Cortázar, Piglia, Walsh, Borges, Spinetta, Charly: historia pura en bares y restaurantes cerrados por la peste
Una parte de la idiosincrasia porteña está desapareciendo por la pandemia con el cierre de docenas de locales donde se tejió una parte de la vida cultural de la ciudad.
En ese restaurante que está allí, uno de los músicos argentinos más respetados de todos los tiempos se encontró con otro, que lo superaría en fama, y observando su entorno, le dijo, mirándolo a los ojos: “Flaco, vos tenés mucho talento, pero tené cuidado con los vampiros, que pueden chuparte la sangre”.
Un guía turístico porteño, parado en la esquina de la Avenida Corrientes y Montevideo, podría haber contado así los visitantes extranjeros interesados en un tour cultural como un veinteañero Luis Alberto Spinetta, ya consagrado con los dos primeros discos de Almendra, intentó dar un buen consejo a Charly García, que recién empezaba su carrera.
Y agregar a la historia, para ponerla picante, que años después, cuando supo cómo funcionaba el negocio de la música, y se sintió estafado, el ya famoso y omnipotente García dijo en una entrevista que “los empresarios de rock tienen forrados los asientos de sus autos descapotables con piel de artista”, acaso recordando su compañía en aquel encuentro fortuito.
Para poder hacerlo, para poder atrapar la atención de su contingente desde la esquina, el guía tendría que señalar a continuación un famoso restaurante a mitad de cuadra, un templo de manteles de papel y platos abundantes, regado de centenares de miles de historias a lo largo de décadas de una existencia que parecía interminable… hasta que llegaron las plagas.
El restaurante se llamaba “Pippo”, y es parte de la memoria emotiva, gastronómica y cultural de una ciudad cuyo centro hoy parece a la deriva, abandonado por la mano de Dios, lleno de locales cerrados, o a punto de cerrar, en una etapa en que los ciudadanos han ido acostumbrándose a que lluevan las malas noticias sin que nadie reaccione, como si se tratara de una maldición bíblica.
Esta columna está inspirada por una nota que publicó la semana pasada Noticias Argentinas, contando que este año ya han cerrado 11.800 restaurantes y hoteles en el país, luego de los 8 mil que terminaron su existencia durante 2020, con una pérdida de 175 mil puestos de trabajo, según fuentes del sector, uno de los tantos afectados por la situación general.
Como ocurre con las cifras de muertos por Covid -en cada nombre desconocido hay una historia de vida, una familia rota, amigos desolados, compañeros marcados para siempre- detrás de la noticia de los cierres de locales gastronómicos hay millones de historias que se quedan sin escenario, sin el contexto físico que las rodeó cuando nacieron, en una lenta extinción de un parte central de la identidad cultural de la ciudad.
El guía que imaginamos en esta nota, no tendría más que señalar hacia la misma esquina, pero en diagonal, para narrarle a su contingente que en ese bar de grandes ventanas de madera, del tipo guillotina, que era la Meca de muchos intelectuales, de fuste -y de café- el gran escritor y periodista Rodolfo Walsh comenzó una conmovedora historia de amor militante con su última compañera, Lilia Ferreyra.
Lidia era aún una joven estudiante de Letras que había llegado desde Junín cuando uno de sus compañeros le indicó que el señor que tomaba café, sólo, en ese bar repleto de viejas sillas y mesas de madera, y no del todo limpio, era un escritor famoso, que solía hacer traducciones para la editorial de Jorge Álvarez, que tenía una librería a tres cuadras y meda de allí.
La próxima vez que se vieron allí en el viejo bar La Paz, cada uno con un libro en la mano, él la invitó a cenar, ella sintió que se enamoraba, y desde entonces estuvieron juntos, y vivieron primero en un departamento frente a la comisaría más próxima, a unos metros de allí, sobre la calle Tucumán, podría agregar el guía, sin explicar por qué eligieron ese lugar.
Pero estas excursiones por la ciudad nunca podrán concretarse de esta forma: esos lugares emblemáticos ya no existen, como tampoco otros centenares de bares, cafés, restaurantes, bodegones y comederos a los que ha ido borrándolos del mapa la combinación del paso del tiempo, la llamada picota del progreso, el desastre económico del gobierno de Mauricio Macri y ahora las consecuencias de la crisis en la era del Covid.
Pippo, que era el restaurante insignia de una serie importante de negocios de comida históricos en esa cuadra de la calle Montevideo, está cerrado desde setiembre del año pasado, luego de que sus últimos propietarios, un grupo de bienintencionados, se topasen con los resultados feroces de los primeros meses de cuarentena, y despidieran empleados por whatsapp.
Fundado en 1937, y con sus contundentes vermicellis con tuco y pesto como plato insignia, Pippo se destacaba por el carácter casi casero de sus pastas, guisos y mantelería, por su ambiente parroquial, discreto, sencillo, y la fenomenal atención de sus mozos, muchos de ellos con décadas de experiencia en el rubro.
En la esquina siguiente, en Montevideo y Sarmiento, donde hoy está uno de los accesos al Complejo Teatral La Plaza, que incluye también un restaurante en problemas, se erguía el entrañable bodegón Bachín, el boliche en que un chico con cara de angelito con bluyín que vendía rosas en las mesas terminó siendo el protagonista de una lograda balada de Horacio Ferrer y Astor Piazzolla.
El presidente Alberto Fernández contó en una entrevista el año pasado qué a los 16 años, mientras almorzaba en Pippo con su padre, que era Juez de Cámara, ambos se asombraron al ver a un hombre comiendo fideos con la mano: era el guitarrista Pappo, que compartía una mesa con el Flaco Spinetta, que por entonces era habitué, más que nada por su itálico amor por las pastas.
“Me levanté a saludarlos porque yo los conocía de los recitales. Pappo me dijo ‘qué hacés, Alberto’ y volví a la mesa”, recordó el primer mandatario, que podría integrar con Fito Páez, Alberto Olmedo, Jorge Porcel, Tato Bores, Ringo Bonavena y Marcelo Tinelli una de las varias listas de clientes famosos de una marca que llegó a tener cuatro locales en la ciudad.
Los cómicos citados, así como otros integrantes de la farándula, desembarcaban tarde en los comederos de esa zona, después de las funciones teatrales en la Calle Corrientes, que nunca dormía, y más de un parroquiano habitual recuerda hoy el mal humor de Porcel, que solía pedir dos platos diferentes de pastas, y el cansancio de Olmedo, al que era normal verlo dormido sobre una mesa.
En la entrevista con Página/12 en que contó la anécdota en Pippo, el actual presidente recordó que luego tuvo que dar explicaciones por esas amistades: “Me encontré con una especie de tribunal familiar formado por mamá y papá. Mi mamá me dijo: 'Me ha contado papá un episodio increíble. Hijo, ¿con quiénes te estás juntando?".
De aquellos cuatro locales de la marca Pippo, hoy sólo sobrevive el que está ubicado desde hace más de medio siglo a la vuelta del famoso en serio, en Paraná 356, aunque apenas estén a disposición del público, en caso de que pueda ingresarse a los locales gastronómicos, unas poquitas mesas atendidas por sólo un mozo.
Un conocedor podría decir que aunque logre volver a existir en la esquina de Corrientes y Montevideo, La Paz, nombre que intentó jugar con la leyenda del muy elegante café La Paix, ubicado en el Distrito IX de París, ya nunca será el mismo: un maxi kiosko Open 25 ocupó en sus años finales el espacio más destacado de su frente, en un claro signo de los tiempos.
En este bar porteño, cerrado ¿para siempre? por última vez en abril de 2021, en el que en los sesenta y setenta se hablaba más de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir que del estado del tiempo, “pararon” -expresión local que significan que iban todos los días a tomar un café como excusa para charlar, criticar, discutir e intentar cambiar el mundo- muchos personajes legendarios, entre ellos David Viñas y Ricardo Piglia.
Piglia, que pasó gran parte de la dictadura (1976-1983) como un fugitivo interior, cambiando de domicilio constantemente en un radio de 30 cuadras del Centro, y dando clases en los bares y café a alumnos a los que les enseñaba los secretos de la buena lectura, pensaba que el ombligo del mundo al que quería pertenecer quedaba en Corrientes entre Callao y la 9 de Julio.
“La librería Premier estaba en el mejor lugar de la ciudad, en plena calle Corrientes, al lado del bar La Paz, al costado del cine Lorraine y frente al Teatro San Martín”, describe Piglia, pasado de entusiasmo, en “Un día en la vida”, el capítulo 2 de “El diario de Emilio Renzi. Tomo III”.
Antes, hablando de si en tercera persona, ha escrito: “Siempre había sentido un golpe de euforia cuando doblaba por Callao hacia Corrientes, en los tiempos que pasó en el extranjero, el recuerdo más vivo, el sentimiento más nítido, como un aire suave, era la emoción de doblar la esquina y ver aparecer frente a él la calle Corrientes, eso era lo que añoraba, y no podía olvidar, y volvía a él como un sueño”.
Viñas contó en una entrevista: “Cuando era niño, la gente se paraba mucho por la calle para hablar. La ciudad era mucho más chica y la gente del periodismo, de la política, que caminaba por el Centro, se reconocía fácilmente. En mi juventud, los cafés eran lugares de reuniones y charlas. El café La Paz tenía otra apariencia, no esta cosa “modernista” de ahora. El bar Ramos, era un copetín al paso, con un mostrador de zinc en forma de “U”.
En esa entrevista, que concedió en el bar La Paz, y fue recuperada por la revista digital Socompa, Viñas, que murió hace una década, apuntaba que “desdichadamente el estilo que tenían aquellos cafés se perdió tras un criterio agudo de lucro; la ambición de ganar plata rápidamente desbarata cualquier cosa que tiene un sentido distinto, o que sale de lo convencional”.
A Julio Cortázar, que había escrito su novela “Los Premios” en las mesas de la confitería London, en la esquina de Avenida de Mayo y Perú, antes de instalarse en Europa, le pintó La Paz recién con su retorno al país después de la dictadura, en diciembre de 1983, cuando esperaba en vano una anunciada reunión en que Raúl Alfonsín le ofrecería la presidencia de la Conadep.
Eso era parte del panorama que le había descripto para tentarlo con el regreso desde París el senador Hipólito Solari Yrigoyen, pero como la reunión nunca se produjo, el autor de “Rayuela” se cansó en enero de 1984 de tomar café en distintos bares de Corrientes y la muy aledaña zona de Tribunales, y emprendió el regreso a Francia, donde murió en febrero.
El periodista Martín Rodríguez escribe en elDiarioAr su sensación de apocalipsis now 2021: “Hagamos el travelling, humo a los costados: bancos, oficinas públicas, cajeros automáticos rotos, bares viejos y modernos abandonados o con una mesa cortando el acceso para vivir de un delivery que le permita pagar la luz, el gas, oficinas sin trabajo. Un desierto vertical y horizontal. 2001 en cámara lenta. Una película de Pino Solanas, la realidad de la crisis le acomodó la locación. Pino ya no está. El centro es el cementerio porteño”.
“Los bares se van y nunca volverán”, apunta. “Ahí adonde hubo cita de amor, cita militante, cita envenenada, cita con amigos, cita con nadie, cita fantasma. El centro tomado por los esenciales precarizados de Rappi o Glovo, que hacen su rancho en esquinas de los kioscos o las pizzerías que quedan abiertas. (…) Los bares sostenidos por ese café al paso, el café del “asunto”, del expediente, del papelito que pasó el fin de semana en el bolsillo del jean atrás y se despertó el lunes”
Antes de la pandemia, la Ciudad tenía alrededor de tres mil cafés, de los cuales cien reconocidos oficialmente como "Notables", entre ellos El Federal, El Británico, el Celta Bar y el Café La Poesía, todos maravillosos, y una cultura generalizada que convertía a la mayoría de ellos en marcos naturales de rituales personales y colectivos que forman parte real de la idiosincrasia porteña, de su memoria emotiva.
A Fabián Polosecki, el recordado conductor de “El otro lado” le gustaba, ir a tomar chocolate con churros a La Giralda, Corrientes 1453, entre Paraná y Uruguay, porque le recordaba una época de afición al cine europeo en que un joven progresista que salía del Cine Cosmos y no quería interactuar con la gente de La Paz. Ni en broma entraba al bar de la esquina, El Foro, que era un reducto de abogados y cuadros de la derecha.
El fantástico pianista de jazz Enrique "Mono" Villegas solía recorrer esos circuitos, que incluía también el Bar Ramos, en diagonal con La Paz, hoy reemplazado, como otros por una pizzería, convocando público para una tertulia en su casa, en que tocaba, charlaba y bebía tanto como el más sediento de sus admiradores presentes.
Las personalidades de la cultura, sobre todo la literatura, y el espectáculo, sobre todo el teatro -no la farándula- paraban, casi que obviamente, en La Comedia, en Corrientes y Paraná, pero cuando terminó siendo pizzería, ese público lo heredó, otro clásico devorado por el tiempo, el bar del mismo nombre que el Teatro Politeama, también convertido en un sitio impersonal con un maxi kiosko de estandarte.
En la Esquina de Corrientes y Avenida Callao, allí donde empezaba el paraíso según Piglia, en otro nombre inspirado en la tradición francesa, el espacioso bar La Opera, sufrió un proceso similar al de La Paz: el certificado de defunción pareció comenzar a extenderse cuando su espíritu general fue cambiado tratando, en vano, de evitar una hecatombe inminente.
La Giralda y la clásica Confitería La Ideal, en Suipacha casi Corrientes, cruzando la Avenida 9 de julio, habían tenido la suerte, antes de la última ola, de ingresar al radar de un grupo de inversionistas que trabajaron con un estudio de arquitectos que recuperó antes locales como el Petit Colón, la hermosa Las Violetas, el antiguo Bar Iberia, y aún está en obras en la Confitería del Molino, frente al Congreso de la Nación.
El guía podría explicar a los turistas interesados en el tour cultural por lo que queda del Centro que en la Argentina solía usarse una palabra, “petitero” directamente relacionada con los chicos de alta familia, pero a veces gusto dudoso para vestirse, sobre todo por los pantalones achupinados, que en los años locos solían parar en el Petit Colón, en un emplazamiento anterior, en Santa Fe y Callao.
“Petimetre, amanerado, joven elegante, afectado / concurrente asiduo al desaparecido Petit Café sito en la avenida Santa Fe, próximo a avenida Callao, en su mayor parte domiciliados en el barrio Norte y pertenecientes a clases adineradas”, podrían citar el guía sobre la palabra “petitero” tomando la información del diccionario de lunfardo que usa el sitio Todo Tango.
A unas cuadras de allí, en Callao y Lavalle funciona uno de los bares que el destino preservó, hasta ahora, de finales tan feos: en Los Galgos los dueños actuales tienen como objeto fetiche, expuesto al público, una pieza clave del retrete en el piso original, aquel que usaban para aliviar sus riñones Enrique Santos Discépolo, que vivía a metros, Osvaldo Pugliese, Julio de Caro y Aníbal Troilo.
“Me diste en oro un puñado de amigos / Que son los mismos que alientan mis horas / José, el de la quimera / Marcial, que aún cree y espera / Y el flaco Abel que se nos fue / Pero aún me guía. / Sobre tus mesas que nunca preguntan / Lloré una tarde el primer desengaño / Me hice a las penas / Bebí mis años / Y me entregué sin luchar”, escribió Discépolo en “Cafetín de Buenos Aires”.
El maestro Atahualpa Yupanqui, que no vivía cerca, cuando estaba en Buenos Aires si tenía que invitar a alguien a merendar elegía la Confitería Richmond, en plena peatonal Florida -en una zona de las más devastadas, por la peste con récords de locales cerrados- ya que conservaba las añejas costumbres de ofrecer un buen servicio de té, cerca de una vidriera donde podían leerse las noticias en las pizarras del diario La Nación.
"Yo, que estaba más cerca de los ideales del Grupo Boedo –le explicó al autor de esta nota a mediados de los años ochenta, hablando de aquella histórica grieta intelectual con el Grupo Florida- siempre pensé que por más pobre que un hombre sea, debería tener al menos una vez en la vida el derecho a sentarse y tomarse un buen té, sin que nadie lo juzgue por su aspecto”.
Jorge Luis Borges, que ha sido homenajeado junto a su amigo Adolfo Bioy Casares con una escultura demasiado realista en el Bar para nada tuerca La Biela, en Recoleta, también iba a la Richmond, que había sido una obra importante del arquitecto belga Jules Dormal, que entre otros edificios de valor patrimonial diseñó nada menos que el Teatro Colón.
En ese local, hace una década convertido en un store de venta de zapatillas importadas, fundaron en 1924 la influyente revista Martín Fierro algunos escritores importantes, además de Borges, como Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Oliverio Girondo, Raúl Scalabrini Ortiz, Conrado Nalé Roxlo y Eduardo Mallea.
La leyenda cuenta que los días de tertulia, a los 19, había otras en El Torton”, en Avenida de Mayo, el bar más antiguo de la ciudad, los escritores de la Richmond se ponían de pie, tal vez ya entonados, y cantaban una versión alterada del tramo más popular de “La donna è móbile” de la ópera “Rigoletto”, de Giuseppe Verdi, muchas veces acompañados por entusiastas parroquianos y caminantes.
En vez de cantar “La donna é móbile, qual piuma al vento, muta d’accento e di pensier” (“La mujer es cambiante, como pluma al viento, muda de tono y de pensamiento”), aquellos muchachotes se divertían vociferando: “¡Un automóvile, dos automóviles, tres automóviles, cuatro automóviles! ¡Cinco automóviles, seis automóviles, siete automóviles, un autobús!”.
Eran otros tiempos.