La historia del mural que enfrentó a la familia Rockefeller con Diego Rivera
Se trata de “El hombre controlador del Universo”, que la familia más rica de los Estados Unidos encargó al artista plástico mexicano, pero que luego fue censurado y destruido porque consideró que hacía propaganda comunista.
A fines del año 1931, la esposa de uno de los hombres más ricos del mundo, Abby Rockefeller, quedó impresionada cuando vio en persona cómo había multitudes haciendo cola en un famoso museo de Manhattan para asistir a una muestra vanguardista del artista plástico mexicano Diego Rivera.
En plena Gran Depresión, luego del Crack de la Bolsa de 1929, muchas personas que nunca se habían interesado por el arte se acercaban al Museo de Arte Moderno, MoMA, para conocer ocho murales que el marido de la famosa Frida Khalo había pintado “en vivo y en directo”, ante los asombrados ojos de los expertos.
Rivera estaba de moda en el corazón de un imperio al que se oponía: luego de haber pintado las paredes de edificios públicos de su país, en que el muralismo era una tendencia que resignificaba el compromiso en el arte mundial, había salido de gira por Estados Unidos, para hacer su impresionante tarea en San Francisco y Detroit.
Aquel peso pesado de las artes de todos los tiempos no era un personaje cómodo para la mayoría de los ricos estadounidenses, si se tiene en cuenta que era un comunista hormonal, con vastos vínculos con la URSS, de la que había sido, por ejemplo, invitado especial en la celebración de 1927 de los diez años de la Revolución de Octubre.
Pero Abby, que era parte del elenco fundador del MoMa, se entusiasmó tanto con la convocatoria de la obra del mexicano, al que le había encargado ya algunas obras, que convenció a su hijo Nelson Rockefeller para que aprovechara la estadía en Nueva York para ofrecerle hacer un trabajo inolvidable, en el corazón de un complejo de edificios que estaban en construcción.
La familia estaba entonces en el apogeo de la construcción de un grupo de 14 edificios –el espacio que hoy se llama genéricamente el Rockefeller Center- destinados a alojar en el corazón de la ciudad un conjunto de oficinas, restaurantes, negocios y lugares de entretenimiento, con un presupuesto global de 125 millones de dólares.
Rivera, cuyo ego no era menor, firmó en 1932 un suculento contrato en un estudio jurídico de primer nivel por el que se comprometía a pintar un mural de 99 metros cuadrados, que luciría para siempre en el ingreso del 30 Rockefeller Plaza, el edificio más importante del complejo, aunque eso le llevaría mucho tiempo.
Antes, el responsable de la arquitectura de la gigantesca obra, que se llamaba Raymond Hood, no había logrado convencer a otros dos genios de la historia de las artes plásticas del siglo XX, los franceses Henri Matisse y Pablo Picasso, para que hicieran una obra especial que recibiese en el futuro a los visitantes del edificio RCA.
Luego de esas negociaciones, y de asegurarse un suculento anticipo, el mexicano Rivera anunció, algo provocador, que su mural se llamaría “El hombre en el cruce de caminos” e intentaría contar las posibilidades de desarrollo humano mientras se producía un choque entre el sistema capitalista y el ideario del socialismo.
En el medio de su mural, habría un obrero, en una especie de átomo, que a su criterio simbolizaba qué a pesar de las diferencias de caminos entre uno y otro sistema, la ciencia progresaba y permitía a los necesitados soñar con que el futuro sería mejor para la mayoría.
Rivera se las arregló para que su hombre de contacto con la familia, el muy famoso Nelson Rockefeller, no pudiese ver la obra que avanzaba, hasta que ya en 1933 un diario publicó en una nota afirmando que era “propaganda anticapitalista pura”, ya que Lenin, Trotsky y Marx eran las figuras más importantes del mural.
Por si esto fuera poco, Rivera había tenido la osadía de pintar al patriarca John D. Rockefeller Jr. en el lado izquierdo del mural, bebiendo y socializando con un grupo de personas, en un retrato que nada tenía que ver con la devoción religiosa familiar ni con su adhesión a la Ley Seca.
En una tensa reunión, Nelson Rockfeller le exigió a Rivera que borrase a Lenin, cuyo rostro no estaba en el boceto inicial, y a su padre, pero recibió una negativa, seguida de una contraoferta: sumar en el equipo del otro lado de la obra la figura de Abraham Lincoln.
El resultado de aquel encuentro fue más que negativo: Rivera renunció al trabajo afirmando que había sido censurado e inició un juicio, que ganó ante los tribunales estadounidenses, y Rockefeller mandó a tapar la obra con lonas y al año siguiente, 1934, ordenó su destrucción.
“Se trata de una pobre familia de millonarios, que con su dinero creyó que podía comprar mis opiniones y mis convicciones”, sintetizó en una entrevista el voluminoso artista, que sigue siendo hoy, curiosamente junto a su esposa durante 25 agitados años, el artista plástico latinoamericano más cotizado del mundo.
En el libro Diego Rivera. Arte y Revolución, se narra que este incidente hizo que Rivera perdiera otro gran contrato para realizar un mural para la General Motors, pero a él no le importó: lo pintó en la New Workers School, donde dejó para la posteridad una serie de 21 tableros, que tituló el “Retrato de los Estados Unidos”, incluyendo en uno de ellos… a John D. Rockefeller.
Un año más tarde, las fotografías de la obra inconclusa en Nueva York, tomadas por uno de sus ayudantes, y sus bocetos iniciales, ayudaron a Rivera a empezar de vuelta con la tarea de dar vida al abigarrado mural censurado, gracias a un contrato para que quedase para siempre en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana, gracias a una idea del presidente Lázaro Cárdenas.
El escándalo que rodeó estos hechos no hizo que Abby Rockefeller dejara de admirarlo, si se tiene en cuenta que en 1940 le regaló a su hijo para el casamiento una obra llamada “The Rivals”, qué en 2018, fue vendida por Christie’s en USD9.762.500 millones, y que antes de morir donó el resto de su colección-Rivera al MoMa, en que sigue habiendo multitudes interesadas en el artista.