Soy un defensor del VAR. Toda aquella herramienta que sirva para mejorar la justicia deportiva no puede ser dejada de lado. Funciona en el fútbol americano (con los desafíos de los entrenadores), en el hockey sobre césped (con los challenge de los jugadores), en el rugby (con la revisión de los tries y de juego brusco), en el tenis (con el ojo de halcón), en el básquet (con la constatación de jugadas decisivas) y en todos los deportes que uno se pueda imaginar.

¿Qué pasa entonces en el fútbol? Es sencillo: los encargados de usar la herramienta son malos. No entienden el juego. Peor aún: no comprenden el espíritu del juego. Los árbitros de Sudamérica en general y de Argentina en particular, son pésimos. Y aquí sí vamos a generalizar. Porque no hay uno solo que se salve de sancionar estupideces amparados en esta nueva tecnología.

En el fútbol doméstico el VAR se usa con discrecionalidad. Lo padecieron San Lorenzo contra Barracas Central y Racing ante Sarmiento en la última fecha. Hubo otros casos, pero no viene a cuento recordar más situaciones porque ya todos saben de qué estamos hablando.

Lo que ocurrió en el partido entre River y Vélez ya superó toda la capacidad de asombro. Ver a un árbitro (Roberto Tobar) paradito junto a la cancha durante cinco minutos buscando una aguja en un pajar (una supuesta mano de Suárez que no la vio nadie salvo los jueces de VAR y Tobar) para después, sin estar del todo convencido, anular un gol que era válido, ya no tiene sentido.

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Antes había injusticias entendibles: el árbitro debía decidir en un segundo para tomar una determinación y quedaba expuesto. Ahora hay injusticias que dejan muy claro lo malos que son técnicamente los jueces. A estos árbitros no los salva nada ni nadie. Son horribles. No entienden nada. Se tiene que ir todos en fila para darle lugar a alguna camada nueva que entienda de qué se trata el asunto.

Insistimos: la herramienta es buena. Su utilización es pésima. Un amigo me decía mientras veíamos el partido: mano era la de Gallo, recordando aquella que no cobró Guillermo Nimo en 1968. Y era verdad. Esas eran las manos que supuestamente el VAR había llegado para que no pasaran inadvertidas. Lo que no puede ocurrir es que los encargados del VAR se transformen en detectives para buscar alguna anomalía que ni los propios jugadores reclaman. Porque ni el arquero Hoyos ni el jugador de Vélez que estaba al lado de Suárez cuando convirtió el gol, pidieron absolutamente nada, en lo que hubiera sido un acto reflejo instantáneo en caso de que hubieran siquiera sospechado alguna situación ilícita. ¿Por qué no reclamaron? Porque no había nada que revisar. No hubo mano. Y si uno no está seguro de lo que ocurrió, debe dejar que las cosas sigan su rumbo. El gol se debió cobrar y el partido debió haber llegado a la definición por penales. O no, si es que Vélez empataba o River aumentaba.

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Es tal el delirio que se instaló que los suplentes de River, en sus teléfonos, vieron un supuesto codazo de Godín (que no ocurrió) y salieron despedidos del banco a pedirle a Tobar que revisara la jugada. El partido ya no se jugaba adentro de la cancha sino que se hacía en la fucking oficina que tiene los monitores para revisar jugadas.

Los futbolistas estaban más pendientes en fingir infracciones o en teatralizar que en patear al arco. Porque ya se dieron cuenta, muy vivos ellos, de que los jueces son tan malos que pueden caer en cualquier trampa y cobrar cualquier cosa. O sea: el VAR se tendió su propia trampa y los partidos ya se juegan para los cuatro tipos que están mirando en la cabina para ver si los convencen de cobrar alguna idiotez.

Está de más decir que no creemos en una conspiración en contra de River, de Boca, de San Lorenzo o de Racing. Lo que creemos es que estos tipos (los árbitros) no están a la altura de las circunstancias. Son tan pero tan malos que no saben ni siquiera aprovechar algo que los debería beneficiar. Y lo más curioso de todo es que, además, parecen tontos. Porque son especialistas en pegar un tiro en el pie.