La genia de María Elena Walsh, que durante una parte de su vida vivió frente al Parque Las Heras, donde confluyen el Barrio Norte y Recoleta, las presentía llenas de una vida interna, a pesar de su inmovilidad, y estaba segura de que sin ellas la Ciudad de Buenos Aires perdería parte importante de sus encantos.

El último censo disponible de esculturas y estatuas de la Ciudad afirma que en los espacios públicos existen 2.482 ejemplares, muchas de ellas con historias notables, que incluyen traslados, censuras, mensajes encriptados, mitologías varias, concepciones ideológicas enfrentadas.

 Con su notable ternura, María Elena las humanizó, o casi, en una de sus grandes canciones del disco “Juguemos en el mundo”, de 1968:

    Cuando llueve me dan no sé qué/las estatuas/nunca pueden salir en pareja/con paraguas/y se quedan como en penitencia /solitarias. /Señalando la fatalidad/ de las plazas/miran serias pasar cochecitos/y mucamas,/ no se ríen porque no tuvieron/ nunca infancia”.

En ese texto, agregó:

   Marionetas/grandes, quietas/con ellas no juega nadie/ pero si una sombra mala/ para siempre las borrase/qué dolor caería/sobre Buenos Aires./ Cuando llueve y me voy a dormir/las estatuas/velan pálidas hasta que llega/la mañana Y del sueño de los pajaritos/son guardianas./ Su memoria procuran decir/sin palabras/y nos piden la poca limosna/de mirarlas/cuando quieren contarnos un cuento/de la Patria.

Los monumentos, que pocos miran en el día a día, tengan o no tiempo para pasear, cuentan una historia de doscientos largos años de esfuerzos por embellecer una ciudad llena de disparidades, a partir de un afán a veces pedagógico y otras pretencioso, pero que sirve para armar una especie de rompecabezas de las visiones de época.

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No es lo mismo, claro, el monumento erigido en Diagonal Norte y Perú en homenaje al presidente Julio Argentino Roca, un coloso de bronce sobre una base de granito pulido rojo, de 1941, que el moderno retrato en hierro sobre un fondo blanco, del artista Alejandro Marmo, inaugurado en 2014, para perpetuar la memoria del padre Carlos Mujica, en la Avenida 9 de Julio y Juncal.

En el siglo XIX, en general imitando a París, muchas ciudades del mundo, entre ellas las argentinas Buenos Aires y Mendoza, llevaron adelante decididas políticas de embellecimiento de los lugares públicos, con un afán estético muy distinto al que a mediados del siglo siguiente desplegó el peronismo: la elección del objeto o sujeto del homenaje nunca fue inocente, ni siquiera en la auto percibida como La Belle Epóque.

Una ciudad que se destaca en la Argentina, por una iniciativa que comenzó a desplegarse hace poco más de un siglo, es Resistencia, que tiene más de 600 obras en sus calles, avenidas y parques, por lo que fue declarada en 2006 como “Capital Nacional de las Esculturas” por el Congreso de la Nación.

La historia subraya el escándalo que generó en su momento, principio del siglo XX, la instalación de la Fuente de las Nereidas, de la escultora tucumana Lola Mora, que primero se pensó para que embelleciese la Plaza de Mayo, luego fue inaugurada en el Paseo Colón y años más tarde trasladada a la Costanera Sur.

“Marionetas grandes, quietas”, las esculturas forman parte de la esquiva personalidad de la Ciudad
La Fuente de las Neridas

El problema con esta obra monumental, realizada en un taller italiano en mármol de Carrara y luego transportada en barco hacia su cambiante destino final, es que hería la sensibilidad de las damas moralistas porteñas, de una era muy posterior a la victoriana, con sus abundantes desnudos femeninos.

Pero el empeño por moralizar las obras, o demonizarlas, no es tan viejo: en el siglo XXI, el gobierno de Mauricio Macri sacó de la órbita de la Casa Rosada una estatua de Juan Azurduy inaugurada en 2015 para trasladarla unos metros hacia el norte, justo frente al Centro Cultural Néstor Kirchner.

“Marionetas grandes, quietas”, las esculturas forman parte de la esquiva personalidad de la Ciudad
El monumento de Juana Azurduy cuando fue trasladado en 2017.

En apariencia, fue una respuesta de las autoridades nacionales al agravio que les significaba que para emplazar el monumento a la generala de la lucha por la emancipación se hubiese desplazado antes, durante el gobierno de Cristina Fernández, rumbo a la zona de Aeroparque, un homenaje estatuario a Cristóbal Colón.

En Buenos Aires, si hubiese que mencionar otros hitos escultóricos, acaso habría que comenzar por El pensador, una réplica de la famosa escultura del francés Auguste Rodin, que llegó a Buenos Aires en 1907, fundida en bronce a partir del molde original y con firma del autor, para su emplazamiento en la zona del Congreso Nacional, tal vez para proponerle a los parlamentarios que razonen antes de votar.

Muy a la vista de todos, es notable, dentro de otra concepción, debería mencionarse a la llamada Floralis Genérica, esa inmensa flor dinámica -–se abre y cierra con la luz mientras adquiere distintas tonalidades, cuando el mecanismo funciona bien- ubicada en la Avenida Figueroa Alcorta, por una donación de su autor, el arquitecto Eduardo Fernando Catalano, que hizo su carrera en Estados Unidos.

Más que llamativo es el conjunto Canto al trabajo, ubicado en la intersección de las Avenidas Paseo Colón e Independencia, en San Telmo, conformado por catorce figuras humanas que desde 1908 representan el valor del esfuerzo como puerta al futuro, pero dan una impresión general de esclavitud, como si el autor, Rogelio Yrurtia, hubiera logrado imponer una idea por sobre el sentido del encargo original.

“Marionetas grandes, quietas”, las esculturas forman parte de la esquiva personalidad de la Ciudad
Canto al Trabajo

Las estatuas y esculturas, que no están vivas ni muertas, sufrieron la pandemia como el resto de los habitantes de la Argentina, pero en su caso porque las condiciones generales de vida ocasionaron una epidemia de robos, en principio por la alta cotización internacional del bronce, material del que están hechas del 80 por ciento de ellas.

Ese es el lado B de la historia de la vida de las estatuas en Buenos Aires: como se sabe que a la mitad de ellas alguna vez le robaron una pieza, según un cálculo hecho hace poco por el diario La Nación, los amigos de lo ajeno han vendido al mejor postor unos 13.500 kilos de bronce, en algunos casos pertenecientes a obras de enorme valor.

En varias oportunidades, el robo fue de piezas completas: desde 1996 hasta hoy han desaparecido del lugar en que estaban emplazadas en la Capital Federal trece esculturas, la mayoría de bronce y está claro que fueron “robadas por encargo”, como pasa con los cuadros, y ofrecidas a un mercado negro internacional.

Para Interpol un caso paradigmático es el La niña feliz, una obra de 40 kilos, robada hace algunos meses en Puerto Madero, tal vez por la misma banda que se llevó de Parque Lezama un famoso homenaje a los fundadores mitológicos de Roma, Rómulo y Remo, que pesaba 20.

Pero no todas las estatuas robadas y vendidas en el exterior son livianas y relativamente portables: de una ochava en el Cementerio de la Chacarita “desapareció” una que pesaba media tonelada y medía dos metros, un homenaje al comisario José Gregorio Rossi, creador de la Cédula Nacional de Identidad.

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Sin embargo, que estén en algún lugar del que pueden ser recuperadas alguna vez no está tan mal, si se piensa que la otra posibilidad es que hayan sido fundidas en algún taller clandestino en el conurbano para ser vendidas como bronce de alta calidad en el mercado mundial.

En la nueva normalidad, el pasado 18 de abril, en el Día Internacional de los Monumentos y Sitios, la Ciudad convocó a una actividad nocturna de observación de estatuas bajo la luz de las estrellas, bajo la certeza de que hay un mundo maravilloso a disposición de ciudadanos que en general no las miran más que un segundo e ignoran sus historias.

En el Parque Tres de Febrero, en Palermo, cerca de la zona del ex Zoólogico, Buenos Aires tiene un llamativo “Hospital de Estatuas”, en que un equipo de 25 personas trabaja para mantener y reparar los monumentos, en una batalla permanente contra el paso del tiempo, pero también el vandalismo y los robos.

En la medida de lo posible, los “médicos” trabajan con las piezas in situ, pero cuando el trabajo es demasiado importante son llevadas al hospital, que funciona en las instalaciones de lo que eran los cuartos de servicio de la granja del exgobernador de la provincia de Buenos Aires Juan Manuel Rosas, donde permanecen “internadas” hasta su alta, que es el regreso al emplazamiento original.