La mayor hazaña extra musical de Charly García: el día que salió vivo de un salto al vacío desde un noveno piso
Luego de la celebración masiva de su cumpleaños 70, esta columna recuerda el capítulo central del libro “El día que Charly saltó”, la crónica de aquella escena increíble en marzo de 2000.
Parecía un Cristo satánico, despatarrado y mórbido, en una cama extra grande en que ocupaba apenas un cuarto de plaza, al medio. A su izquierda, cerca de su mano más hábil, tenía una bolsa trasparente con muchos, pero muchos, gramos de cocaína. A la izquierda, una bolsa más grande, como de supermercado chino, con un montón de porros armados y un encendedor rojo, que casi nunca lograba usar como Dios manda.
Pero Dios estaba muy lejos esa madrugada, o demasiado ocupado en sus propios asuntos y Charly García iba a saltar ocho horas después desde el último piso del Hotel Aconcagua de Mendoza. Me había elegido como testigo de un momento crucial de su vida. Me obligaba a preguntarle qué le pasaba regalándome la denuncia que se convertiría en testamento si el salto que planeaba salía mal, que era lo más probable.
Hace veinte años firmé, en medio de una gran discusión pública sobre sus estados alterados, un texto que decía, entre otras cosas: “En un mundo regido por apariencias, los clásicos -en literatura, en cine, en música, en pintura- arrastran consigo una condena: ser más conocidos que entendidos.
Que es decir que la fama supera a la obra y esta se diluye, se incomprende, se sustantiviza. Charly Garcia arrastra desde años el problema de haber compuesto grandes canciones populares, desde una visión “clásica”, y la careta sociedad argentina -tanto pareces, tanto mereces- ha hecho el resto. Es, como otros genios, más famoso que su obra.
Y eso es un disparate. Como artista en colisión con el mundo material, García se ha encargado de alimentar la bestia de la fama, riéndose por dentro como quien da pistas falsas a un historiador. En eso, ha sido un consciente arquitecto de un mito, un blasfemo admirable, un piromaníaco de sí, que solo ha protegido, y cómo, lo que será su legado: un puñado amplio de discos únicos, de temas excepcionales.
Si Vincent Van Gogh se hubiese cortado la oreja izquierda en la Argentina, hubiese sido “un pintor idiota que en un incomprensible arrebato de locura” de las arregló para salir en la primera página de los diarios. En los diarios se escribe más sobre la sordera de Beethoven que sobre la Novena Sinfonía, más sobre la cotización de una obra de Goya que sobre Goya, más sobre el casamiento de Borges que sobre El Aleph.”
El retorno al hotel de aquella madrugada, estamos de vuelta en la primera semana de marzo del 2000, habita hoy en mi mente como el recuerdo de una película surrealista. “Hace horas que Charly te busca”, me espetó en el hall un músico de su banda. Le habían designado la tarea de esperarme.
La noche anterior Charly, con Mercedes Sosa como invitada central, había liderado una ceremonia preciosa de música en el estadio de futbol que fue sede local del Mundial 1978. El hotel de la arbolada calle San Lorenzo que era escena de estos momentos ríspidos había sido construido en la misma época, para alojar a los visitantes internacionales que durante la dictadura eran tratados entre algodones, ya que tenían que irse convencidos de que los argentinos gobernados por Jorge Rafael Videla eran derechos y humanos.
Aquellos emprendedores hombres de verde oliva no se andaban con chiquitas: como afeaba la vista en el camino hacia el estadio, eliminaron el problema visual que representaba la mayor villa miseria de la provincia tapándola con un muro gigantesco. Todo tiene que ver con todo, decía un profeta televisivo argento.
En estas 72 horas inolvidables para los participantes, veintidós largos años después del Mundial 78, las cosas se habían desmadrado en la madrugada anterior, a la hora de las brujas “¿Para qué me busca?”, le pregunté al despeinado músico. “Para que le hagas una nota, urgente”, respondió.
Sin suponer siquiera como Charly sabía que estábamos alojados en el mismo hotel, argumenté que estaba de paseo, disfrutando de unas mini vacaciones bien ganadas, que era hora de descansar, etc. Insistió como si en ello le fuese la vida, o el trabajo. “Mirá que no soy empleado de Charly”, le dije cuando la insistencia ya era mayúscula. “Pero yo sí”, replicó. “Subo a su habitación”, concedí “pero te aclaro que no tengo grabador, ni siquiera una libreta de apuntes”. “No te preocupés, arriba tiene de todo”, replicó. No exageraba.
Allá arriba, Charly estaba en llamas en un extraño penthouse en que el resto del tiempo pasaba tramos de su vida la hija adolescente del dueño del Hotel. Los encargados del Aconcagua le habían dejado al huésped más famoso, a la estrella de rock, las mayores comodidades posibles, en una zona vedada a los huéspedes comunes.
Es normal que los dueños de un hotel tengan habitaciones propias fuera del alcance de los clientes. Nada más era muy normal en ese lugar, en ese momento. Eran más de las 2 de la mañana. El día había sido para el grupo una auténtica pesadilla y el jefe estaba obligado a permanecer allí por orden judicial.
Aquel semipiso tenía, al ingresar, un living con mobiliario convencional, un ambiente alargadito que hacía las veces de cocina con desayunador y heladera, y una amplía habitación personalizada, con una cama que parecía una nave. Al fondo una ventana-balcón, unos veinte metros arriba de la pileta, ubicada a la altura del segundo piso.
El grabador y el casete esperaban al periodista, en manos de los fieles soldados del veterano de las mil batallas, comandados por el baterista Mario Serra. Todos estaban flacos y pasados, eran como tigres enjaulados y furiosos, como piratas después de un abordaje fallido.
En aquel contexto, bastante bizarro, el mito del rock daba miedo, pero también producía piedad. Los acontecimientos otra vez se habían sucedido con la velocidad de los accidentes de avión. Después de haber tocado para una multitud en el estadio, cerca del Zoológico y de El Cerro de La Gloria, García y sus músicos de habían desparramado por la noche del centro de la ciudad.
María Gabriela Epumer, su guitarrista, me encontró comiendo con amigos a la 1 de la mañana, en un negocio con mesas en las veredas anchas de la calle San Martín y se quedó encantada del clima y la calidez de la gente. Estuvimos conversando hasta las 3, y todo tenía la apariencia del orden perfecto. A esa hora, relajado y gentil, el Jefe tocaba el piano en un pub a dos cuadras de allí, para un público reducido que no podía creer lo que ocurría. Cantaba incluso, aunque estaba ronco, canciones muy viejas de Sui Generis, a pedido de los noctámbulos.
Muchas veces después de la adrenalina de los grandes conciertos, los músicos de rock buscan bajar sus decibeles internos buscando lugares pequeños para tocar. Epumer, que moriría a los 39 años 39 meses después, presenció con cierto asombro el apacible final de ese segundo recital, surgido de una invitación casual.
Pero cuando llegó la hora de la retirada de todos, no restaba tanto para la salida del sol, algo raro pasó. Una mujer lo agredió, tirándole un vaso de whisky en la cara, después de haberle reclamado de malos modos no haberla complacido en un pedido. Charly la ignoró, tras mirarla con odio. El hombre que la acompañaba se levantó, para intentar cortar la retirada de los foráneos. Alguien del entorno del músico creyó que solucionaba el embrollo atacando a los desubicados con una silla.
La mayoría de los presentes había tomado de más, la noche profunda es abstemia rara vez. García y Epumer tenían manchas de sangre en el rostro cuando lograron mirarse al espejo, más tarde. El que pegó el sillazo estaba arrepentido de su impulsividad.
El incidente duró pocos pero intensos minutos. La delegación artística marchó rumbo al hotel en combi, la pareja buscó la comisaría más cercana. Desde un cuarto de siglo antes, la policía mendocina vs García era una clásico zonal más que notable.
A las 8 de la mañana siguiente, sin haber dormido, Charly fue trasladado por la fuerza a un juzgado y de ahí a ¡a la Penitenciaria Provincial! para notificarle la existencia de una causa por una denuncia en su contra. Lo acusaban de abuso deshonesto y lesiones leves. “Como voy a acosar a una mujer fea y gorda como un hipopótamo”, le dijo al juez Gonzalo Guiñazú.
No era la primera ni sería la última oportunidad en que a Charly lo detenían en la provincia que compite con Salta por el espíritu más conservador de la Argentina. Era como si hubiesen estado esperando el menor incidente para proceder de acuerdo a una rutina preestablecida.
El comisario a cargo intentó que Charly hiciera el trámite normal de identificación, pintándole los dedos para tomarle las huellas digitales. García protestó: no era necesario estaba clara su identidad. “Eso lo decido yo”, le boqueó el comisario. “Para mí, usted es un ciudadano más, una persona común y corriente”. García hirvió: “Yo no soy igual al resto, yo soy un genio”, le escupió.
“Genio o no, usted es un ciudadano como el resto”, insistió el uniformado, poco acostumbrado a los desplantes. Hubo un forcejeo. "Basta, locos, no le voy a tocar el pianito a este fucking remedo de justicia, voy a guardar mis deditos para tocar mi Sinfonía en el Colón", gritó el músico.
Nada sirvió, lo humillaron todo lo que pudieron antes de llevarlo de vuelta al hotel en medio de un operativo ruidoso y exagerado. Los móviles de los canales locales parecían un enjambre de abejas cebadas en el camino de regreso a un hotel que ahora se le antojaba como sucursal de la cárcel.
En la Penitenciaría de la que venía, los presos le habían gritado casi que a coro “Aguante Charly”, asombrados de una compañía tan poco usual para ellos. Pero Charly no aguantaba más que lo trataran como un delincuente sin reconocerle al menos la fama que lo acompañó siempre desde los 20 años.
Esta vez Charly estaba a punto de demostrarle al comisario y a la opinión pública que él no era un ciudadano más, usándome para dejar un mensaje claro en caso de que algo fallara en el salto al vacío desde 20 metros a una pileta chica que estaba a medio llenar, aunque no tenía forma de saberlo. Quería responsabilizar de lo que había pasado y podía pasar al Gobierno nacional.
“Me contactaron, me cholulearon, me utilizaron, y cuando hubo un problema se borraron”, clamaba en llamas mientras aspiraba. “Pero ¿ningún funcionario del gobierno apareció?”, pregunté haciéndole el juego. “¿Vos los viste? Yo no. Alguien me va a tener que dar explicaciones. No acepto que me traten como a un delincuente o el culpable de algo”.
“Es muy guacho -siguió- que los tipos que me trajeron a Mendoza como una estrella, o al menos como un artista, y a los que les llené un estadio en que un montón de gente disfrutó un gran show, me dejen varado. Porque, además, yo no hice nada, me comí un garrón por ser Charly García”.
Uno de sus ex managers de entonces tenía sólidos contactos con el menemismo, que se habían hecho públicos con su visita a la Residencia de Olivos, plasmada en un disco fantasma llamado “Charly & Charly en Olivos”, al final del segundo mandato. Después de los insultos a Menem durante largos años -le decía “Never” cuando participó de la campaña “Eduardo Angeloz presidente” y “Mendez” en otras ocasiones- el músico díscolo había sido cooptado por el aparato de poder que el presidente reelecto utilizaba para fascinar incautos.
Ahora soñaba con un nuevo triunfo en las presidenciales. En medio del caos de aquella mañana electrizante, ese ex manager Fernando Szereszevsky, que era parte de su corte en aquel viaje desquiciado a Mendoza, marcó el celular del ex presidente, que no sólo atendió sino que además pidió que lo pusieran en contacto con el suboficial que permanecía de guardia frente a la habitación de la que no podía salir hasta que el juez le otorgara la excarcelación bajo fianza.
Menem le recomendó prudencia al hombre que cuidaba/vigiliaba a Charly y se comprometió a ubicar también al juez. “Méndez se portó como un amigo: no se borró. No puedo decir lo mismo de otros tipos con los que me pongo a trabajar con buena onda y al menor inconveniente se evaporan”, decía mirando el grabador aquel hombre que horas después iba a saltar sin avisar. Ya no acusaba al riojano de todos sus males. Ahora creía haberlo sumado a su legión de admiradores incondicionales.
“¿Por qué siempre hay problemas con Mendoza?, le pregunté mientras le ayudaba con el encendedor, ya que no acertaba a usarlo bien. “No lo sé. Acá hay un público que me adora, lo vio todo el mundo. Pero hay una policía de mierda, una Justicia de mierda y gente de mierda. No sé, loco, por ahí aquí la gente de mierda tiene más poder. También sé que un funcionario de acá que estaba en el pub contó la verdad y que eso me ayudó. No sé bien. Lo que sí sé es que me quedé. Tenía muchas ganas de irme, pero me dije: OK, la tienen conmigo, los enfrento. Tengo demasiado amor propio como para salir corriendo porque la policía me persigue. Una cosa como ésta o te desanima totalmente o te anima. Aquí estoy, a las 3 de la mañana, encerrado en el hotel, con tres amigos, pensando que alguien se tiene que hacer cargo. Por lo menos, de los diez mil dólares que tenía en el bolsillo cuando salí de acá con la policía y que no tenía cuando volví”.
Esa noche me dijo muchas otras cosas, hasta las 4. La suya no era una desesperación común. Estaba en el paroxismo del que trepó tan alto que jamás encontrará como bajar. En ese hotel, costaba dormirse, y costó levantarse. Al mediodía siguiente estaba escribiendo la entrevista en una oficina prestada y me pareció oportuno que fuese yo quien ubicara a alguien del Gobierno nacional para que por lo menos García evacuara Mendoza sin más problemas graves.
El secretario de Cultura y vocero de Fernando de la Rúa, Darío Lopérfido, me preguntó primero por Epumer, que era su novia. Le dije que estaba bien, aunque asustada. Agregué que estaba preocupado por Charly, que sentía que en cualquier momento iba a tirarse del balcón. El funcionario hizo un silencio y me contestó: “Si… puede pasar, no sé qué espera que hagamos nosotros”.
Hubo después un silencio largo e incómodo. “Espera un segundo… se tiró… se tiró”, escuché. La sangre se me congeló. “Que decís, Darío, ¿cómo que se tiró?”, reaccioné. “Se tiró del balcón, cayó en una pileta y está hablando con un notero de TN mientras sale del agua”, contestó.
Volví al hotel corriendo. El ministro de Trabajo de la Nación, Alberto Flamarique había citado ese día a una conferencia de prensa en el segundo piso del hotel para hablar sobre los problemas de la política nacional. También estaba allí, era mendocino, por la Fiesta de la Vendimia. De frente al ventanal que da al patio interno del hotel, el ministro vio caer a Charly, sin recordar que abajo había una pileta. “Pasó Charly volando”, informó a los sorprendidos cronistas, que estaban de espalda al ventanal.
Por eso es que los que lo entrevistaron todavía en el agua, tras bajar en busca de una primicia macabra, eran periodistas de información general. Un camarógrafo contratado por TN que llegaba tarde a la cita ministerial fue el que captó, desde afuera del hotel, la imagen de Charly cayendo. Un poco más de una docena de curiosos intentaba trepar a una pared sobre la arbolada calle San Lorenzo, pensando que Charly se había suicidado, ya que un par lo habían visto cayendo, su cuerpo escuálido sentado en la nada.
Cinco minutos antes, el músico le había gritado a Lucas Rodríguez, el piletero, preguntándole por la profundidad, como un ingeniero que hace cálculos en pos de la precisión. El muchacho de 19 años le respondió que la máxima era de tres metros, pero no alcanzó a decir que estaba a medio llenar. Cuando recorrí el lugar, a las 13:00, juro que no había más de un metro y medio de agua, parejo, a lo largo de la piscina.
Vestido con una malla roja, y llevando adelante con tranquilidad una ceremonia extrema, a las 12.30 Charly tiró primero al medio de la pileta un muñeco inflamable, un tentempié del Gato Silvestre de un metro de altura, con el que yo había practicado patadas la madrugada anterior, y observó cómo caía balanceándose en el aire.
Luego, despachó rumbo al vacío un porta compacts de madera, coronado por una cabeza de gato siamés, otra de las pertenencias de la hija del dueño de hotel que ocupaba el penthouse en días normales. Más pesado y rígido que el Gato Silvestre inflable, el porta compacts cayó vertical y la cabeza del gato siamés de madera rodó hacia las adyacencias.
Lucas intuyó lo que iba a pasar y gritó asustado: “¡No te tirés!” Charly se río con suficiencia, como hacía de niño cuando practicaba clavados trepándose al techo de una pequeña construcción erigida al lado de la pileta de la quinta de sus padres en Moreno. Un 9 de Julio, cuando trabajaba en la primera mañana de la FM Supernova entrevisté a Charly. Todavía no se había ido a dormir. Le pregunté, mientras sonaba su versión del Himno Nacional, si podía definir su patria. “Para mí, la patria es mi padre llevándome de la mano por un camino de tierra cerca de la quinta de Moreno, respondió
Un segundo del grito del chico asustado de allá abajo, García dio el salto, sintió como el viento se embolsaba en el traje de baño que le quedaba grande, quedó casi sentado en aire y cayó de espaldas. Salió nadando como si nada, orgulloso de haberle podido demostrarle al comisario que no todas las personas son iguales.
Fue un acto maníaco y dictado por los demonios interiores, pero además, una hazaña. Más tarde se paseó por las calles de Mendoza y los pasillos del aeropuerto de El Plumerillo como un torero después de una gran faena, tomando lo que se le antojaba como propio, seguro de que alguien de su entorno pagaría con efectivo lo que se llevara puesto.
Le faltaban a esa cabalgata infernal varios incidentes más: una tempestuosa llegada a Aeroparque, funcionarios llamando a los canales para que no le dieran bola a sus acusaciones al gobierno, un golpe de puño a un periodista de Azul TV que lo esperaba en la puerta de su casa en Buenos Aires, una lluvia de macetas para espantar movileros, seguida por la caída libre de una mesa ratona sobre la esquina en que revoloteaban.
Hoy todos sabemos que en la historia del rock argentino nadie voló a mayor altura que el hombre que se soñaba indestructible mientras el país cambiaba de siglo un poco antes caer en picada.
Tal vez, aquel día en que me exigió o permitió grabar un testamento eventual ya estaba pensando en que si sobrevivía -a los veinte metros en picada, a los medios que lo usaban, cuando hasta ahí había sido al revés, a las causas judiciales, a la enajenación, a las broncas de uniforme, a su propio destino de bonzo afortunado, de chico torturado por un mundo que ama una normalidad que no existe- escribiría un tema titulado “Me tiré por vos”.