La epopeya de Liza Minelli, el patito feo que pagó con sufrimiento haber nacido en una cárcel de oro
El cumpleaños 75 de la estrella de “Cabaret”, una reina de la industria del espectáculo, pero con el corazón roto de dolores desde la infancia, originó un festejo por streaming que duró tres días.
El festejo fue virtual, duró tres días, y estuvo plagado de estrellas del espectáculo, como corresponde: el cumpleaños número 75 de Liza Minelli resultó un acontecimiento social internacional de las mismas proporciones irreales del resto de su existencia, corrida por completo de la dimensión del mundo de los comunes mortales.
A casi medio siglo del comienzo de su fama universal, por su trabajo en la película “Cabaret”, y cuando está claro que es un milagro que siga viva, la carrera de Liza puede leerse como un esfuerzo agotador para representar siempre el mismo papel, el del patito feo capaz de superar las tristezas y convertirse en cisne, aunque sólo lo haya conseguido sobre los escenarios.
Liza, que de verdad nació en cuna de oro, pudo haber vivido eclipsada por la potencia de las figuras de sus padres, la actriz Judy Garland, estrella de “El Mago de Oz”, y el director Vincente Minelli, uno de los inventores del musical en el cine, pero logró, en un esfuerzo supremo, volverse más famosa que ellos, aunque en el camino dejó jirones de su propia existencia.
La celebración de sus 75 años se llamó “Love Letter to Liza Minnelli” (“Una carta de amor para Liza Minnelli”), fue transmitida entre el viernes y el domingo por la plataforma paga de streaming Stellar y estuvo llena de celebridades del show business, un universo en que su nivel es el de una reina, una primera dama eterna.
El título del festejo no puede ser casual: si algo pareció faltar en la vida familiar de los Minelli a partir del nacimiento de una bebé que sería criada por las niñeras de Beverly Hills fue amor del bueno, mientras sobraban el dinero, la doble moral impuesta por una época repleta de hipocresías, el alcohol, los tranquilizantes, la vanidad y los egos exacerbados.
Para nadie es hoy un secreto que pese a haberse casado cuatro veces y haber procreado varios hijos, su padre era gay, y que su madre, que a su vez tuvo romances con varias mujeres y por lo menos tres matrimonios con homosexuales, forzó la culminación de la convivencia cuando lo sorprendió en brazos de otro varón, cuando Liza era una niña de 5 años.
Para esa época, la hermosa Judy, que se había convertido en una estrella después de su aclamado protagónico adolescente en “El Mago de Oz”, tenía una adicción incurable a las pastillas tranquilizantes, que combinaría con alcohol hasta su trágica muerte por sobredosis, en 1969, los 46 años, después de haber corporizado durante dos décadas su propia versión de “el ocaso de una estrella”.
Tras el divorcio en 1951, la niña pasó a vivir seis meses al año con su padre y los otros seis con su madre, que tenían sus domicilios en mansiones cercanas, en un barrio, el de las colinas vecinas de los estudios de Hollywood, repleto de celebridades, entre ellas Rita Hayworth, Frank Sinatra, Humphrey Bogart, Lana Turner, Clark Gable. y el futuro presidente, John Fitzgerald Kennedy.
“Humphrey Bogart era para mí el Tío Humphrey”, contó Liza en una entrevista en que habló sobre su atípica crianza. “Recuerdo haber estado en el Beverly Hills Park con Mia Farrow, Candice Bergen y Tisha Sterling, todas jugando en el arenero, mientras nuestras niñeras británicas hablaban de cine, vestuario, argumentos de películas y sobre cuál de sus jefes ganaría el Oscar ese año”.
Hasta que se escapó literalmente de una prisión de oro para ir a probar suerte en el mundo de las candilejas de la lejana Nueva York, después de haber sido expulsada de 14 colegios privados, aquella chica de ojos tristes había sido una especie de enfermera obligada de su madre, que no solo sufría de depresiones frecuentes y era adicta a los tranquilizantes, sino que la hizo presenciar varios intentos de suicidio.
Liza, que tuvo problemas calcados y previsibles habiendo crecido en un ambiente tan tóxico, y que más adelante fue una de las primeras estrellas en hacer públicas sus internaciones en clínicas de rehabilitación, afirmó en una oportunidad que cree haber heredado de su madre “el gen de la adicción”, que “no es un vicio, sino una enfermedad”.
“Me dicen que dejar de beber es cuestión de tener voluntad”, destacó en esa entrevista, intentando explicar las razones por las que su historia se parecía tanto a la de una madre que terminó siendo una competencia fantasmal. “Miren, tengo tres premios Tony, un Oscar y tres Globos de Oro, no creo que mi problema sea la falta de voluntad”.
La estrella fue bautizada con un nombre por entonces raro porque sus padres, que se habían conocido en el rodaje del film “Cita en San Louis”, amaban la canción “Liza (All the Clouds'll Roll Away)”, de Ira Gershwin, que sería su padrino y George Gershwin, y debutó en el cine a los tres años, en brazos de su madre en la escena final de “Aquel viejo verano”.
Tenía 26 años, y una pulida formación artística multidisciplinaria -ya había ganado un Tony- cuando el productor Cy Feuer le confió el papel de Sally Bowles en “Cabaret”, un musical dramático ambientado en el Berlín previo al fulminante ascenso del nazismo, en que a órdenes del director y coreógrafo Bob Fosse debía hacer las cosas que mejor le salieron en la vida: actuar, cantar y bailar.
El éxito del film, que ganó ocho Oscar, incluyendo el de mejor actriz para ella, la elevó a la condición de estrella mundial en que ha vivido desde entonces, iluminando una historia personal difícil de digerir: la de una persona repleta de vulnerabilidades, que necesitó de bastones de todo tipo para intentar lo que resultó imposible, llevar adelante una vida “normal” fuera de los escenarios.
Una y otra vez vuelven a su mente, contó sobre sus noches de insomnio, escenas imposibles de olvidar, como aquella en que su madre la invitó a compartir un espectáculo de music hall en el Teatro Palladiun, de Londres, en un juego de reconciliación en público, pero se molestó cuando, tras los bises, su hija resultó la más aplaudida.
Al final de su actuación conjunta, las protagonistas saludaron a un público fascinado y se retiraron del escenario, una por izquierda y otra por derecha, según una rutina ensayada… pero sin que su hija de 18 años lo advirtiese, Garland desanduvo el camino y volvió sola a escena para recibir ella los aplausos definitivos, en un gesto de egoísmo difícil de digerir.
“Esa noche de 1964 comprendí que no actuaba con mi mamá, sino que me enfrentaba a Judy Garland”, reconocería años después Liza, en uno de sus tantos intentos por explicar la gran cantidad de veces que pisó los bordes del abismo de la autodestrucción, para volver luego, un poco más gastada, a reclamar el amor del público, el único que fue capaz de retener.
En 1978, en una fiesta en la casa del diseñador Roy Halston, cuando Andy Warhol le preguntó que necesitaba, Liza contestó “Todas las drogas que tengas”, en un momento de su vida en que venía de engañar al enamorado director Martín Scorsese, luego del rodaje de “New York, New York” con su compañero de reparto Robert De Niro, aunque legalmente seguía casada con Jack Haley, el segundo de sus cuatro maridos.
La relación con Haley terminó durante el año siguiente, cuando se hizo público que ella mantenía un romance apasionado con el extraordinario bailarín Mijaíl Barýshnikov, que a su vez estaba casado desde tres años antes con la actriz Jessica Lange, después de haberse radicado en Estados Unidos sabiendo que ya no podría volver a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Liza Minelli y Mijaíl Barýshnikov.La sucesión de nombre de famosos muy famosos no es arbitraria, y revela de que modo, siguiendo el estilo de sus padres, Liza eligió como amigos personales, casi de forma inevitable, a estrellas con numerosos problemas en sus vidas privadas, entre ellas Elizabeth Taylor, Michael Jackson, Freddie Mercury, Diana Ross y Sinatra, casi un tío en su infancia y luego compañero de giras repletas de éxito.
A raíz de diferentes dolencias, en los últimos treinta años ha sido operada de la cadera, de unas de las rodillas, de la columna vertebral y de las cuerdas vocales, pero su voz y su brillo escénico mantuvieron durante décadas una lozanía inspiradora para el público, que combina con el leit motiv de su vida: “La realidad es algo a lo que tenés que sobreponerte”.
Acaso por peso en el teatro musical, por las historias archiconocidas de las vidas privadas de sus padres y por las características de su personaje escénico, Liza es desde los años 70 uno de los iconos gays más reconocibles, una de las estrellas preferidas de las imitadoras travestis, un punto de comunión de todos aquellos que en la escena buscan brillar a pesar de los pesares.
“¿Qué por qué les gusto a los gays?”, le preguntaron. “¡Por qué tienen muy buen gusto!” respondió, sabedora de que incluso la lucha por los derechos LGTB comenzó a difundirse en EEUU con la llamada “Revuelta de Stonewall”, que ocurrió en el Village cuando un grupo de gays que se habían reunido en 1969, en un bar, para llorar la muerte de su madre se rebeló ante una de las habituales redadas policiales.
Liza dijo, muchos años después, que también su adicción a los fármacos nació en esas circunstancias, cuando los médicos le recetaron Valium, para poder dormir, abriendo la Caja de Pándora de su psiquis, que empezó a necesitar de todo tipo de calmantes para anestesiar dolores antiguos y permanentes y de estimulantes para salir de los letargos inducidos.
A pesar de sus padecimientos, que incluyeron una encefalitis virósica que pudo haberla dejado en el 2001 en silla de ruedas para siempre, está considerada como un ejemplo de resiliencia, una especie de síntesis universal de cómo pueden superarse, en parte, los sufrimientos, aunque es casi imposible que otro humano tenga entornos como el suyo, aquel en que nació y ese otro que armó luego, sin darse cuenta de que repetía.
Leyenda del cine musical, el teatro en su concepción como show, la televisión de alto impacto y la música estadounidense, dueña del escenario que pise en cualquier lugar del mundo, Liza ha logrado en la última década que sólo se la recuerde por la que ya hizo, acaso el final de una epopeya que recuerda el poder terapéutico sobre las multitudes de la industria del entretenimiento, capaz de sacrificar a los mejores para crear la ilusión de un mundo menos feo.