Una grieta tan ancha como la fisura política argentina divide los puntos de vista de los autores, pero para unos y otros, para los peronistas y los no peronistas, la figura de Eva Perón es uno de los grandes personajes de la historia de la literatura argentina de los últimos setenta años, los de su vida en la inmortalidad.

En uno de los mejores cuentos de la literatura nacional, Esa mujer, el diálogo ¿ficticio? entre un investigador periodístico y el coronel Carlos Moori Koenig, que lideró la operación comando que robó el cadáver embalsamado de Evita del edificio de la CGT, permite a Rodolfo Walsh exprimir hasta el fondo un recurso narrativo clave: a veces lo más importante es lo que no se nombra, como ocurría en la realidad con el propio peronismo proscripto.

Walsh, que había sido fervientemente antiperonista en los 40 y 50, y era en los años setenta un militante de la izquierda armada, inaugura uno de los tópicos literarios que surgen de la figura, la investigación del destino del cadáver robado, un tema que aparecerá una y otra vez en distintas narrativas, como lo harán también los ecos del multitudinario velatorio de junio de 1952, en ficciones que entonces parecen más creíbles porque incluyen hechos reales.

En un párrafo inmejorable, Walsh le hace decir a su alter ego: “Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra”.

Su colega en el apellido, María Elena Walsh, que estuvo en las antípodas del peronismo –escribió en el tango “El 45” “Te acordás de la Plaza de Mayo/ cuando «el que te dije» salía al balcón. /Tanto cambió todo que el sol de la infancia/de golpe y porrazo se nos alunó”—vio en el destino de aquella mujer de intensa y breve vida una figura a reivindicar desde el feminismo de la Segunda Ola, inspirado en parte en El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, publicado en 1949, en el apogeo del primer peronismo.

“Cuando los buitres te dejen tranquila y huyas de las estampas/ y el ultraje empezaremos a saber quién fuiste”, escribió María Elena en su impactante poema “Eva”. “Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva, / única reina que tuvimos,/ loca que arrebató el poder a los soldados. /Cuando juntas las reas y las monjas y las violadas en los teleteatros/ y las que callan pero no consienten/ arrebatemos la liberación/ para no naufragar en espejitos/ ni bañarnos para los ejecutivos”.

 “Cuando hagamos escándalo y justicia el tiempo habrá pasado en limpio tu prepotencia y tu martirio, hermana”, remató Walsh, con uso muy cuidadoso de palabras claves”. “Tener agallas, como vos tuviste, fanática, leal, desenfrenada en el candor de la beneficencia/ pero la única que se dio el lujo de coronarse por los sumergidos./ Agallas para hacer de nuevo el mundo./ Tener agallas para gritar basta/ aunque nos amordacen con cañones”.

Tomas Eloy Martínez, que no tenía un pelo de peronista, abordó el conjunto de temas que se desprenden figura de este calibre en dos obras muy difundidas en el mundo La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995), que a partir de sus traducciones se volvieron de consulta obligada para todos los extranjeros que se interesaron en ambos mitos, incluyendo a Alan Parker y Madonna, cuando asumieron el proyecto de filmar el famoso musical de Tim Rice y Andrew Lloyd Weber.

La figura de Evita, un fetiche para la historia de la literatura argentina de los últimos 70 años
Tomás Eloy Martínez

En la primera, narrando un escenario que conocía por sus entrevistas como periodista a Juan Domingo Perón en el exilio español, el escritor imagina que una vez recuperado el cadáver de Evita, que descansaba por entonces en un altillo de la mansión de Puerta de Hierro en Madrid, José López Rega intentaba mediante la magia negra traspasar su alma a Isabel Martínez, tarea vana e imposible, como se sabrá.

“En sus venas descansará el mismo río de formaldehído y nitrato de potasio que la mantiene incorrupta, su corazón despertará en el mismo punto del cuerpo cada mañana de la historia, nada empañará la beatitud de su cara”, escribe tomando la voz de “El Brujo”, en su afiebrado intento de transfusión de dotes. “Pero su alma deberá entrar, esta noche, sin falta, en el alma de Isabel”.

La segunda esas obras, que ha sido traducida a cuarenta idiomas, es aquella que sirve de base a la promocionada serie televisiva Santa Evita. de la señal Star+, que después de un paneo por la vida, el apogeo y la muerte de la protagonista, interpretada por Natalia Oreiro, sigue la historia del destino del cuerpo embalsamado, para el que había sido planificado un mausoleo que nunca se edificó.

La figura de Evita, un fetiche para la historia de la literatura argentina de los últimos 70 años
Natalia Oreiro, protagonista de Santa Evita.

“Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir”, narró el escritor al comenzar su novela más exitosa. “Se le habían disipado ya las atroces puntadas en el vientre, y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo ni lugar. Sólo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope”.

Para los escritores que se situaron a la izquierda del peronismo, después de haber crecido en un país en que durante 18 años estuvo proscripto, entre ellos uno de los grandes de la segunda mitad del siglo XX, como Juan José Saer, que pasó buena parte de su vida en Francia, la figura de la segunda esposa del hombre que fue tres veces presidente también resultó un objeto literario inapreciable.

En un poema que se publicó luego de su muerte en un libro que recopila algunos de sus borradores inéditos, llamado A la gran muñeca” el santafesino Saer escribió en Francia, en 1971, sin mencionarla por su nombre o apellido: “Que sus íntimos nos cuenten, ahora, mentiras./ Y que nuestros sociólogos/ le reprochen/ la mélange de socialismo y beneficencia,/de cristianismo deslavado/y agresividad.”

“De política, admitámoslo, no entendía nada”, prosigue, en un texto imprecatorio. “Y los que entienden qué hacen/ aparte/ de venderse al mejor postor/ de dar el culo por un ministerio/de elegir, según su conveniencia/ entre el viejo y el joven/Marx/de hacer trabajo para la Ford?/ Aprendamos,/de una vez por todas,/ que el futuro, como ella misma, no tiene nombre”

“Y reconozcámosle, aunque más no sea por un /momento/el lugar que ocupa/ la herida insondable que infligió,/ ella, que según dicen se había acostado con medio mundo/para trepar;/ ella, que irradió por su cuerpo, voluntariamente,/y desde su sexo, la muerte;/ella, que distrajo/a espaldas del Pacificador;/dinero de la Fundación destinándolo/a la compra/de pistolas".

Es posible que el poema de Saer haya sido una especie de respuesta tácita al estreno en Paris un año antes de una obra teatral del humorista, narrador y dramaturgo Copi, (nacido como Raúl Damonte Botana, nieto del fundador del diario Crítica) que se encargó de escenificar todos los mitos del antiperonismo en una sola pieza, incluyendo la hipótesis de que en realidad mientras se la creía muerta estaba viva y gozaba del poder que le daba el anonimato.

En esta Eva Perón dirigida por Alfredo Arias y estrenada en francés con el protagónico de un varón travestido –en la Argentina hubo una puesta similar en 2017, con el actor chileno Benjamín Vicuña en ese papel- la primera dama solo está interesada en el lujo, su comportamiento privado es atroz y egoísta, y para cumplir el objetivo de su huida para disfrutar de los placeres del mundo será capaz de asesinar, ya que se trata de una mujer atravesada por la violencia.

¡Tengo cáncer! ¡Y estoy harta de las migrañas de Perón!”, le hace decir Copi en una pelea con su madre. “¡Un cáncer no se cura con una aspirina! ¡Voy a morirme y a vos te importa un pito! ¡A nadie le importa! ¡Están esperando el momento en que yo reviente para heredarme! ¿Querés conocer el número de mi caja fuerte en Suiza? ¿eh, vieja zorra? ¡El número de mi caja fuerte no se lo doy a nadie! ¡Me voy a morir con él! ¡Vas a tener que ir a pedir limosna! ¡O a hacerla calle, como antes! ¡andá a despertar a los demás!”.

Este momento de la obra fue comentado en el libro Sinceramente escrito por la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, que en la página 157 incluyó estas palabras: “El otro día, me contaron que en una obra de teatro sobre Evita el autor describía al personaje de la madre de Eva como una mujer obsesionada, que le rogaba a su hija, en su lecho de muerte, que por favor le dijera cuál era el número de la cuenta en Suiza, donde supuestamente tenían las joyas y la fortuna que se habrían robado ella y Perón. Sí, así como se lee. ¡Dios mío, cuánta perversidad!”

Antes de eso los muy antiperonistas Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que en conjunto concibieron un famoso libelo contra el 17 de octubre llamado La fiesta del monstruo, y por ende lo firmaron con el seudónimo que los unía, Honorio Bustos Domecq, abordaron por separado y de manera menos grotesca el tratamiento del tema que se convirtió en más complejo que nunca luego de la muerte de Evita hace ahora exactamente setenta años.

Siguiendo el esquema de El matadero de Esteban Echeverría, que inaugura la dicotomía entre civilización-barbarie, que luego popularizará Domingo Faustino Sarmiento, en La fiesta del monstruo, el populacho, que se expresa con palabras arrevesadas y corresponde a la descripción clasista de “aluvión zoológico”, no solo saquea lo que va encontrando en su camino sino que asesina a un joven judío que se niega a reverenciar a Perón, como si tratara de un escuadrón de nazis.

La figura de Evita, un fetiche para la historia de la literatura argentina de los últimos 70 años
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.

 En un breve perro fuerte texto llamado El simulacro, Borges narra como en un rancho de un pueblito chaqueño se reproduce el velorio diferente al porteño, en una puesta en escena donde todo es simulación: el ataúd de Evita es una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio, y un hombre aindiado que hace de Perón y recibe las condolencias de viejas desesperadas, peones de campo y niños atónitos.

“¿Qué suerte de hombre (me pregunto) ideó y ejecutó esa fúnebre farsa?”, firmó Borges. “¿Un fanático, un triste, un alucinado o un impostor y un cínico? ¿Creía ser Perón al representar su doliente papel de viudo macabro? La historia es increíble pero ocurrió y acaso no una vez sino muchas, con distintos actores y con diferencias locales. En ella está la cifra perfecta de una época irreal y es como el reflejo de un sueño o como aquel drama en el drama, que se ve en Hamlet”.

“El enlutado no era Perón y la muñeca rubia no era la mujer Eva Duarte, pero tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos (cuyo nombre secreto y cuyo rostro verdadero ignoramos) que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología”, especuló el autor de El Aleph, como si tratara de una crónica filosófica fantástica o una descripción de una escena presenciada, no pura literatura.

Este tema borgeano, el de la posibilidad de la multiplicación de las figuras, aparece retomado en un cuento de César Aira llamado Las dos muñecas y publicado en 1997, que fantasea con la posibilidad de que en un momento del final de su apogeo la propia Eva, al ver que no podía cumplir con todos los actos que demandaban su presencia física, hubiera ideado la fabricación en Alemania de dos muñecas que, vestidas con su ropa, asistían por ella a distintos actos proselitistas.

En una de esas ceremonias, escribió Aira, para darle remate a su idea, “entre grotescas y conmovedoras, típicamente peronistas, que tenían lugar casi todos los días en alguno de los barrios populares del Gran Buenos Aires”, en este caso “la inauguración del campo recreativo de un sindicato” coincidirían sin que estuviese previsto dos Evitas “ataviadas con el mismo tailleur pied depule blanco y negro, el mismo sombrerito, los mismos zapatos de gamuza negra, cada una en su respectiva caravana de Cadillacs y motociclistas”.

Un espíritu vinculado a la visión de la realidad como farsa aparece también en La señora muerta, un relato en que David Viñas cuenta la historia de Moure, un hombre que se suma de noche a la larga cola de gente que espera entrar al multitudinario velorio del cuerpo de Evita en el Congreso de la Nación solo para levantarse a una mujer y cuando logra subirla a un auto con chofer fracasa, porque por el duelo nacional están cerrados todos los albergues transitorios de la ciudad.

El poeta Leónidas Lamborghini escribió en 1965 en el largo poema “Las patas en la fuente: “Que se pudra/ que se seque/ y metámoslo en ese armario encerrado/ y ahora saquémoslo/y otra vez / bailando a su alrededor/ meándolo/y puteando/que se seque/ que se seque/ ¿y ha muerto ya?/ pero no muere el cadáver/que no muere”.

En 1975, en un cuento algo lisérgico, Evita vive, famoso por lo polémico, Néstor Perlongher hace que la protagonista baje del cielo para convivir con prostitutas y drogadictos, asegurándoles que volverá para cuidarlos cuantas veces sea necesario: “Grasitas, grasitas míos, Evita lo vigila todo, Evita va a volver por este barrio y por todos los barrios para que no les hagan nada a sus descamisados”.

“A la Evita viva de los setenta se opone la verdadera momificación de la Eva Perón de los años noventa”, describió la investigadora y profesora universitaria Sylvia Saítta para presentar un curso en el Malba sobre Literatura y peronismo en los años 70. “La literatura capta muy tempranamente que los tiempos del peronismo menemista no necesitan de “cadáveres de la nación” que se mantengan vivos”, apuntó.

A la sórdida historia de El único privilegiado, un cuento de 1991 de Rodrigo Fresán en que “el cuerpo muerto de Eva Perón sirve de iniciación sexual a un adolescente de clase alta (..) debe sumarse, dice, “la fugaz mención que hace Ricardo Piglia en La ciudad ausente, en que al igual que Elena, la mujer de Macedonio, Evita aparece encerrada en un museo: “He sido lo que he sido, una loca argentina a la que han dejado sola, ahora, abandonada para siempre”.

El escritor y crítico literario Jorge Edwards, que publicó el ensayo Con el bombo y la palabra para narrar la historia del choque entre el movimiento de masas y el mundo de la cultura establecida, recuerda que el pensador Ezequiel Martínez Estrada, que llegó a definir al peronismo como “una forma soez del alma del arrabal”, sostenía con seriedad que Perón era un actor y Evita una vedette.

 “Hay un texto de Juan Rodolfo Wilcock que se llama Casandra, donde no se menciona a Evita pero se hace una parodia de ella, y la protagonista del cuento es una especie de dictadora caprichosa”, planteó Edwards en una entrevista en enero de 2015. “Lo curioso es que hoy ese cuento, si sacás a Evita y ponés a Cristina, es lo mismo. Todo lo que le critican a Cristina está en ese cuento de la década del 50”.