Una foto. LA FOTO. Vilas salta y toca el cielo con su puño derecho y con la raqueta en la mano izquierda. En el arco de su espalda se ve la figura de Ion Țiriac, su entrenador, quien estaba en el borde de la cancha preparado para festejar. A la derecha, aparece medio cuerpo del juez de línea con el brazo derecho estirado marcando que el tiro de Jimmy Connors se había ido afuera. El público reparte las miradas: algunos miran a Guillermo festejando y otros al juez de línea, porque el hombre había tardado una eternidad en marcar que la bola era ancha.

Una foto. LA FOTO. Es uno de los recuerdos deportivos más emocionantes que tendrá cualquier persona que le guste el deporte. Porque Vilas no era sólo un jugador de tenis. Vilas, para toda una generación, era un superhéroe. El tipo capaz de alcanzar todo lo que le tiraban y que, además, respondía con esos fantásticos passing shots que dejaban parados a los rivales y hasta cada tanto sacudía una Gran Willy para detonar el cerebro de los amantes del tenis.

Nadie olvidará jamás esa foto de la final del Forest Hill, de 1977, el último que se jugó en ese estadio con cancha de arcilla verde. Nadie la olvidará más allá de que el protagonista, ese tipo que salta hacia la gloria, el hombre que le dio tantas alegrías a los argentinos tiempos tan oscuros de dictadura, haya perdido la capacidad de recordar. Por eso la nostalgia por ese momento es todavía más grande.

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Recordar y olvidar. Todo está enfocado en esas dos palabras. Por eso el valor de esa foto. Porque no tengo dudas de que Guillermo, este Guillermo de hoy, muy en el fondo de su corazón siente algo distinto al ver esa foto. Vibra. Tal vez no lo pueda decir o transmitir, pero las emociones seguro están ahí.

Aquella foto de Guillermo Vilas

Nadie podrá olvidar lo que hizo Guillermo Vilas en 1977. Ganó dos Grand Slam (Roland Garros y el abierto de los Estados Unidos), fue finalista en Australia (perdió al final contra Roscoe Tanner), jugó 31 torneos y ganó 16, se impuso en 130 partidos y perdió apenas 14 (90,30 por ciento de efectividad), metió una seguidilla de 46 partidos oficiales ganandos de corrido (y otros cuatro de un torneo no oficial) y se quedó con siete títulos consecutivos –Kitzbuhel, Washington, Luisville, South Orange, Columbus, Forest Hill y París–.

Pero el tema que nos ocupa es esta foto. La de la final contra su archienemigo, Jimmy Connors. Porque es el símbolo de toda una carrera. En ese partido Guillermo perdió el primer set por 6-2 (fue el único que dejó en todo el torneo) y luego se quedó con los dos siguientes muy peleados por 6-3 y 7-6; para finalmente barrer a Jimbo con un 6-0 descomunal.

El resto del torneo había sido un paseo para Willy: 6-1 y 6-0 ante Manolo Santana (en esa época los primeros cuatro partidos se jugaban al mejor de tres sets); 6-3 y 6-0 ante Gene Mayer; 6-3 y 6-3 ante Víctor Amaya; 6-3 y 6-1 ante José Higueras; 6-1, 6-1 y 6-0 ante Raymond Moore y 6-2, 7-6 y 6-2 ante Harold Solomon. 106 games ganados y 41 perdidos; 17 sets ganados y uno solo perdido.

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Después de semejante cosecha, nadie dudaba de que la computadora le daría el número 1 a Vilas. Pero no. El sistema de porcentajes que se utilizaba por esos años estableció que Vilas quedaba al final de la temporada como número 2 detrás de Connors, quien apenas había ganado el Masters, seis títulos y fue finalista en Wimbledon y en Estados Unidos. Sólo hizo justicia la revista World Tennis, que le concedió el número 1 a Vilas.

Fue el gran año de Willy. Y también fue el año en el que nació la frustración que lo amargó el resto de su vida: no haber sido considerado número 1, no haber celebrado ser el campeón mundial del año. No haber hecho suyo lo que merecía, lo que se había ganado a raquetazos limpios. No haber sido para las autoridades del tenis, el primer y único argentino en llegar al lugar más alto del ranking. Esta es, sin dudas, una de las injusticias más flagrantes de la historia del deporte profesional y que aún hoy, 45 años después, sigue sin ser reparada. Y lo más triste es que si alguna vez esos burócratas se dignaran a hacer justicia, ya sería demasiado tarde. Por lo menos para Guillermo. Porque el Alzheimer, esa kriptonita maldita que se le cruzó en la vida de nuestro superhéroe, no le permitirá disfrutar de lo que tantos años anheló, lo que siempre soñó.