Los últimos días de George Harrison: le preocupaba más su jardín que recordar los días de gloria de Los Beatles
El más joven de los integrantes del grupo que revolucionó la música pop del mundo murió hace veinte años, después de una lucha desigual con un cáncer de garganta.
El más tranquilo de Los Beatles vivía en una mansión neogótica de 120 habitaciones, en Oxfordshire, al sur de Inglaterra, y había conseguido al fin una existencia tranquila: pasó los días finales de su vida dedicado a la jardinería, sin miedo a la muerte, apenas pendiente de los resultados de las carreras de Fórmula 1, que habían sido su pasión.
A 20 años de su paso a la inmortalidad, la editorial Libros del Kultrum publicó hace pocas semanas una versión ampliada de la autobiografía de George Harrison, un bocado de cardenal para aquellos que entusiasmados por la energía beatle que produce el estreno mundial esta semana del documental “Get back”, del director Peter Jackson, busquen más información sobre estos súper héroes de la música.
George, que murió de cáncer de garganta el 29 de noviembre de 2001, después de décadas de tabaquismo, renunció numerosas veces, mental y verbalmente a la banda a la que se había incorporado con 14 abriles, pero regresó arrepentido una y otra vez, hasta que abril de 1970 un comunicado de Paul McCartney anunció que el sueño había terminado.
“No podía soportarlo más”, describe en el libro “I me mine. Letras y Memoria”. “Eso ya no era divertido, estar en la banda era deprimente, todo esto me resultaba una mierda, solo tenía ganas de decir gracias, yo no sigo", agrega. Pero anota que, en medio de esas emociones, llegó a su casa y compuso de inmediato la canción “Wah-Wah”, que incluiría en su primer disco solista, “All Things Must Pass”.
La autobiografía del más tímido de los héroes de Liverpool es en sí misma una rareza: se publicó por primera vez en 1980 en una edición carísima en inglés, apenas 2 mil ejemplares firmados por el artista, luego apareció en versiones más accesibles pero recortadas de Simon & Schuster y Chronicle Books, y ahora vuelve al ruedo en castellano aumentada con todo tipo de recursos, hasta estirarse a 640 páginas.
Harrison no era tan tímido como prefiere destacar la leyenda, ni callado, ni tranquilo: buscó transmitir esa imagen porque durante gran parte de su famosa juventud tuvo una vida de excesos carnales y de consumo abusivo de sustancias prohibidas que lo pusieron muchas veces en problemas médicos y policiales, además de los humanos.
El problema existencial que lo atormentó durante la llamada década prodigiosa, que cambió la historia de la música popular del mundo, era tener que lidiar con el talento, el ego y los conflictos que él veía en los geniales Paul McCartney y John Lennon, que a duras penas le permitían colar canciones de su autoría en los discos con que forjaban la leyenda del cuarteto.
La sensación permanente que lo acompañaba, y que confirmaban los disgustos del productor George Martin cuando se equivocaba en un solo, o dudaba demasiado antes de sus tomas, es que era perfectamente reemplazable en la banda, a diferencia del resto, incluyendo a Ringo Starr, cuya simpatía lo ponía a salvo de todo cuestionamiento.
Si logró que quedaran en los discos del grupo canciones extraordinarias, entre ellas “Taxman”, “Something”, “Here Comes the Sun” o “While My Guitar Gently Weeps” fue a cambio de bajar muchas veces la cabeza ante los cuestionamientos y aceptar que le rechazaran otras, ente ellas “All Things Must Pass”, que sin embargo le permitiría arrancar de manera espléndida su carrera solista, hace ahora medio siglo.
“Los Beatles estaban condenados”, escribió George en su libro de memorias, con la precisión de que comenzó a sentir eso en 1965, es decir apenas llegado el éxito. “Tu propio espacio, amigo. Es algo muy importante. Por eso estábamos condenados, porque no lo teníamos. Es lo que pasa con los monos en el zoológico. Se mueren. Sabes, todos necesitan que los dejen en paz”.
Cuando los ahora millonarios veinteañeros comenzaron a regentear la empresa Apple, y se vieron obligados a convertirse en hombres de negocios que hacían música, la sensación de agobio se hizo peor, porque ahora, explica, los problemas permanentes y explícitos entre Lennon y su esposa Yoko Ono hacían irrespirable la atmósfera que estaban obligados a compartir.
Un día que pudo escaparse de las obligaciones de la famosa oficina en el centro de Londres, narra Harrison, se dirigió a la casa de su amigo y rival amoroso Eric Clapton -ambos estuvieron casados con la musa Pattie Boyd- y para alivianarse del mal humor que traía comenzó a pasearse por el jardín, como un poseso.
Pero luego, “sentí un alivio maravilloso de no tener que estar con esos contadores estúpidos”, subraya para intentar transmitir la sensación de que era un esclavo de obligaciones que no había elegido. “Di vueltas por el jardín con una de las guitarras acústicas de Eric y compuse en un ratito “Here Comes the Sun”, exagera.
El modo en que abrazó el misticismo de la India a partir de su relación con el músico Ravi Shankar, la organización del famoso concierto solidario por Bangladesh, que originó un disco triple, y su papel como productor de la película “La vida de Brian”, del grupo cómico Monty Python, le ayudaron a ponerse a prudente distancia de aquello que lo perturbaba: tener que actuar como una estrella del rock.
Más adelante, desde fines de los ochenta hasta comienzos de los noventa, disfrutó como nunca lo había logrado en el esplendor de The Beatles de ser parte del grupo Travelling Wilburys, junto a Bob Dylan, Roy Orbison, Tom Petty y Jeff Lynne, porque la idea basal era que todos se comportasen con la humildad de los amateurs, dejando de lado las posibles batallas de egos.
En 1999, cuando estuvo a punto de ser asesinado por un demente que lo hirió con una navaja en su propia mansión, mientras dormía, llevaba ya dos años peleándole al cáncer de garganta que en 2001 se generalizaría, provocándole la muerte que sorprendió al mundo luego de dos metástasis en el cerebro.
Por entonces, tal vez porque presentía su final, estaba completamente alejado de la vida exterior –había instalado dos décadas antes un gran estudio de grabación en la propiedad- y se dedicaba en persona, y con el atavío indicado, a las tareas de jardinería, muchas veces acompañado de sus hermanos Peter y Harry.
Al final, narró su hijo Dhani, en el documental de 2011 de Martín Scorsese, “George Harrison: Living in the Material World”, elegía salir al enorme jardín antes de dormir. “Se quedaba ahí entrecerrando los ojos porque podía mirar, a medianoche, el claro de luna y las sombras, y ese era su modo de no ver las malas hierbas y las imperfecciones con las que lidiaba durante el día”.
Sobre la tranquilidad y la paz que sentía dedicándose a mantener las flores, las plantas los canteros, el césped y los árboles de Friar Park, Harrison dijo en una entrevista: “A veces siento que estoy viviendo en el planeta equivocado, pero eso cambia cuando sé que estoy en mi jardín”.
El hombre que figura en el lugar 11 en la historia de los mejores guitarristas de todos los tiempos elaborada por la revista Rolling Stone fue despedido por su familia con un breve comunicado que afirmaba: “Abandonó este mundo como vivió: consciente de Dios, sin miedo a la muerte, y en paz, rodeado de familiares y amigos"
No está confirmado que sus cenizas hayan sido esparcidas por su familia en el Río Ganges, como él había deseado en público varias veces desde que a través de sus contactos con los Hare Krishna llegó a convertirse en discípulo del gurú Mahesh Yogi, en el momento en que la música de la ex colonia inglesa liberada por Ghandi empezó a dejar huellas indelebles en la música de Los Beatles.