Por Belén Canonico.

Hijo de Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez Iguarán, Gabriel García Márquez tuvo una infancia muy particular. Su llegada al mundo representó la victoria del amor ante el descontento de su familia materna, que no aceptaba en absoluto el matrimonio de sus padres, debido a que Gabriel Eligio era hijo de una madre soltera. Sin embargo, los jóvenes pudieron anteponerse a la desaprobación de su círculo íntimo y así nació “Gabo”.

Pero cuando tenía apenas dos años, su papá se convirtió en farmacéutico y junto a su mamá y su hermano, se instalaron en Barranquilla buscando un futuro mejor. “Gabito” quedó al cuidado de sus abuelos, el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía y Tranquilina Iguarán Cotes, quienes inconscientemente lo influenciaron para que años más tarde le diera forma a Macondo y la historia de la familia Buendía en “Cien años de soledad”, la obra que lo catapultó a la fama mundial.

Gabo vivió hasta sus ochos años en Aracataca, un pueblo humilde del caribe colombiano. A pesar del dolor por el abandono de sus padres, disfrutaba pasar tiempo con sus abuelos, quienes le daban libertad para explorar el mundo con pocos límites. Porque aunque el coronel Márquez Mejía tenía fama de ser un hombre derecho y severo, sentía debilidad por su nieto, a quien llamaba cariñosamente “Napoleoncito”.

La figura del coronel marcó a fuego a Gabo por el resto de sus días, tanto a nivel personal como en su obra. Como liberal veterano de la Guerra de los mil días, era reconocido por sus compatriotas por plantar posición contra la masacre de la bananeras, en 1928, y por vencer en un duelo a Medardo Pacheco. “Tu no sabes lo que pesa un muerto”, le decía el coronel e Gabito, en relación a sus andanzas en su juventud.

Pero además de transmitirle sus experiencias de vida,sobre todo relacionado a la política y la muerte, Nicolás Márquez disfrutaba de llevar a su nieto al circo año tras año, de inculcarle el correcto uso de las palabras a través del diccionario, y cumplió un rol fundamental durante los primeros años de la vida del escritor. Tanto que, aunque murió cuando Gabo tenía ocho años, ya de adulto aseguraba que la pérdida de su abuelo había cambiado su vida para siempre.

En tanto, Tranquilina -a quien Gabo llamaba cariñosamente “Mina”- era una mujer que se caracterizaba por ser extremadamente supersticiosa. Tanto, que les inculcaba miedo a los más chicos de su familia. Todas las tardes se asomaba al patio de su casita para hablarle a las ranas, a quienes consideraba brujas para pedirles que regresaran el día siguiente; creía en los fantasmas y en la magia. Y estas creencias, sus augurios y premoniciones, moldearon el futuro de su nieto, quien en más de una oportunidad destacó el mundo sobrenatural en el que vivía su querida abuela.

“Para mí era una vida muy curiosa. Las mujeres, presididas por mi abuela, vivían en un mundo sobrenatural. Un mundo fantástico donde todo era posible, donde las cosas más maravillosas eran simplemente cotidianas. Pero el abuelo era el ser más concreto que conocí y sus historias eran las historias de la guerra civil, las peripecias de la política y me hablaba a mí como si fuera un adulto. Entonces yo vivía repartido entre esos dos mundos”, contó Gabo en una entrevista.

Y así como el clima y los paisajes de Aracataca se ven plasmados en el mágico Macondo, la personalidad de “Mina” inspiró a Úrsula Iguarán, el motor espiritual de la familia Buendía. Mientras que la impronta del coronel se vio plasmada en la mayor parte de la obra de García Márquez. Pero según el propio autor “El coronel no tiene quien le escriba”, el libro en el que relató la vida de su abuelo y su espera por recibir la pensión como veterano, fue se creación más significativa.

“El coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía, que era su nombre completo, es tal vez la persona con quien mejor me he entendido y con quien mejor comunicación he tenido jamás, pero a casi cincuenta años de distancia tengo la impresión de que él nunca fue consciente de eso, pero en toda mi vida de adulto, cada vez que me ocurre algo, sobre todo cada vez que me sucede algo bueno, siento que lo único que me falta para que la alegría sea completa es que lo sepa el abuelo. De modo que todas mis alegrías de adulto han estado y seguirán estando para siempre perturbadas por ese germen de frustración”, explicó el escritor. Lo cierto es que tan solo ocho años junto a sus abuelos le bastaron para recolectar anécdotas, costumbres y herencias familiares que lo formaron como uno de los autores más reconocidos de la literatura latinoamericana.