El bar de la esquina de Chile y Piedras, en el viejo barrio porteño de Montserrat, había perdido una parte de sus viejos encantos hacía años, pero en 1993 seguía teniendo lo suyo: una sensación de tiempo detenido, de escasos parroquianos, un silencio tranquilo, una especie de oda al pasado.

En los años del menemismo acumulando poderes, uno a uno aquellos viejos bares de mostrador de estaño y mobiliario de madera iban cayendo frente a los cantos de sirena del plástico y del neón, mientras una porción mayoritaria de la sociedad parecía celebrar su pertenencia a un falso primer mundo,

Mi ingreso a ese bar, aquella mañana, fue un poco a lo Tristán: tropecé apenas traspasada la puerta, sin ánimo alguno de llamar la atención de los jubilados de siempre, que parecían disfrutar de matar el tiempo en una mesa redonda de seis, antes de que el tiempo los matase a ellos, como ocurrió luego, sin dudas.

Pero el futuro quedaba lejos por entonces y todos los que se dieron vuelta, sorprendidos por mi casi piletazo, cargado de bolsas de Supercoop, tenían caritas de emoticón, aunque los emoticones no existían, sin que en principio nada indicara que había algo fuera de esa calma normalidad.

Unos segundos después quedó claro porque flotaba en aquel ambiente una sensación de suave electricidad: entre aquellos habitués del bar cuyos rostros conocía de memoria, sonreía, beatífico y cansado, el más que famoso actor italiano Marcello Mastroianni, sin cámaras a la vista.

Encontrarse una mañana en un bar de Montserrat con el protagonista de “La Dolce Vita” de Federico Fellini era raro, rarísimo, inexplicable, pero Mastroianni lucía bastante ambientado, para nada incómodo, aunque resultaba a todas luces imposible su pertenencia a aquel ambiente.

El mozo, como suele suceder, sabía todo. “Está filmando una película aquí a media cuadra. Como se aburre esperando que todo esté listo, le dan permiso para venir a tomar café y lo vienen a buscar cuando le toca una escena”, explicó.

La película era “De eso no se habla”, de María Luisa Bemberg, una adaptación de una novela de Julio Llinás -el padre de la actriz Verónica y el cineasta Mariano- que transcurría en el imaginario pueblo rural de San José de los Altares, durante los años treinta de ese mismo siglo pasado,

Aquello de que no se hablaba en esa ficción aleccionadora era de la hija enana de la influyente viuda Leonor, dueña de la pulpería del pueblo, cuya “normalidad” se rompía con la llegada de un forastero que se enamoraba de la chica, ayudándola a romper los cercos invisibles de la moral.

Un recuerdo de los días en que Mastroianni tomaba café con unos ignotos jubilados en un bar porteño
Marcello Mastroianni y Alejandra Podestá durante el rodaje de De eso no se habla.

La trágica historia de la actriz que interpretó a Charlotte, esa niña que actúa ajena por completa a la mirada de los otros, Alejandra Podestá, ha sido objeto de una notable película documental, “Un sueño hermoso”, de Tomás de Leone, estrenada el año pasado en la plataforma Cine.ar TV.

Podestá, que fue elegida por un casting, vivió la fantasía del estrellato cinematográfico por unos meses, recibió elogios a granel por su labor a la par de la estrella extranjera, pero nunca más pudo hacer otro papel, ingresó en una depresión grave y murió asesinada en 2011 en un hecho poco claro.

La película se estrenaría durante un agitadísimo año, en un país lleno de primeras figuras de la política de muy baja estatura, en varios aspectos, entre ellos Carlos Menem, Eduardo Duhalde, Carlos Corach y Víctor Alderete (cualquiera podía hacer una fiesta de asociaciones, pero eso no era frecuente por entonces).

A unos metros del bar, en efecto, se rodaban algunas escenas de interiores, aprovechando la vieja casona en la que se enseñoreaba el Museo Nacional de la Historia del Traje, en Chile 832, frente a una de las puertas donde funcionaba la sucursal de un supermercado que capotaría durante la crisis económica de principios del siglo XXI.

Mastroianni portaba ya el cáncer de páncreas que lo vencería en diciembre de 1996 pero de eso tampoco se hablaba: como tantos otros actores del oficio, cuando llegaba a un rodaje, buscaba relaciones familiares con los compañeros sobre todo los técnicos, de los que dependía en parte su lucimiento.

El continuista del rodaje, Aldo Romero, contó que durante aquellos días vivió la fantasía de estar a la par de un hombre cuyo rostro franco era en sí mismo una postal del siglo XX. "Para mí él era el cine”, definió. “Cuando supe que iba a trabajar con nosotros, me prometí vivirlo intensamente porque consideré que era una oportunidad única en la vida”

“Era un profesional de primera”, recordó. “Siempre llegaba 30 minutos antes de la hora. Sabía mucho sobre técnica cinematográfica y amaba estar con el equipo. Aún los días que no tenía ninguna escena, venía al rodaje y se quedaba a comer. Tenía un agudo sentido del humor y era un gran observador. A la semana de estar con el equipo ya sabía quién era quién".

Hay actores que dicen que hacen teatro como excusa para salir a comer después con los compañeros y esa sensación transmitía Marcello, cuando llegaba como uno más, caminando despacio, a los sorprendidos parroquianos del bar en decadencia en cuya mesa se sentaba como si fuese un vecino aburrido.

Las historias que habitualmente se oían en esas mañanas se convertían en más exageradas, ahora que las escuchaba una persona famosa: todos conocían la de Benjamín, un viejito internado en un geriátrico cercano, que lloraba y lloraba al recordar los días de La República y los amigos caídos en la Guerra Civil.

Mastroianni, podía suponerse, se divertía en el día a día de ese paréntesis porteño en su vida sabiendo que, antes de irse, debía regalar al bar completo, que giraba para festejar su parlamento, un texto que casi toda la concurrencia sabía de memoria: el de su publicidad de los sesenta para el aperitivo Cynar.

“El alcachofo”, decía, canchero, entornando sus ojos claros, sinceros, “el alcaucil”, agregaba, “es históricamente la planta del vigore”. Nunca podía terminar el parlamento: lo ovacionaban como a Maradona en Napoli, antes de dejarlo partir tranquilo rumbo a la escena pendiente.

En italiano, el nombre de esta flor comestible es carciofo, pero el parlamento escrito allá lejos y hace tiempo por los publicistas para esa insólita pieza publicitaria incluía dos de las denominaciones posibles en lengua castellana (una tercera, más hispana, es alcachoflas).

Mastroianni, que a estas alturas ya no era un propagandista involuntario del carciofo, tenía un plan B, en aquellos días que pasó en una de las ciudades más italianas del mundo repitiendo un texto que todo el mundo le festejaba: contactarse con el escritor Osvaldo Soriano.

Llevaba años dándole vueltas a la idea de protagonizar una versión de la novela “A sus plantas rendido un león”, que también le había parecido ideal para el cine al actor cómico argentino Alberto Olmedo, según alcanzó a escribir Soriano, que murió en enero de 1997.

Soriano, cuya obra completa se había publicado en italiano, contó que cuando llegó a Colonia para explorar las posibilidades de un trabajo en conjunto, recibió como pedido la escritura de un guion que le permitiese interpretar un personaje patético, “un Tarzán viejo y descangallado, impotente, lamentable”

La relación entre ambos tenía ya una historia, aclaró. “Estábamos con mi mujer en Italia y nos encaró un productor vestido con pilchas de miles de dólares y una pinta de chanta terrible”, escribió Soriano, que sufría en silencio el cáncer de pulmón que lo fulminó.

El productor les contó que Mastroianni había recibido la traducción de la novela de sus manos, en un encuentro gastronómico en que también estaba Federico Fellini, según el relato del escritor argentina, cuya obra tenía peso propio en Italia.

 “Una de esas cosas que vos decís, pero dejáme de joder”, narró Soriano. “Me daba vergüenza ajena. Para sacármelo de encima le dije que quedáramos en contacto y pensé: andá a impresionar subdesarrollados a otra parte. Al tiempo me mandó un fax y yo contesté con evasivas”

En este encuentro entre ambos del otro lado del Río de la Plata, en Colonia, desarrollado en los tiempos muertos de las otras semanas de filmación de la película de Bemberg, Mastroiani le confirmó que las afirmaciones de aquel productor fanfarrón eran verdades comprobables.

“Yo hace tiempo quise hacer el personaje de cónsul de tu novela, pero el director era muy joven”, aseguró el italiano. Soriano escribió que lo escuchaba fascinado y pleno de asombro, como los jubilados del bar. “Una tarde estuvimos con Fellini y el director leyendo el guion”, le detalló.

Intentaron retomar el proyecto, pero Mastroianni entendió que ya era tarde, aunque alcanzó a confesarle, sobre un hipotético rodaje de lo que hubiese sido su otro filme argentino: “Yo lo que quiero es andar con una valija con un millón de dólares por el bosque. Pararme y cantar el himno o un tango”.

Pero un año después del estreno argentino de “De eso no se habla”, en una entrevista que concedió al periodista Alain Elkann, dijo cosas muy diferentes a aquellas que en Argentina lo hicieron lucir melancólico, como triste, solitario y final.

"Estoy muy reconocido a la vida, que fue tan generosa conmigo”, afirmó el astro, que acaso estaba un poco ciclotímico. “Tuve fortuna, amor, éxito y dinero. Todo en abundancia y continúa en aumento. El futuro no me preocupa."

El hombre que entretenía jubilados ignotos en un bar de Montserrat mientras en la Argentina el ex presidente Raúl Alfonsín gestaba con Menem el Pacto de Olivos que en 1994 permitiría una Reforma Constitucional, era desde hace muchos años uno de los rostros eternos del cine del siglo XX, pero a su colega argentina Betiana Blum le había dicho cosas muy distintas, acaso para impresionarla.

“Más allá de la máscara de Vittorio Gassman y de la mueca retorcida de Alberto Sordi, Marcello hizo comedia, pero nunca el grotesco; fue dulce galán enamorado, maduro conductor y maestro y sospechoso sin enigmas. Sus ojos luminosos y transparentes lo volvieron confiable para que los grandes artistas -Antonioni, Fellini, Visconti, Bolognini, De Sica- lo convirtieran en sus otros yo, en títulos inolvidables”, escribió en su necrológica un crítico argentino.

El gran actor, que había nacido en 1924, no tenía por qué saberlo, pero el alcachofo, el alcaucil, había caído en desgracia en los noventa, como tantas otras producciones nacionales, lejos de una etapa anterior en que la Argentina era el cuarto productor del mundo.

En la segunda década del siglo XXI, las cosas son muy distintas, aunque nadie recuerde su publicidad: de la mano del éxito amargo del fernet y los aperitivos itálicos está otra vez de moda: los jóvenes chefs se los tatúan en los brazos, los artistas plásticos de vanguardia los pintan como artefactos neo psicodélicos, los homeópatas los recetan a sus pacientes,

Si el consumo del alcaucil convertido en aperitivo ha vuelto del ostracismo, resurgen las esperanzas de que el cine vuelva a ser el cine y surjan otra vez actores como Gassman, Tognazzi, Sordi y Mastroianni sin que haya que aclararle a los más jóvenes al mencionarlos que no son jugadores de la Juventus, la Roma, el Inter o el Milan.