Los jugadores vestidos de blanco se abrazaban en el campo de juego luego de ganarle a Boca en la definición desde el punto del penal por los octavos de final de la Copa Libertadores.

Del otro lado, el llanto ganaba a varios futbolistas vestidos de azul y oro. Uno de ellos, tal vez el más apuntado por haber fallado dos penales, contenía la angustia, aunque se le escapaba una que otra lágrima de impotencia. Darío Benedetto era el hombre al que todos miraban, al que todos responsabilizaban por la eliminación.

Si bien el fútbol es un deporte colectivo, pocas veces como esta la responsabilidad de la eliminación efectivamente recaía sobre los hombros de una sola persona, ya que el equipo había hecho las cosas mejor que su rival más allá de no haberlo podido superar durante los 180 minutos de juego.

Y Benedetto fue quien tuvo en sus pies el gol del triunfo durante el primer tiempo cuando estrelló su tiro penal en el poste izquierdo del arco de Corinthians; y luego, apenas una hora después, estaba otra vez parado frente a la pelota con un match point a su favor. Si convertía el penal se terminaba la serie y Boca pasaba a los cuartos de final por 4-3. Pero no. Su disparo voló hacia la segunda bandeja de la Bombonera ante la incredulidad general. La serie siguió y ya todos saben el final: Cássio le atajó el disparo a Ramírez y el que avanzó en la Copa fue el equipo brasileño.

Corinthians fue fundado el 1º de septiembre de 1910 por cinco trabajadores ferroviarios del Barrio Bom Retiro de Sao Paulo, y está entre los tres más ganadores del fútbol brasileño, además de haber obtenido una copa Libertadores (2012) y dos Mundiales de Clubes (2000 y 2012).

Pero lo más destacable de su historia no fueron los títulos obtenidos sino una rareza que se impuso entre sus dirigentes y jugadores, allá por la década del 80, y que se llamó “La democracia corinthiana”.

El creador del concepto revolucionario y nunca más emulado fue Atilson Monteiro Alves, un sociólogo que fuera designado director deportivo del Corinthians, en 1981, por el presidente del club Waldemar Pires, quien acompañó la “locura” pergeñada por Monteiro Alves.

Hay que hacer un parate en la narración para entregar contexto: desde el 31 de marzo de 1964 Brasil era gobernado por una dictadura militar, como ocurría a lo largo y a lo ancho de Sudamérica. Ese día y ese año había sido derrocado el presidente João Goulart por el dictador Humberto de Alencar Castelo Branco. Y desde 1979 el presidente impuesto por la junta militar era João Figueiredo, quien manejaba al país con mano de hierro.

En medio de esa situación, Pires y Moteiro Alves pusieron en práctica algo inusual: conversaron con el plantel profesional, que tenía referentes formados políticamente como Sócrates, Wladimir, Casagrande y Zenon y les dijeron que, de ahí en adelante, todas las decisiones del club y del equipo se tomarían de manera colegiada, bajo el formato de asambleas.

Aquella democracia corinthiana

Lo que parecía una utopía, con los días tomó forma y se transformó en una práctica cotidiana: “Se planteaba un asunto y se debatía. Por ejemplo, ‘jugamos mañana en Río, ¿cuándo viajamos, hoy o mañana mismo?’. Y entonces se resolvía por consenso o por decisión mayoritaria luego de votar”, contó alguna vez Sócrates para explicar en qué consistía el experimento. Y así entonces se comenzaron a decidir las cosas. Y ese equipo de raíces humildes con ese método se coronó bicampeón del Paulista en 1982 y 1983 al tiempo que despertaba el interés de intelectuales como Jorge Amado, de políticos como Luiz Inácio Lula da Silva (era el secretario general del Sindicato de Metalúrgicos) y hasta de artistas como Gilberto Gil, que incluso compuso el tema “Andar con fe” en homenaje a “La democracia corinthiana”.

Así, con el tiemplo, Corinthians sumó como simpatizantes a gente de otros clubes que entendía que allí se estaba gestando un lugar de resistencia a la dictadura y que excedía a esos 11 locos que corrían detrás de una pelota.

La democracia no se ejercía sólo para resolver un viaje; también se elegían los refuerzos, se definía quién sería el DT, el lugar de entrenamiento, la decisión se si había o no que concentrar. Se votaba todo. “Hasta si el autobús debía parar porque alguien tenía ganas de hacer pis”, bromeaba Sócrates. Un detalle no puede ser soslayado: votaban desde el presidente del club hasta el chofer del micro que llevaba a la delegación a los partidos. “Yo era el único jugador del Corinthians que estaba en la Selección brasileña y mi voto tenía la misma importancia que el del presidente, el del tercer arquero o del que lustraba los botines”, rememoraba Sócrates poco tiempo antes de morir, el 4 de diciembre de 2011. Ustedes se preguntarán, ¿pero qué pasaba con los salarios? Porque no todos debían cobrar lo mismo. La respuesta es la obvia: hasta los beneficios económicos se repartían en partes iguales y entre todos. Era socialismo al palo.

Aquella democracia corinthiana

“Ganar o perder, pero siempre en democracia”, rezaba la bandera que el plantel corinthiano desplegó en la final del torneo Paulista de 1983, del que finalmente sería campeón. “El mayor logro que conseguimos fue demostrarle al público que cualquier sociedad podía y debía ser igualitaria. Que podíamos desprendernos de nuestros privilegios en procura del bien común. Que la opresión no era imbatible. Que era posible darse las manos para salir adelante”, decía Sócrates.

A fines de 1982, y luego de que la dictadura accediera a llamar a elecciones para elegir gobernador del Estado de San Pablo, los jugadores corinthianos salieron al campo con otra leyenda, esta vez en sus camisetas: “Día 15, vote”, para instar a la gente a concurrir a las urnas. Y luego seguirían las banderas y las leyendas antes de cada partido, todas pidiendo elecciones generales, bajo el lema “Direitas ja” (Elecciones directas ya).

Todo comenzó a desinflarse cuando fracasó el pedido a elecciones y Sócrates fue transferido a Italia y cuando Monteiro Alves perdió las elecciones internas de club en elecciones amañadas, en 1985.

Sin embargo, la historia ya había sido escrita. Quedó claro y explícito que un grupo de dirigentes, jugadores y empleados de un club le daban una trompada al miedo que cruzaba a Brasil por la dictadura.

Cuando murió Sócrates, el equipo salió a la cancha vestido de blanco en el partido siguiente con el brazo erguido y el puño derecho cerrado y apuntando al cielo. Había 40 mil personas en las tribunas, todas de un blanco impoluto, también con los puños en alto. Estaban tristes. Pero orgullosos al mismo tiempo. Se había ido Sócrates, uno de los líderes de una revolución inédita en el fútbol mundial. Una revolución que traspasó la esfera deportiva y le mostró al mundo que hay sueños que se pueden llevar adelante. Aunque más no fuera por un rato.