Un cantor que se asustó de joven con la noche tanguera y estuvo casi veinte años retirado del oficio se convirtió con el paso del tiempo en uno de los más grandes intérpretes de la historia de la música popular, luchando contra sus propios vicios y debilidades, pero marcando a fuego los temas que interpretó, con un estilo imposible de empardar.

Aún no es serie de Netflix, ni película llena de momentos dramáticos, pero la historia de vida de Roberto Goyeneche parece tener todos los elementos de una ficción, si se tiene en cuenta que durante gran parte de sus años de gloria modificó la historia del tango, aportándole un fraseo inolvidable, y que terminó siendo más popular que nunca cuando peor estaba su garganta con arena.

En la era inicial de la radio, aquel pibe de Saavedra nacido en 1926, soñaba una y otra vez con convertirse en un cantor de tangos famoso, con la complicidad de una madre, María Elena, que lo había criado colmándolo de afectos, sobre todo luego de la muerte temprana del padre, pero su vocación tropezaría con un mundo que terminó atemorizándolo, el de la noche dura.

Eran los años treinta y escuchaban juntos programas inolvidables, en cuyo marco aquel pequeño bien estimulado se animaba a interpretar valses y tango sumando su voz a la de los cantores que salían de los pequeños parlantes de la radio a válvulas, mientras María Elena cocinaba, lavaba, planchaba, ordenaba, tarareaba, como una especie de guía sutil y armoniosa.

“Ahí hay una coma, respétela. Haga una pausa: no olvide los dos puntos”, le indicaba a veces, siempre pendiente de las letras, mientras el hijo se esforzaba por desentrañar los misterios del género, aunque antes de llegar a ser uno de los grandes trabajaría en una oficina, en un taller mecánico, de colectivero, de taxista, sin olvidar que cuando se canta bien hay que respetar los puntos y las comas.

En ese casi bucólico clima familiar, el niño tímido, rubio y pecoso empezaba a forjar en plena Década Infame de la Historia Argentina del siglo XX un estilo único, aunque nadie podía saberlo por entonces: su madre, que profesaba el amor por la literatura, estaba enseñándole también a descubrir que no se puede, ni se debe, cantar por cantar y que a la hora de interpretar hay que intentar hacer propias las palabras ajenas.

En el futuro de esa formación, a partir de su adultez, Goyeneche se convertiría en uno de los mejores intérpretes vocales de la música popular del mundo, según define Fito Páez, en uno los capítulos del libro “Vinílico. Discos que cambiaron vidas”, que acaba de publicar el periodista Maxi Martina, recopilando una serie de entrevistas realizadas durante un ciclo en la Biblioteca Nacional.

“Me gusta más que Sinatra, me gusta más que Pixinguinha, me gusta más que Camarón de la Isla”, afirma Paez, que en los ochenta forjó una relación personal con Goyeneche, con el que además de compartir anécdotas a montones trabajó en “Sur”, de Pino Solanas, una película que le ayudaría a conquistar un nuevo universo de público, compuesto por muchos oyentes que hasta entonces se relacionaban poco con el tango.

“Todos estos cantantes que nombré inventan una manera, un swing, el uso del silencio, la interpretación”, explica Paez al profundizar en un análisis que incluye la idea de que el Polaco patentó, sin hacer demasiada alharaca, un modo de interpretar sin parangón en la música popular de América del Sur, plumereando la historia de un género lleno de convenciones.

“Lo escucho en cualquier lado y me emociona”, puntualiza el rosarino, flamante ganador de un Grammy de la industria estadounidense. “Las cosas se detienen cuando aparece la voz del Polaco. Uno puede estar en cualquier situación y cuando aparece él… pasa como con las arañas, que están caminando y de pronto escuchan una música y se quedan quietas en la pared”.

La participación de Goyeneche en “Sur” (1988) fue central para el fenómeno que lo rodeó en los últimos años de vida, para prolongarse hasta ahora: una porción del público que comenzó a idolatrarlo ingresó por él en el repertorio del tango, que no le hubiese interesado de no mediar su forma de cantarlo, el modo en que se apropió de temas para siempre, a veces de tal manera que parecía estar narrando su propia biografía.

“Las mujeres, por la cultura que nos envuelve, cuando tenemos una crisis queremos cambiar de vida, ahondar en la propia fractura, porque se ha roto la identidad acordada” le contó Adriana Varela al gran escritor Manuel Vázquez Montalbán para intentar describir cómo al comenzar los noventa pasó de ser la esposa de un tenista profesional a cantar tangos en la línea de Goyeneche.

“Un día vi 'Sur' y encontré resumido todo lo que la música había aportado a mi vida, sin saberlo, sin ser consciente de ello, como expresión sonora y corporal, como cultura. Y, sobre todo, descubrí al Polaco, como el lenguaje de un barrio, la expresión de una forma de vivir”, detalló la por entonces aspirante a fonoaudióloga, que vivió la situación como “un shock cultural y emotivo”.

“Yo había desdeñado el tango no sólo como una sentimentalidad ajena, sino porque en mi adolescencia, en los setenta, era un tango de lentejuelas, alejado de su mestizaje original”, recordó en esa entrevista en Barcelona. “El Polaco me estaba contando quién era yo misma, que era Buenos Aires, que es la marginación, a mí que lo había aprendido en la militancia universitaria, hermana de un militante del PC, hija de padre socialista y madre peronista, nieta de un sindicalista mítico”

“Hasta la muerte de Goyeneche tuve con él un vínculo edípico”, reconoció Varela en la charla con el autor de la saga de novelas del detective Pepe Carvalho. “Era un tipo muy ético y muy mundano, enfermo que se vivificaba cuando cantaba, porque el tango es vida. Sin saberlo. Yo también desconozco parte de lo que hago. El artista que sabe demasiado de sí mismo no es un artista, es un profesional”.

En la era final de su carrera, cuando en los tempranos años noventa compartía cartel con Varela en un reducto de Palermo Viejo, cuyo dueño era Rubén Juarez, dijo en una entrevista que trabajaba para sobrevivir, pero al mismo tiempo por una responsabilidad, que tal vez fuera demostrar noche a noche que estilo se había convertido en una influencia sobre sus colegas de alcance sólo comparable con la que había ejercido Gardel.

Hay dos necesidades: una, la de ganar dinero, y la otra, espiritual·, afirmó. “Yo canto por esta. Tengo que cantar porque Dios me dio ese don, y no lo puedo defraudar. Por ahí me duele hasta la ropa, pero subo igual. Soy honesto. Una vez me dijo el querido Gordo Pichuco que el exceso de responsabilidad es perjudicial. Y yo no soy medido, voy a cara e´perro con todo. Pero no a pelearme, ni a matar a alguien. Voy a hacer lo que sé hacer. No voy a ir a cara e’ perro con Pavarotti, viejo...”.

Goyeneche con Troilo.

Mirando la historia hacia atrás, regresando a esa casa sin padre desde sus 5 abriles, está claro que el muchacho Goyeneche salió a trabajar temprano, primero en un estudio jurídico, luego en un taller mecánico, al que ingresó como aprendiz, en una etapa en que el tiempo pasó lento, como los pocos autos que se animaban por las calles empedradas del norte de la Capital Federal, donde vivía, lejos del centro, siempre pendiente de los partidos de Platense.

A los 18 años, alentado por sus amigos, entre ellos los compañeros en el taller mecánico, donde había llegado a ser “medio oficial”, se presentó a un concurso para cantores de tango, organizado por un programa exitoso de radio, en pleno furor del género en los cuarenta: lo ganó y así, flaco y desgarbado, ingresó a la orquesta del maestro Raúl Kaplún.

El pibe rubio –por entonces en el barrio le decían Canario–, que jamás había considerado la posibilidad de una carrera en serio como artista, se vio metido en un mundo que desconocía, en que la orquesta concretaba un promedio de 30 presentaciones mensuales en bailes y locales bailables, pero lo que ganaba era apenas al equivalente a un sueldo bajo de empleado de contaduría.

Una cosa eran las experiencias que había vivido con sus amigos en los cabarets y boliches, y otra el mundo de los trabajadores del negocio del espectáculo: la noche era dura, estaba llena de tentaciones y a su madre le inquietaba que estuviera cada vez más demacrado, aunque de tan orgullosa que estaba con el tapado de astracán que le había comprado lo usaba incluso en verano.

Un poco después de sus 20 abriles, el pibe Goyeneche no quiso saber más nada con el trabajo de cantor de una orquesta, y dijo que se sentía “un artista taxi, de esos que bajan la bandera, se quedan callados, cobran por su trabajo, les guste o no, y siguen soñando en silencio con una oportunidad que nunca llega”.

A la edad de las definiciones, Roberto bajó dos escalones y renunció temprano a la profesionalización de su talento artístico, para dedicarse a trabajar como taxista, manejando un coche que le había comprado un tío solidario y, como un sólo ingreso no alcanzaba para mantener la casa, alternó los turnos con la labor de colectivero.

A los amigos les decía: “Si vuelvo a cantar en una orquesta, será si me llama Pichuco”, que era lo mismo, por entonces, que si un jugador que recién hubiese hecho sus primeras armas en Platense –la tribuna popular del club hoy lleva su nombre- anunciase su retiro sin haber ganado nunca un clásico pero soñando con ser convocado un día a la Selección Nacional.

Sin embargo, a veces los milagros existen: muchos años después de aquella decisión –que había tranquilizado a su madre, centro de su vida por entonces– le ofrecieron trabajar en la orquesta del maestro Horacio Salgán, a través de un representante al que conocía del barrio, su amigo Justo José Otero.

Goyeneche, que llevaba casi dos décadas alejado del “ambiente” pero solía cantar para los pasajeros de su colectivo de línea, amenizando sus viajes, escuchó un disco con dos temas de esa orquesta y dijo que sí, sabiendo que la convocatoria del autor de un tema de la clase de “A fuego lento” incluso contaría con el visto bueno familiar.

“Me gustaron esos arreglos japoneses, raros, refinados”, explicaría mucho después el hombre mayor de 40 años que reinició su carrera reemplazando a Horacio Deval, que formaba un dúo con Ángel “El Paya” Díaz, al frente del sofisticado elenco de Salgán, considerado uno de los grandes arquitectos sonoros de la historia de la música del Río de la Plata.

El trabajo con Salgán –de allí se llevó el apodo de “El Polaco” – fue su catapulta para el soñado arribo a la orquesta de Troilo, con el que formó una dupla artística y personal completamente legendaria, que combinó la sabiduría de uno para tutearse con el gusto popular y las ganas del otro de cantar tangos con la gracia de un grande del jazz, además de una química impresionante.

El respaldo de Troilo, que también fue central en el despegue de la carrera solista de Astor Piazzolla, le ayudó a adquirir una estatura artística a partir de la cual agregó a la estirpe gardeliana de su formación la idea de ser un músico que cantaba, no un cantor más o sólo un instrumento a órdenes del director de la orquesta.

El modo de frasear –jugar a retrasar o adelantar el tempo en que se canta, para coincidir luego con la música, jugueteando con el acompañamiento– lo convirtió en un referente único, admirado por millones y al mismo tiempo observado con mirada crítica por aquellos que no entendían que allí estaba gestándose una revolución, que aquella gestualización teatral que incorporaba impactaría en el plexo de miles de nuevos oyentes.

Uno de los problemas extra artísticos fue que en la relación con Troilo no sólo se acentuaron las noches largas y bien regadas, sino que ambos naturalizaron un contacto real y permanente con los sectores marginales de los que se nutrían buena parte de las historias narradas por las letras de los tangos históricos, una especie de adoración permanente por el exceso.

“Los dos siempre iban a sacar gente de la cárcel”, recuerda Páez en el libro “Vinílico”.  “El Polaco era jovencito y el Gordo Troilo salía medio mamado a todos lados. Una mañana en una comisaría el Gordo le dijo: “Roberto, ¿a quién vinimos a sacar? – No, no. – respondió Goyeneche–  Estamos en cana nosotros”.

En el jazz el rubato y el scat eran habituales, así como el uso del silencio como una forma del canto, y eso maravillaba en Louis Amstrong o Ella Fitzgerald, por ejemplo, pero en el tango esos recursos eran vistos como una rareza, sobre todo en la era del triunfo de las orquestas bailables, cuando los músicos muchas veces estaban (sólo) al servicio de los bailarines.

De la Orquesta de Troilo, Goyeneche egresó cantor solista, una profesión que no tenía demasiados antecedentes exitosos en su género, y que le valió halagos y desventuras económicas importantes, en una era en que el tango iba “achicándose” y cambiando ya que su mundo de repercusión se volvía cada vez más angosto.

Julio Sosa, Edmundo Rivero y Goyeneche, cada uno con lo suyo, se las arreglaron en los sesenta para bancar los trapos del tango, terminada su edad de oro, en medio del boom del folklore, la aparición de fenómenos comerciales como El Club del Clan y el impacto del rock en los más jóvenes, con la industria discográfica buscando más las novedades que la difusión del buen gusto.

De ahí en más hasta su muerte en 1994, y cada vez con menos recursos físicos, e incluso tempranamente avejentado, Goyeneche se las arregló para seguir vigente mientras el mundo que conocía se desplomaba a su alrededor, aunque nadie podía pensar que el suceso de “Sur” otorgaría una carga extra de octanaje a sus últimos kilómetros de viaje.

“No es que él fuera muy salidor·, le explicó cierta vez al autor de esta nota su viuda, que lo defendía a capa y espada de las críticas.  “Era….poco volvedor…” agregó aquella buena mujer que en un esfuerzo por asegurar su retorno a la casa compartida a alguna hora lo esperaba pacientemente en los boliches en los que él abrevaba después de actuar, hasta que al amanecer lograba, en general, convencerlo.

Profundamente gardeliano y moderno, con un gran sentido de la melodía, y fraseador visceral a partir de los ochenta, profesional y bohemio, Goyeneche aparece como una soberbia síntesis de una tradición exquisita que se encuentra, ya en el siglo XXI, en plena reformulación”, describió hace poco el periodista especializado Mariano Del Mazo

Grabó más de mil temas, muchas veces en primera toma, sobre todo al final de su carrera, convirtiéndose en vehículo central de ciertos repertorios, en un viaje que lo llevó desde los clásicos gardelianos hasta los registros por entonces de avanzada de la poética de Homero Expósito (entre ellos, clásicos actuales como “Afiches”, “Maquillaje” y “Naranjo en flor”).

Goyeneche con Pugliese.

Se lució con grandes y prestigiosos acompañantes, incluso con Astor Piazzolla, con el que cumplió una temporada en un teatro de Buenos Aires, y Osvaldo Pugliese, con el que compartió una velada inolvidable, y fue tentado docenas de veces para hacer giras mundiales, por empresarios a los que solía decirles no sin revelar que en realidad se sentía mal lejos de Saavedra, de su afecto por cosas mínimas, que le daban miedo las distancia.

En general en una larga parte del final de su carrera, cantaba en público apenas un puñado de temas, ya que sus pulmones no daban para más, aunque seguía fumando, en público o a escondidas, pero eso no le importaba a nadie, porque la sensación repetida en sus espectadores –en Buenos Aires, en París, en Madrid, en Nueva York o en Tokio- es que estaban asistiendo a una ceremonia irrepetible.

“El tango y nuestra música hablan de lo mismo, de lo que sucede en las calles”, evaluó el rockero Ricardo Mollo, cuyo hermano mayor, Omar, es uno de los “herederos” naturales del estilo del Polaco. “El tango anticipó fenómenos del rock, como el punk. Si hubo un primer punk en la Argentina fue el Polaco Goyeneche. Él contaba las mismas historias y con la misma mezcla de rabia e ironía de los punks, sólo que lo hacía en ritmo de tango.”

Existen centenares de opiniones sobre sus mejores interpretaciones, pero hay versiones suyas (“Garúa”, “Después”, “Yuyo verde”, “El motivo”, “Malena”, “Che bandoneón”, “Pompas de jabón”, “Niebla del Riachuelo”, “Gricel”, “Romance de barrio”, “Desencuentro”, “Canción desesperada”, “Tú”, “En esta tarde gris”) que parecen, para siempre, inmejorables.

Se rodeó de músicos y arregladores que jamás lo olvidarán -ni olvidarán que tuvieron el honor de compartir sus días, sus temblores, sus tics, sus yeites, sus arrebatos y melancolías- y sostienen al unísono que el Polaco siempre fue grande, aún cuando renqueaba de la garganta o no tenía aire y pagaba de forma ostensible un tributo a sus excesos de entusiasmo por la vida.

En los ochenta, en Estados Unidos, grabó un disco arriesgado (hizo clásicos como “Volver” y “Sur”, pero también perlas no tangueras como “Gracias a la vida”, de Violeta Parra, “Como la cigarra”, de María Elena Walsh, y “Los ejes de mi carreta”, de Atahualpa Yupanqui), con arreglos del jazzman Carlos Franzetti, que lo rodeó de un ropaje sonoro inspirado en el mundo de Frank Sinatra.

En ese disco, en un gesto acaso desafiante, cantó la letra original de Enrique Cadícamo para una melodía compuesta antes por Juan Carlos Cobián bajo el título de “Los dopados” – "Rara… como encendida te hallé bebiendo linda y fatal/ bebías y en el fragor del champán, loca reías, por no llorar. /Pena me dio encontrarte pues al mirarte yo vi brillar/ tus ojos con un eléctrico ardor, /tus lindos ojos que tanto adoré”- pero convertida por la censura en “Los Mareados”.

En el tango del primer cuarto del siglo XX las alusiones a la cocaína, que después de su prohibición a partir de 1926 empezó a no ser mencionada en público, eran abundantes y notables, ya que en muchos casos las letras eran parte de un retrato realista de sus orígenes orilleros y de la aceptación y el consumo, a veces desenfrenado, por parte de la bohemia aristocrática de entonces.

 La letra de “A media luz” (Edgardo Donato y Carlos Lenzi), dice, hablando con fineza de un prostíbulo, "Hay de todo en la casita/ almohadones y divanes, como en botica… cocó", en tanto en el clásico “Tiempos Viejos”, Manuel Romero escribió: "Te acordás hermano, qué tiempos aquellos/ Eran otros hombres, más hombres, los nuestros/ No se conocía cocó ni morfina/ los muchachos de antes no usaban gomina".

Cuando murió a los 68 años de neumonía, el frío sábado 27 de agosto de 1994, el Polaco de Saavedra era para todo el mundo el cantor vivo más importante de la historia del tango: desde ahí en adelante sólo el fantasma innegable de Carlos Gardel compite con su figura indeleble en el Panteón que arma la cultura popular, sin que nadie, salvo el paso del tiempo, digite o pueda cambiar las piezas de lugar.