombros y se usaron 175 camiones, 65 grúas, 55 excavadoras y 13 bulldozers. Todas las rutas que habían estado cortadas por décadas entre Berlín Occidental y Berlín Oriental por el Muro fueron reabiertas el 1º de agosto de 1990.
Sólo en Berlín se demolieron 184 km de muro, se destruyeron 154 km de valla y se quitaron 144 km señalizaciones y se taparon 87 km de zanjas. Sólo quedaron algunas secciones, las que fueron conservadas para preservar la memoria de un disparate.
El Muro dejó de existir el 9 de noviembre de 1991, exactamente dos años después del día que se quitó el primer ladrillo y 30 años después de haber sido levantado.
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Suponemos que muchos lectores se deben estar planteando que para destruir un muro que separaba a Berlín en dos (una parte británica, estadounidense y francesa y la otra bajo la órbita de la Unión Soviética), alguna vez debió haber ocurrido la construcción. Y las razones de su existencia no están mucho más lejos de los que se conoció como la Guerra Fría, que era la batalla ideológica, cultural y bélica del capitalismo occidental contra el comunismo/socialismo de Europa oriental.
El Muro nació el 13 de agosto de 1961 bajo el nombre de Barrera de Protección Antifascista, por una orden directa del Kremlin. El objetivo era evitar el contacto entre la zona dominada por la Unión Soviética con la de Estados Unidos, Francia e Inglaterra; pero con el tiempo se transformó en un símbolo que dividía al capitalismo del comunismo. Era la puesta en escena de dos mundos que no querían ni siquiera rozarse.
Pero como la geopolítica no es unidireccional más allá de la historia de Billiken que nos han querido contar por años desde Estados Unidos, el Muro tenía una razón de ser más profunda. En Yalta, en febrero de 1945 y después del final de la Segunda Guerra Mundial, Stalin, Churchill y Roosevelt resolvieron dividir a Berlín en cuatro: un parte para Estados Unidos, otra para Francia, una tercera para Gran Bretaña y la última para la Unión Soviética. Ya en Potsdam, en agosto de 1945 –Truman reemplazó a Roosevelt que ya había dejado de estar entre los vivos–, se establecieron las condiciones para un “nuevo orden” mundial.
La URSS avanzó sobre Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumania y Hungría para construir un cordón protector –se lo conoció como El Talón de Acero– y conformó la República Democrática Alemana, que era la mitad de Alemania que había quedado de su lado. Estados Unidos, como contrapartida, creó la OTAN (Organización del Atlántico Norte) y junto con sus aliados formó la República Federal Alemana, lo que fue la versión occidental del Talón de Acero.
Así dadas las cosas, con ambos contendientes mirándose de reojo y con un status quo que parecía petrificado, la batalla cultural y económica se desarrolló en Berlín, que era el lugar que cobijaba a cuatro de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.
Entre 1948 y 1961 Estados Unidos se valió del Plan Marshall para modernizar Berlín Occidental y fortaleció los lazos de Alemania Federal con Europa, aunque siempre subordinada a sus intereses. Ese empuje económico de Berlín Occidental contrastaba con la austeridad soviética y en 1953 se produjo la primera rebelión de los trabajadores orientales, quienes reclamaron salarios sujetos al aumento de la productividad y la renuncia de la burocracia y su reemplazo por un “Gobierno provisional metalúrgico revolucionario”.
Los burócratas alemanes pidieron ayuda a la URSS, que envió a 300 mil soldados y tanques para imponer el Estado de Sitio. La represión dejó decenas de obreros muertos, lo que desencadenó una huida masiva de berlineses orientales hacia occidente.
Entre 1953 y 1961, casi 2 millones de alemanes orientales pasaron hacia occidente. Sólo en 1960, la suma fue de 200 mil. Y como los burócratas alemanes orientales carecían de imaginación (por eso eran justamente burócratas), no tuvieron mejor idea que levantar un muro para frenar el éxodo. O sea, un disparate. Pero un disparate que duró 28 años. Familias enteras, amigos, conocidos quedaron separados de un lado y otro del muro por la friolera, insistimos, de 28 años.
La primera versión del Muro fueron barreras y alambres de púas, pero el sistema se perfeccionó con dos murallas paralelas que, en el medio, tenían una “zona de nadie” que fue popularmente conocida como el “espacio de la muerte” porque allí murieron las 173 personas de las miles que trataron de trasponer el mundo de manera clandestina.
Durante esos 28 años, la frontera entre Berlín Oriental y Occidental era la más peligrosa y caliente del mundo.
El Muro fue un estupendo argumento para Estados Unidos y sus aliados para dejar como enajenados a la URSS y a sus aliados. No había que ser un genio para aprovechar la oportunidad que le dejaban picando desde el lado comunista.
Películas, libros, series y todo lo que se pueda uno imaginar fue utilizado por el capitalismo para denostar a los soviéticos. Y esa maquinaria, ya lo sabemos, siempre funcionó de manera aceitada.
La cuestión es que la cosa parecía cristalizada en ese status quo hasta el fin de los tiempos, pero Hungría, que estaba saliendo del sistema comunista, decidió abrir las fronteras entre su país y Alemania Democrática el 10 de septiembre de 1989. Y así muchos alemanes orientales pasaron a Hungría, luego a Austria y regresaron por el otro lado a Alemania Federal. En el Muro se abría un agujero imposible de cerrar y ya el resto de la operación carecía de sentido. El Bloque de Este estaba en plena desintegración y la avalancha popular hacía insostenible que se mantuvieran las restricciones. Encima, Alemania Democrática no se animó a cerrar las fronteras mientras que la Unión Soviética estaba más preocupada en sus propios asuntos internos, por lo que la situación la tenía sin cuidado.
Alemania Oriental estaba jaqueada además por sus deudas y por la enfermedad de Enrich Honecker, el presidente desde 1976. Pese a que todos esperaban que el círculo natural de la vida hiciera su trabajo y que la apertura decantara por sí sola, Honecker nombró a Egon Krenz como su sucesor y ese nombre, en particular, cayó muy mal entre la sociedad, ya que marcaba la continuidad de las políticas restrictivas de Honecker. Aunque Krenz se quiso mostrar más flexible, nadie le creyó y comenzaron las protestas públicas para pedirle la renuncia.
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Pero todo estalló el 4 de noviembre de 1989, dos días después de una masiva protesta en Alexanderplatz, cuando el gobierno publicó un borrador con nuevas regulaciones de viaje. Ese documento enfureció a la sociedad, que salió otra vez masivamente a las calles. Y el 9 de noviembre las cosas se precipitaron por un error, ya que el portavoz del Politburó, Günter Schabowski, dio una conferencia de prensa en la que decía erróneamente que los ciudadanos de Alemania Oriental podrían solicitar permisos de viaje sin cumplir con los requisitos pedidos previamente y que se iba a permitir la inmigración a través del cruce de las fronteras, incluyendo aquellas entre Berlín Este y el Oeste. El corresponsal de ANSA, Riccardo Ehrman, le preguntó a Schabowski si aquel proyecto de la ley de viaje del 6 de noviembre era un error y el portavoz dio una respuesta confusa y añadió, otra vez, que una nueva ley había sido redactada para permitir la inmigración.
Esta afirmación causó un revuelo y dos periodistas del Bild Zeitung lo consultaron sobre cuándo se pondrían en marcha estas nuevas regulaciones y Schabowski dijo: “Hasta donde sé, debe efectuarse inmediatamente, sin demora” (“Das tritt nach meiner Kenntnis... ist das sofort... unverzüglich“, en alemán textual).
Después de la conferencia de prensa, Schabowski aceptó una entrevista de la NBC y repitió la historia que, repetimos, no estaba aprobada por el gobierno alemán: y reiteró que los alemanes orientales podían emigrar a través de la frontera de forma inmediata.
Tras escuchar en radio y televisión las noticias, los alemanes orientales comenzaron a apiñarse en el muro, en los seis puntos de cruce entre Berlín del Este y del Oeste, y les reclamaban a los guardias fronterizos la libre circulación. Los guardias consultaron a sus superiores y al principio se les ordenó marcar los pasaportes con un sello especial que dejara claro que aquellos que se fueran no podrían volver a Alemania Oriental y que se les revocaría su ciudadanía.
Finalmente, a las 22:45, ese 9 de noviembre de 1989, Harald Jager, comandante del cruce de la frontera de Bornholmer Straße, cedió y les ordenó a los guardias abrir los cruces y permitir el paso sin pedir identificación. Por eso, el 9 de noviembre es recordado como “la noche que cayó el Muro”.
La periodista del Washington Post, Mary Elise Sarotte, en 2009, dijo que la caída del Muro fue "uno de los acontecimientos más trascendentales del siglo pasado” y que se dio “por accidente, por un error cómico y burocrático de los medios de comunicación occidentales y por el peso de las mareas de la historia".
Y mientras el Muro se demolía, la Unión Soviética se desintegraba y el capitalismo se convertía en el amo y señor de la humanidad, Italia tenía su Mundial. Y se preparaba para ganar la copa por cuarta vez.
Otra vez 24 selecciones se presentaron para darle forma al mismo formato que se había usado en México 86.
Y las cosas del destino quisieron que a la final llegaran Argentina y Alemania, los mismos equipos que se habían enfrentado hacía cuatro años, con un detalle no menor: Alemania se presentaba bajo el nombre de Alemania Federal con la convicción de que sería la última vez que lo haría en esas condiciones porque la unificación estaba en marcha.
Ya hablamos de Codesal, del polémico penal, de la puteada de Diego al público italiano cuando silbaban el Himno Nacional y de la derrota honrosa de Argentina. Pero no dijimos nada del nivel de juego. Ese partido, esa final, aún hoy es considerada la peor de la historia. Es más, ese Mundial fue el peor de la historia. Un dato lo aporta el bajo promedio de gol por partido (2,21) que aún hoy se mantiene como el peor de los mundiales realizados. Ese mundial dejó también para los argentinos uno de los más placenteros recuerdos por el insólito triunfo ante Brasil, en octavos de final, con gol de Caniggia y por haber dejado afuera del torneo a Italia, el anfitrión en la definición por penales. Ok. El torneo fue pésimo. Pero acá, en este país perdido muy abajo en el planisferio, Italia 90 se disfrutó casi como ningún otro campeonato que tengamos memoria.