Miguel Abuelo, poeta andariego, histriónico y atormentado
El líder de Los Abuelos de la Nada nació el 21 de marzo de 1946 y murió el 26 de marzo de 1988. Un recuerdo de sus andanzas, tomado del capítulo 7 del libro "El día que Charly saltó. (y otras crónicas salvajes de rock)”, de Editorial Planeta”.
El timbre sonó corto y sólo una vez, como si lo tocara un tímido muy tímido. Del otro lado de la puerta, Miguel Abuelo tenía en las manos un paquetito con una cinta celeste y la mitad de la cara tapada por unos anteojos oscuros grandes, que le daban cierto aire a Mick Jagger queriendo pasar desapercibido… en Ibiza. Sonreía, y no paraba de moverse. “Traje algo para el té de las five o'clock”, explicó sobre el paquetito, un budín inglés de confitería de barrio. Era un lunes de junio de 1985 y pese a que estaba bien entrada la tarde, lucía recién levantado. Acababa de publicarse su disco solista “Buen día, día” y ya no era un secreto para nadie que la exitosa formación de Los Abuelos de la Nada estaba a punto de volar por los aires, en el final de una compleja batalla de egos. Le dije que podía sacarse los lentes, pero pidió menos luz en el living del departamento en Diagonal Norte 875. “Me lastima los ojos”, explicó, pero no era fotofobia lo que padecía.
Cuando al fin sus ojos se acostumbraron a la semi penumbra, Miguel dejó esos redondos Ray Ban ochentosos sobre la mesa redonda de madera. La parte de arriba de su nariz era un desastre: estaba repleta de moretones y costras como si le hubiesen entrado a martillazos. El tabique estaba en pésimo estado. “Ya se ¡te comiste unas piñas por las calles de Palermo!”, le dije un poco en broma, ya que todo el mundo estaba al tanto de sus características de peleador urbano. “No, Poli”, contestó, “estuve jalando de más”. La vida, como siempre, venía llena de sobresaltos y a los 39 años Miguel lucía como un domador con historia en los tramos finales de su carrera. Sin embargo, su actitud, tan de pechito argentino, parecía gritar a los cuatro vientos que a un tigre nada podía hacerle una raya más.
Pocas semanas después de aquel encuentro con budín inglés, Miguel despediría a todos menos el baterista y armaría unos nuevos Abuelos de la Nada, antes de evaporarse de este mundo cruel en marzo de 1988. El disco de esta tercera formación del grupo se llamó “Cosas mías” e inauguró un breve lapso en que nadie le discutiría casi nada. Ahora ya no sólo era el capitán sino el único jugador famoso del seleccionado. Kubero Díaz la gastaba en la guitarra eléctrica, pero no era de venir con planteos raros. Juan Del Barrio se quedaba callado. Chocolate Fogo era su sobrino. Escribió entonces una de sus varias canciones para siempre: “Fui a las puertas del Edén /y encontré todo muy bien/ fui a la casa del prelado/lo sentí muy preocupado./Llegué a la casa de un artista,/lo encontré corto de vista,/pasé por lo del doctor/nunca vi tanto dolor./ Te quiero así,/me gustas viva,/yo no pedí nacer así,/son cosas mías./ Y a la hora de partir,/cuando atravesé la esquina/no necesite dar vueltas/venía la policía./Y me llevaron a un cuartel/sucio de gris agonía,/yo les vendí mi inocencia/a un precio que no entendían./En esta zona no hay luz /y aunque usted no lo distinga,/hay un muerto en el ropero/y otros dos en la piscina./ Esta vida gira así,/sin cabezas por la vida,/pocos juegan lo que tienen/y envidian lo que imaginan.
Todo el mundo sabe que la formación inicial de Los Abuelos de la Nada fue consecuencia de una avivada de Miguel, que acompañaba al poeta y periodista Pipo Lernoud a una reunión con un tiburón del mundo de la producción artística, el bueno de Ben Molar. El éxito de la grabación de “La balsa” y “Ayer nomás” por parte de Los Gatos había demostrado al negocio que había público para el rock en castellano. Para Pipo, que cumplía 21 años en aquel 1967, cobrar un fangote de plata como autor de la letra del segundo de los temas era como un sueño. Doscientos mil simples vendidos significaba mucho dinero ganado para todos los que mordían un pedazo de ese queso. En las oficinas del sello Fermata, aquellos jóvenes parecían tener algo mágico y nuevo que ofrecer a los peces gordos del mercado. "Pibe, ¿vos tenés un grupo?", le preguntó Ben Molar al muchacho disperso que acompañaba al letrista de pronto exitoso. "Sí, se llama Los Abuelos de la Nada", contestó Miguel. En la antesala, había estado leyendo la hermética novela “El banquete de Severo Arcángelo”, del escritor maldito Leopoldo Marechal. Le había llamado la atención la frase que decía: "Algún día tendré que llamarlo a usted Padre de los Piojos, Abuelo de la Nada". El grupo bien pudo haberse llamado Los Padres de los Piojos.
“En tres meses tienen horario de grabación en CBS Columbia”, prometió Molar, el hombre que era capaz de sacar agua de las piedras a la hora de fabricar éxitos. "¿Te das cuenta en la que nos metimos?", preguntó Miguel al salir de la reunión. "No te preocupes vamos a la Plaza Francia y encontramos a todos los músicos del grupo", fue la respuesta de su amigo. Todo fue improvisándose sobre la marcha. Pomo, Alberto y Micky Lara, Eduardo Fanacoa, Pappo, y algunas veces Claudio Gabis, Kubero Díaz y Jorge Pinchevsky se alternaron en el combo anárquico que giraba en torno a aquel líder chiquito, flaco y fibroso. Los tres simples que publicaron RCA y Mandioca en 1968/69 ofrecieron las primeras pistas de una psicodelia argentina nunca de todo consumada. Esos discos contenían las canciones “Diana Divaga”, “Tema en flu sobre el planeta” “Oye niño”, “Nunca te miró una vaca de frente?”, “Mariposas de madera” y “Hoy seremos campesinos”. Eso fue todo por entonces, pero el repertorio alcanzó para fundar la leyenda. Luego, a partir de 1971, Miguel vivió una vida bucólica, errante, bohemia el extremo, en Francia, Bélgica, Inglaterra, Portugal, España y Holanda, yirando sin ocupaciones fijas y arreglándoselas para subsistir a salto de mata. Pudo haber muerto muchas veces, pero sobrevivió a todo, y se fortaleció. En Ibiza se casó” con Krisha Bogdan en una ceremonia pagana. Juntos tuvieron a Gato Azul, el vástago y heredero. Un hijo viudo de padre, casi para siempre.
Al comenzar la década siguiente, en la Isla del verano eterno, entró en contacto con Cachorro López, un bajista argentino que tocaba en un grupo jamaiquino de reggae, llamado Jah Warriors. Ambos eran inmigrantes ilegales. Cachorro le metió la fantasía de regresar al país al comenzar los ochenta y refundar Los Abuelos de la Nada. Lo hizo en 1981, después de muchas peripecias, que incluyeron una estadía de un año en la cárcel, acusado de un robo que en apariencia no había cometido. Fue también una odisea conseguir el dinero necesario para comprar el pasaje de avión con que saldría de Europa. En Francia había conseguido editar el longplay “Miguel Abuelo et Nada”, grabado en 1973 y publicado en 1975 por el sello de Moshe Naïm, que estaba fascinado con aquel sudamericano tan príncipe y mendigo. Naïm le había prometido que juntos ganarían mucha plata, lo que para Miguel era casi utópico. Nada de lo comercial salió bien. Producto de ese peregrinaje, Abuelo se defendía en cinco idiomas cuando promediaban sus diez años en Europa. Todavía soñaba con publicar alguna vez un libro soñado en las pensiones en que se emborrachaba. Tenía el título: “Historia universal de la realidad”, un juego que involucraba una obra famosa de Jorge Luis Borges. Una de sus frases favoritas era: “Yo amo la verdad… pero tengo la mentira en la punta de la lengua”. El arte era, para él, una de las formas superiores de la mentira.
Miguel supo desde siempre que sobrevivir es difícil cuando se nace sin coronita ni perro que te ladre. Sin padre a la vista y con una madre enferma de tuberculosis, el niño Miguel Ángel Peralta pasó la infancia en reformatorios y orfanatos, hasta que un matrimonio mayor intentó amansarlo. Apenas completó cuarto grado: le tiraban la calle, la aventura, el vagabundeo. Se ufanaba de haber aprendido a pegar primero para sobrevivir, pero cuando de adolescente se probó como boxeador en un club de Munro le dieron tal golpiza que no pudo volver. En una clínica de Munro moriría en marzo de 1988, después de una operación de vesícula que le desencadenó una infección generalizada a un cuerpo que portaba el virus del sida, HIV positivo. Trabajó como metalúrgico, carpintero, verdulero, botellero, comerciante, mimo, artesano y artista callejero, entre otros oficios aprendidos por necesidad. Sentía una empatía natural por los ladrones, delincuentes, marginales y presos. “Nosotros éramos carne de calabozo”, se definió una vez. Le gustaba mucho leer. Algunas veces fue de oyente a clases de la Facultad de Filosofía y Letras, sapo de otro pozo, pero ávido de saber. Escribía con facilidad y oficio versos definitvos. “Pobre eres si no llevas/ Repletas las arcas de tu corazón./ Idiota perdido aquel que no se reconozca/ En un odio insensato./ Que imbécil no verá su pasión más desjuiciada/. Y qué clase de rico será/ Quien no lleve todo junto y en un solo puño/ La psiquis y el latido de su pueblo”, cantaba como en un mantra cada vez que encontraba el hueco para “Buen día, día”.
Cuando con el dinero cobrado por Lernoud por la letra de “Ayer nomás” tuvo acceso a su primera guitarra propia estaba obsesionado con una posible psicodelia sudaca, que para él significaba una música abierta, que pudiera unir los sonidos hipnóticos de la India con las bagualas de la música del norte argentino. No sabía tocar instrumentos, por entonces, pero tenía música en el cerebro. El vino tinto era por entonces su droga más cercana. Y lo bebía en cantidad. “Para nosotros, que éramos más tipo chicos de su casa, con mamá esperándote para darte de comer, Miguel era un ídolo: el tipo parecía siempre recolocado, se notaba que no tenía dónde volver”, lo recordaría con admiración Luis Alberto Spinetta. “Para nosotros escuchar la rebeldía de un tipo así, con sus letras, era como aprender el camino que nos llevaría a la libertad, sin haberse tomado ninguna pepa, todavía”, recuerda en el documental “Bien día, dia”, de Eduardo Pinto-Cucho Constantino. En su virtual despedida de los grandes conciertos, la noche de las Bandas Eternas, el Flaco cantó con mucha ternura en el estadio de Vélez Sarsfield “Mariposas de madera”, un auténtico clásico instantáneo, desde el principio. “Fue el más grosso”, dijo el Flaco. “Marcó todo. Mi poesía no fue la misma después de su crítica”.
“Nuestros escritores preferidos, como Lautreamont o Rimbaud, decían que el poeta debía volverse vidente por un calculado desorden de todos los sentidos”, le contó casi cinco décadas después Pipo a Ignacio Portela, de la revista Sudestada. “Desprogramarse de lo que nos enseñaba la sociedad. De los ritmos, de las horas, para ver el mundo tal cual es. Esa era nuestra obsesión” Miguel resultaba para todo el ambiente artístico cultural un tipo agreste de verdad, no un joven burgués en busca de experiencias. “Tenía seis meses más que yo cuando lo conocí en el 64, a los 18 años. Soñaba con lo beatnik del que vive en la calle, la experiencia de la vida real, y la verdad es que Miguelito fue el primer tipo que yo vi que se parecía a eso y era eso, porque no actuaba”. El primer poema que le recitó a Pipo en uno de esos encuentros decía así: “Leve como una nota me regalaste un pájaro y posaste una mañana en mi saliva. Yo a las tontas como el agua, heredero de vértices protegiendo la piel permití tu ida por las manos vacías”. Un poeta andariego, histriónico y atormentado. Muchos pensaban que era salteño, por sus modos, sus gustos, sus aficiones musicales de origen.