La historia de “Strange fruit”, el tema por el que Billie Holiday fue hostigada por los servicios de inteligencia
El linchamiento de dos adolescentes negros originó una de las grandes canciones contra el racismo, desafiando al FBI, que hizo todo lo que pudo para silenciarla.
El profesor Abel Meeropol, que vivía Nueva York, pasó muchos días de consternación, y varias noches de pesadillas, luego de haber visto por primera vez las dramáticas imágenes de dos jóvenes linchados, que siete años antes había capturado en un pequeño pueblo de Indiana el fotógrafo Laurence Beitler.
El estado de desolación lo impulso a escribir primero un poema y luego una canción, que adquiriría el estatus de clásica de la historia de la música popular del mundo en la voz de Billie Holiday, que sin embargo solo podía interpretarla al final de sus actuaciones, porque inevitablemente quedaba devastada.
La canción, “Strange fruit” no tiene un solo momento panfletario, apenas si narra de manera poética la sensación de extrañas flores muertas que producen los cuerpos balanceándose, después de los linchamientos, en el bucólico paisaje del Sur de Estados Unidos, pero a Billie le iba la vida en cada interpretación.
En el mismo año 1937 en que Meeropol parió su obra maestra, cargada de tristes resonancias, el padre guitarrista de una de las mejores cantantes de jazz de todos los tiempos había muerto en Dallas de una pulmonía sin haber logrado una atención médica decente en los hospitales, por el solo hecho de ser pobre y afrodescendiente.
Billie sufrió todo tipo de vejaciones pese a que empezó a ser famosa al promediar sus veinte años: en Alabama tuvo que escaparse de la ciudad después de una actuación porque una turba intentó lincharla a ella misma, en Nueva York, en un hotel –que en el colmo de las paradojas de llamaba Abraham Lincoln—solo le permitían alojarse si usaba el ascensor de servicio.
La canción “Strange fruit” y el martirio de Billie no son cosas del pasado, como podría pensarse: en el medio de las nuevas oleadas de protestas contra el racismo en los Estados Unidos, con liderazgos diversos y renovados, entre los que destaca el de la súper estrella del basquetbol LeBron James, una y otra dicen presente de forma constante.
De hecho, en lo que fue considerado como la gran sorpresa de la noche, la actriz Andra Day, acaba de ganar el Globo de Oro al mejor protagónico femenino por la película “Los Estados Unidos contra Billie Holiday”, del realizador Lee Daniels, que recibió rodeada de su sorprendida familia, sin poder parar de llorar.
El film estrenado hace cuatro meses, cuenta qué como Billie no obedeció a una serie de sugerencias de las autoridades para que dejase de cantar “Strange fruit” fue hostigada por los servicios de inteligencia, que aprovecharon sus adicciones para “escracharla” ante el público y hacerle pagar sus vicios con aprietes y causas judiciales que la derrumbaron psíquicamente.
El guión, escrito por Suzan Lori-Parks, ganadora de un premio Pulitzer, a partir del libro “Chasing the Scream: The First and Last Days of the War on Drugs”, de Johann Hari, subraya que a partir de 1947 la persecución excedió los límites de lo que el Estado llamaba “guerra contra las drogas” y tuvo por eje sacarla de los escenarios, ya que la consideraban una enemiga de su propio país.
La acción, que usa como excusa narrativa una entrevista a finales de su vida, muestra el momento en que ingresa a su círculo Jimmy Fletcher, que se comporta como un admirador pero en rigor es un agente de Narcóticos que los Servicios de Inteligencia han infiltrado en el mundo del jazz para reunir pruebas que terminarán con una condena judicial.
Los hechos que dispararon la historia de una de las canciones más emblemáticas de todos los tiempos ocurrieron el verano de 1930 cuando el sheriff Jacob Campbell y un puñado de sus hombres detuvieron a tres adolescentes afroamericanos en Marion, Indiana, acusándolos de haber violado a una joven blanca, después de herir a su novio.
Docenas de habitantes rodeaban la comisaría del pueblo cuando el sherrif colgó la camisa ensangrentada del novio en la reja de una ventana, tras anunciar que había muerto, y obtuvo con eso que los más enardecidos le exigieran que se ahorcara de inmediato a los supuestos responsables, aplicando la llamada Ley de Lynch, la injusticia por mano propia.
El sheriff estuvo de acuerdo: dos de los muchachos fueron golpeados y heridos antes de que los lincharan colgándolos de un álamo, mientras el tercero salvó su vida por una milagrosa aparición de la adolescente violada, que alcanzó a gritar que ninguno de los tres había tenido algo que ver con el asalto de unas horas antes, ni con las heridas que habían ocasionado la muerte de su novio.
El fotógrafo que llegó al lugar para registrar los hechos se llamaba Lawrence Beitler y muy pronto dos de sus postales empezaron a circular sin que a la mayoría de los estadounidenses blancos les llamara demasiado la atención: el lector puede ver como personas de diferentes edades asisten al hecho consumado sin el menor atisbo de horror, casi como si se tratara de un espectáculo nocturno.
La divulgación de aquellas fotos produjo una investigación del Fiscal General de Estado, pero la justicia no encontró culpables, aunque sí pudo establecer que la policía local dejó que la turba enardecida – que no es la que posa una vez consumado el doble crimen – actuase de acuerdo a los salvajes impulsos que parecían organizarla.
No eran tan raros los linchamientos por entonces: según las estadísticas oficiales, entre 1882 y 1968, se registraron en los Estados Unidos 4.743 casos, casi todos en los estados del Sur, aquellos que habían ido a la Guerra Civil contra el Norte molestos por el final de la era de la esclavitud, y la enorme mayoría de las víctimas fueron afroamericanos.
Una encuesta publicada en 1939, el año en que Holiday grabó la canción, demostraba que seis de cada diez blancos en los estados del Sur estaba a favor de los linchamientos y algunos de ellos eran aquellos honestos ciudadanos que solían pagar por fotos exclusivas de los hechos, que mostraban como trofeos en reuniones sociales.
Ese contexto ayuda a entender de qué forma entonar en público este tema era un desafío importante para una mujer negra, sin marido permanente a la vista, e independiente, y con varios flancos complicados, y por qué sólo lo hacía al final de sus actuaciones: terminaba llorando, vomitaba en los camarines, a veces sufría convulsiones.
Cuando ya estaba fogueada en la experiencia, contó en su autobiografía en la segunda mitad de los años 50: “Todavía me pone triste cantarlo. Me recuerda cómo murió mi padre. Pero tengo que seguir haciéndolo no sólo porque la gente lo quiere, sino también porque veinte años después de su muerte, esas cosas que lo mataron siguen sucediendo en el Sur”.
La historia narra que la primera vez que se interpretó “Strange fruit” nadie llegó a aplaudir, porque cuando pronunciaba las últimas palabras de su letra (“esta es una extraña y amarga cosecha”), las luces del Café Society neoyorquino, con capacidad para 200 personas, se apagaron y cuando se encendieron ella ya no estaba.
Había salido corriendo rumbo al baño, hecho que se repitió en numerosas oportunidades (“cantarla me pone mal, me deja sin fuerzas”, puntualizaría en el libro “Lady Sings The Blues”) mientras en su mente desfilaban muchas imágenes de afrodescendientes a los que había visto colgados por blancos, además de las humillaciones que ella misma había sufrido.
La biografía de la cantante — que llegó al cine por primera vez en 1972, con Diana Ross como protagonista—habla de una cruda infancia en Filadelfia, en que estuvo más a cargo de familiares o conocidos que con sus padres, de una violación a los 10 años, y de una adolescencia repletas de problemas, que incluyeron luego una adicción a la heroína.
La letra que escribió aquel profesor del Bronx dice: "De los árboles del Sur cuelga una fruta extraña. / Sangre en las hojas, y sangre en la raíz. / Cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña. / Extraña fruta cuelga de los álamos. /Escena pastoral del valiente Sur. / Los ojos saltones y la boca retorcida. / Aroma de las magnolias, dulce y fresco. / Y el repentino olor a carne quemada. / Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos. / Para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire/ para que el sol la pudra, para que los árboles lo dejen caer. / Esta es una extraña y amarga cosecha".
Meeropol, que era blanco e inmigrante ruso de familia judía, creyó prudente publicar el texto original con un seudónimo, utilizó el de Lewis Allan, en el periódico del Sindicato de Profesores, The New York Teacher, bajo el título de “Bitter fruit” (“Fruta amarga”), que luego cambiaría por “Strange Fruit” (“Fruta extraña”).
Apenas terminado, el tema fue interpretado varias veces por su esposa en reuniones políticas y gremiales, pero en 1938 la cantante negra Laura Duncan lo incorporó a su repertorio para una actuación en el Madison Square Garden, donde la escuchó un amigo del dueño del Café Society, que se lo hizo llegar a la estrella de sus agitadas noches.
El Café Society era un club nocturno en el que se reunían los intelectuales liberales de la bohemia de Nueva York, en Greenwich Village, ya que el dueño Barney Josephson, era tan amigo de la integración racial como del buen jazz, por lo que además allí solo había repudios a la segregación.
“Strange fruit” no fue el primer tema “comprometido” del repertorio del jazz pero si el primero que saltó a la cultura de masas, de la mano de un artista excepcional que lo cantó por primera vez a los 23 abriles y lo mantuvo en su repertorio hasta que murió de cirrosis a los 44 años, en un hospital, acompañada solo por un perro, cuando cumplía una condena por tenencia de drogas.
A pesar de las persecuciones y el dolor que solía poseerla, en esos 21 años interpretó su clásico centenares de veces, aunque cuando su voz fue madurando cada vez que mordía los versos que hablan de “los ojos saltones y la boca retorcida”, Billie ya no hablaba solo de aquellos negros ahorcados por una turba en Indiana: se refería a sí misma, a su estado físico, a su vida atormentada.
Dando vuelta como una media la famosa frase de León Tolstoi, al iluminar con su desgarro una escena frecuente en el país que se proclamaba como campeón de la democracia, Holiday pintaba la aldea de su autodestrucción, una magnolia a punto de marchitarse cuyo perfume pesado resulta imposible de olvidar.