En el templado otoño de 1925, el físico más popular de todos los tiempos, Albert Einstein, sintió durante una prolongada visita a la Argentina el verdadero peso de la fama, que le pareció excesivo, pero se fue de aquí con la certeza de que había colaborado, y no se equivocaba, con el futuro de la investigación científica argentina.

En los dos meses que duró aquella estadía con base en la Capital Federal, el responsable de la Teoría de la Relatividad brindó doce conferencias en instituciones educativas públicas, a las que terminó agradeciéndoles por haberle permitido el encuentro con un público en general profano, pero lleno de ganas de comprender ideas científicas complejas.

Aquella ciudad de Buenos Aires que se auto percibía como el ombligo del granero del mundo aún no había construido el Obelisco su señal de identificación en el cruce de “la avenida más ancha del mundo” con “la calle que nunca duerme”, pero estaba orgullosa de haber inaugurado en 1913 el primer subterráneo de Latinoamérica, la actual Línea A.

El físico arribó a la Argentina cuatro años después de haber obtenido el Premio Nobel, pero como consecuencia de una relación de amistad forjada en 1922 en el Instituto Politécnico de Zürich con el francés Jorge Duclot, que lo invitó a conocer el Sur de América cuando ya ejercía como profesor en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires.

Para la historia de la ciencia en la Argentina aquella visita resultó fundamental, porque inspiró a muchos futuros colegas, entre ellos a Bernardo A. Houssay, que años más tarde sería Premio Nobel de Medicina, e instaló a las universidades públicas del país en el centro de la difusión en Latinoamérica de una teoría que aun suscitaba controversias en el mundo.

Los cinco argentinos que ganaron el Nobel fueron estudiantes de la UBA y entre ellos hay tres vinculados a la investigación científica, aquello en que Einstein fue el gran ejemplo: Houssay fue galardonado con el de Medicina en 1947, siendo el primer latinoamericano laureado en Ciencias, Luis Federico Leloir obtuvo en 1970 el de Química y César Milstein cosechó el suyo en Medicina en 1984.

La Teoría de la Relatividad, que discutía con la famosa pero añeja Teoría de la Gravedad, postulada dos siglos antes por Isaac Newton, sostenía desde 1905, entre otras cosas, que el movimiento es relativo al observador, mientras la velocidad de la luz siempre es constante.

El segundo de sus grandes aportes, la Teoría de la Relatividad General, publicada en 1915, afirmaba que el espacio se curvaba por la fuerza gravitatoria de la Tierra, pero que por el brillo solar eso resultaba invisible a los ojos humanos, salvo en ocasiones especialísimas.

Cuatro años más tarde esa ocasión llegó: durante un eclipse, el astrofísico inglés Arthur Stanley Eddington pudo fotografiar la luz de las estrellas en torno al sol, comprobando la curvatura de la luz, desde un laboratorio montado en la Isla Príncipe, frente a Guinea Ecuatorial, en África, en la prueba empírica de que Einstein tenía razón.

A partir de 1919, entonces aquel hombre de mirada pícara e inteligencia suprema, nacido en Alemania en el seno de una familia judía, pero luego nacionalizado suizo, austríaco y estadounidense, se convirtió en una estrella de rock, antes de que el rock existiera, y tuvo que acostumbrarse a convivir con el interés periodístico por su día a día.

Eso aumentó cuando en 1921 le concedieron el Premio Nobel de Física, aunque no por su Teoría de la Relatividad, que todavía era discutida en los círculos académicos pero le había dado una insólita popularidad en un mundo mucho menos conectado que el actual, que él mismo abonaba con su estilo desacartonado –su foto más famosa lo muestra sacándole la lengua a la cámara- y hasta la desprolijidad de su cabellera.

 Su triunfo como científico era también una victoria política frente a los influyentes sectores conservadores de las sociedades europeas, que habían tildado su teoría de poco seria, en rigor porque estaban molestos con las ideas socialistas a la que Einstein adhería después de haber estudiado muchos años los textos de Baruch Spinoza, David Hume, Immanuel Kant y Karl Marx, entre otros.

El choque entre las ideas científicas y sus detractores, que tenía una larga historia a partir del modo en que la Iglesia Católica se comportó siglos antes con Galileo Galilei por haber demostrado que la Tierra giraba en derredor del Sol, no era menor en aquel momento europeo, ya que iba construyéndose un panorama general que redundaría en el acceso posterior al poder de líderes de ultra derecha, como Hitler, Mussolini y Franco, entre otros.

El supuesto básico de la teoría de la relatividad, que siempre molestó a los fundamentalistas y a los dogmas religiosos, es que la localización de los sucesos físicos, tanto en el tiempo como en el espacio, es relativa al estado de movimiento del observador, lo que cambiaba muchos dogmas e incluso aportaba un punto de discusión interesante para la filosofía.

La visita a la Argentina, a la que llegó en el barco Cap Polonio, se dio en el marco de una de sus extenuantes pero habituales giras previas a la Segunda Guerra Mundial, que en este caso incluía también muchas semanas en Uruguay y Brasil, cuyos detalles fue reportando al estilo de la época en cartas a su familia, además de las anotaciones que hacía en su diario personal.

“En el momento en que les llegue esta pequeña nota, yo ya estaré en Montevideo o en Rio, desde donde saldré, el 12 de mayo, de regreso hacia Hamburgo", escribió por ejemplo a su esposa Elsa y a su hijastra Margot desde Buenos Aires, en una misiva fechada el 25 de marzo de 1925.

Einstein, que era afable en público y llegó a plegarse a una fiesta de estudiantes para tocar el violín, instrumento cuya técnica dominaba como un profesional, reportaba en esas cartas que tenía la agenda demasiado llena de compromisos, por lo que se sentía un comediante obligado a representar un papel acorde con las expectativas que su genialidad despertaba,

En los dos meses argentinos, tuvo actividades en Córdoba, Rosario y La Plata, pasó unos días de descanso en Llavallol, se reunió con el presidente Marcelo T. de Alvear y con el famoso escritor Leopoldo Lugones, con el que además cenó, tuvo encuentro con organizaciones judías e incluso sobrevoló Buenos Aires a bordo de un hidroavión Junker de una empresa alemana, cuando la aviación estaba en sus albores.

Einstein en Llavallol.

Además de sus conferencias en el Colegio Nacional de Buenos Aires, en la Facultad de Filosofía y Letras y en el Hotel Savoy, recorrió escuelas públicas, visitó, hospitales y orfanatos, paseó por los Bosques de Palermo y el Mercado del Abasto, visitó Tigre, caminó por la peatonal Florida, publicó artículos en el diario La Prensa y se encantó con el ambiente del café Tortoni, el más antiguo de la ciudad.

En aquellos días agotadores, las anotaciones en su diario personal, la mayoría de ellas con ideas que no prosperaron, incluyeron una “aproximación a una teoría sobre la relación entra la gravitación y la electricidad”, mientras en su país natal estaba instalándose el escenario persecutorio de las ideas que el cineasta Ingmar Bergman describió en la película El huevo de la serpiente.

Unos años después de su visita a la Argentina, Einstein se iría de Alemania mientras el nazismo iba construyendo su llegada al poder, para dedicarse a la docencia en Princeton, Nueva Jersey, y avanzar en el intento de integrar en una misma teoría la fuerza gravitatoria y la electromagnética, antes de nacionalizarse como estadounidense en 1940.

El científico vanguardista que ayudó a difundir la idea de que todo en el universo, y en la vida, es relativo, murió en Princeton a los 76 años, en 1955, de una hemorragia interna causada por la ruptura de un aneurisma en la aorta abdominal, luego de rechazar una cirugía de urgencia que le propuso el médico Rudolph Nissen, que ya lo había operado en 1948.

“Quiero irme cuando quiero”, precisó aquel hombre que pidió que su cuerpo fuera incinerado sin velatorio, ante apenas 12 personas, y que sus cenizas fueran arrojadas al cercano río Delaware, intentando evitar las pompas del funeral de un famoso. “Considero de mal gusto prolongar artificialmente la vida”, había explicado antes. “He hecho mi trabajo, es hora de irme. Lo haré con elegancia”.